Editorial

El otro mito es el de la vivienda. Necesitamos miles, millones de viviendas. Tantas que el avance del Plan General de Santander hace construible, de una sola tacada, todo el terreno que quedaba en el municipio. Nuestros ediles están convencidos de que las generaciones que nos sucedan –seguramente, muchas– ni necesitarán casa, ni deben tener derecho a opinar, por haber llegado tarde.

La psicosis de la falta de viviendas llegó tan lejos que en España se han llegado a construir 800.000 al año, a sabiendas de que se venden la mitad y que buena parte de esa mitad son compradores especulativos que dejarán de tener interés en conservarlas en el momento en que deje de ser negocio, es decir, ahora.
El problema es que cuando un mito se consolida de tal manera crea su propia realidad y cualquier otra es una catástrofe. ¿A quién le va a interesar a estas altura que los pisos bajen? A nadie. A los propietarios de suelo, por supuesto que no, porque pierden expectativas. A los promotores, tampoco, porque se quedan sin negocio. Para los bancos, es mentar la bicha, porque si quiebran los promotores su situación será apurada, y para los ayuntamientos sería la ruina, ya que están viviendo de las licencias y con precios más bajos, todo el entramado de la construcción se detendrá.

Reconozcamos lo evidente: sólo hay un beneficiario de que bajen los pisos, el futuro comprador, pero también eso es un mito. El 60% de quienes adquieren una vivienda en España ya tiene otra. Se han sentido propietarios de un patrimonio que crecía deprisa y ver como su inversión se revalorizaba les invitaba a comprar más. Igual que en el juego de la pirámide, todo había encajado tan perfectamente que los únicos perdedores por la subida de los precios eran quienes estaban fuera y querían entrar, los jóvenes que no tenían una vivienda previa o padres que se la comprasen y que han sido utilizados como coartada para todo tipo de abusos urbanísticos, santificados por el aderezo de un pequeño porcentaje de viviendas sociales, que daban un matiz de conquista social a lo que no era más que otro pelotazo inmobiliario.
Esa época se ha acabado y el mito está a punto de caer. Pronto se verá que sobraban viviendas, aunque no sean las que podrían adquirir quienes necesitan su primera casa. Las miles de ventanas permanentemente cerradas que pueden verse en cualquier pueblo costero y en toda la zona de expansión de Santander se llenarán de cartelitos de venta. Un mar de pisos vacíos que amenaza con anegar la euforia de un país que se ha sentido rico por primera vez en su historia, porque la mayoría de los españoles es propietario de la vivienda que habita y dormía con la agradable sensación de tener un patrimonio valioso antes de desvelarse pensando en cómo pagar la hipoteca. Quien quiera que vaya a administrar la nueva realidad, tendrá que echarle mucha liturgia para no disipar tantas ilusiones. Al fin y al cabo, un mito es un mito.

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