La huida del tiempo

El mundo se nos cuenta desde la catástrofe. No tengo ni la más remota idea de por qué, pero esto es un hecho que se puede constatar todos los días con tan solo encender la televisión, navegar por la red, sintonizar la radio o desplegar cualquier periódico sobre la barra del bar donde acostumbramos a tomar el aperitivo. Hace ya tiempo que los medios de comunicación adquirieron el hábito de mostrarnos diariamente las diversas tragedias que se suceden en el planeta y durante la sobremesa de todos nuestros breves días, en cualquiera de los muchos canales de la televisión, podemos contemplar cómo las moscas zumban coléricas entre manadas de niños famélicos, cómo los políticos se corrompen por una mínima ración de vanidad, cómo los cadáveres desmembrados se amontonan