El Cargadero de Dícido, un hito en el camino del hierro

La arqueología industrial tiene mucha menos tradición que la arqueología clásica pero pocas actividades han dado lugar a tantos vestigios del pasado como las relacionadas con la minería, cuyas huellas en el paisaje cántabro son tan variadas como evidentes. La revolución maquinista tardó en llegar como tal a la región pero se dejó sentir varias décadas antes en las necesidades de materia prima. Las compañías mineras extranjeras ya se habían fijado en los yacimientos de hierro, zinc y sal de Cantabria para atender las necesidades de sus industrias, como más tarde harían las españolas, a medida que comenzaban a surgir. Nos lo recuerda el notable cargadero de Dícido, destinado a facilitar el embarque del mineral de hierro que se extraía en las proximidades para llevarlo a los altos hornos vascos.
Los primeros indicios de actividades mineras en la zona se remontan al año 1786, cuando varias ferrerías instaladas en la cuenca del río Cabrera, que desemboca en la playa de Mioño (Castro Urdiales) se servían del rubio, un mineral de hierro de alta ley que encontraban en las proximidades.
Tras la liberalización del subsuelo español, con la que Isabel II buscaba atraer capitales foráneos, llegaron muchos inversores ingleses y belgas, entre otros los que en 1874 constituyeron la compañía Dícido Iron Ore Limited, que seis años más tarde comenzaba su actividad.
Desde el yacimiento de El Coto, el mineral se trasladaba hasta la playa en carros y se cargaba a mano en barcazas que, a su vez, estaban al servicio de barcos que esperaban la pleamar fondeados en aguas abiertas. El procedimiento mejoró sensiblemente con la instalación de unas mínimas estructuras portuarias que permitieron a los buques acercarse a la costa y evitar estos trasbordos. Por lo general eran simples plataformas de madera arriostradas sobre pilotes que tenían la solidez suficiente como para aguantar las vagonetas basculantes o las tolvas que vertían el mineral en las bodegas. A comienzos del siglo XX, en unos pocos cientos de metros de la costa alrededor de Saltacaballo se llegaron a concentrar nada menos que seis puntos de embarque de mineral, propiedad de las diferentes compañías que realizaban extracciones en la zona.
Estos muelles, de muy escaso calado, sólo permitían cargar pequeños barcos o barcazas, con la servidumbre que imponían las mareas y la mala mar. La única forma de evitarlo era construir plataformas más altas y con mayor voladizo, para llegar a aguas un poco más profundas. En esas estructuras más sólidas había que contar con la piedra y el hierro.
La primera empresa de la zona en hacer uno de estos voladizos fue la Compañía Minera Setares, que explotaba un yacimiento en Mioño y tenía su punto de embarque en Saltacaballo. En vista de la mejora que supuso este sistema de estiba y de los ahorros que propiciaba, su competidora Dícido Iron Ore Limited decidió en 1896 instalar un cargadero semejante a unos 600 metros de la playa, pero en dirección a Castro Urdiales. El proyecto le fue encargado a un ingeniero belga que había trabajado con Eiffel, quien diseñó una sólida estructura atirantada de hierro, apoyada en una única pero muy sólida pilastra de mampostería de ocho metros de diámetro y 14 de altura sobre las mareas vivas. Un procedimiento mucho más evolucionado que el embarcadero sobre pilotes metálicos que previamente utilizaba la compañía pero que tampoco es el que se conserva. El actual cargadero fue construido en 1941 y, aunque aprovechó la pilastra original, la recreció en cinco metros.
El voladizo (cantilever) inicial tenía 94 metros de longitud y pesaba 200 toneladas. Disponía de dos niveles con doble vía cada uno por el que discurrían las vagonetas cargadas hasta llegar al extremo (la vertedera) donde volcaban el mineral y volvían vacías gracias a la inercia de las cargadas, que tiraban de la cadena. A partir de 1929 el nivel superior se reservó para una cinta transportadora sinfín de la que quedan los rodillos, cepos y engranajes.
Junto al arranque del cargadero, la empresa excavó en plena roca un depósito de mineral, de 30 metros de altura. Desde allí se desplazaba en vagonetas o a través de una cinta sinfín hasta el extremo del cargadero, donde se vertía sobre las bodegas del barco.

Dinamitado y reconstruido

El 23 de agosto de 1937, las tropas de la República en retirada dinamitaron el cargadero. Quedó completamente inutilizado, pero la pilastra que lo sostenía se mantuvo en pie sin mayores daños y en 1941 fue reconstruido con algunos cambios. Uno de ellos fue la supresión del nivel inferior, lo que obligó a suplementar el apoyo de mampostería y a excavar un túnel en rampa para que el mineral del depósito tuviese acceso a la nueva salida.
El nuevo cargadero es el que ha llegado hasta nosotros y fue encargado por Altos Hornos de Vizcaya, que por entonces ya era propietaria de la instalación y del complejo minero. Tenía 45 metros de pescante, pesaba 300 toneladas y su capacidad de carga era de 200 toneladas a la hora.
Altos Hornos había mantenido una larga relación con la Compañía Minera de Dícido, que en 1911 sucedió a la inglesa Dícido Iron Ore. Poco después de esa fecha firmó con la nueva titular un contrato por diez años para asegurarse el suministro anual de 75.000 toneladas de mineral de hierro rubio. El precio concertado fue de 13 chelines por tonelada, al que había que añadir un recargo de 1,21 pesetas por el flete hasta los muelles de Baracaldo o a los antiguos terrenos de Astilleros del Nervión, más tarde.
En 1920, Altos Hornos de Vizcaya entró en el capital de la Compañía Minera de Dícido y en 1929 pasó a ser el único propietario, tanto de la mina como del cargadero.
La explotación del yacimiento se realizaba de dos formas diferentes. Una parte se laboreaba a cielo abierto, con dinamita y aire comprimido, mientras que el resto procedía de galerías subterráneas, que seguían el filón del mineral a distintos niveles.
Las vagonetas con el mineral eran arrastradas por caballos percherones ciegos y convergían en un espacio llamado Cota 100, donde se realizaba su lavado. Durante décadas sólo se aprovechó el rubio, el mineral más preciado, con una riqueza superior al 65%, si bien con los años se recuperó de las escombreras el de menor riqueza (45%).
Después del lavado, el rubio se cargaba en pequeñas vagonetas que se deslizaban por un plano inclinado hasta la vertedera del cargadero, desde donde se llenaban las bodegas de unas barcazas que, con la ayuda de un remolcador, estaban en permanente trajín hasta los muelles de Altos Hornos.
Los procedimientos cambiaban a medida que mejoraban las técnicas y en el siglo largo de explotación de Dícido fueron muchos los sistemas empleados, tanto en el laboreo como en el transporte o en el embarque, donde el inicial acarreo humano del mineral en capazos, desde la playa hasta las barcazas, acabó por convertirse, con el tiempo, en un envío mecánico hasta la misma bodega del barco.
Agruminsa, la sociedad que en 1968 reagrupó todos los intereses mineros de Altos Hornos de Vizcaya ni siquiera utilizó la vía marítima en los últimos años de explotación de los yacimientos de Mioño, que fueron cerrados en 1986. Enviaba el mineral directamente en camión hasta la siderúrgica, mientras el cargadero se convertía en un mero recordatorio del pasado.

Un bien de interés cultural en precario

Olvidado y batido por los temporales y la herrumbre marina, la estructura metálica sobrevive en unas condiciones precarias, a pesar de que el cargadero fue declarado Bien de Interés Cultural en 1994. Su rehabilitación es cara (se da por hecho que habría que reconstruirlo) y el Estado ha optado por acometer una actuación bastante más modesta, la adecuación de todo el entorno. Una obra de 740.000 euros que ha convertido parte del recorrido de las vagonetas en un delicioso camino verde. Un paseo que atraviesa los túneles (perfectamente habilitados al efecto), aunque uno de ellos ha sufrido un desprendimiento este invierno.
Mientras tanto, una cubierta vegetal espontánea va cubriendo gran parte de los espacios excavados para la extracción del mineral y las escombreras para reintegrarlos al paisaje y las entradas a las viejas galerías se van cegando por los derrumbes y los hundimientos del suelo. Cada vez son menos los vestigios de lo que hasta hace solo 25 años era una importante explotación de mineral de hierro.

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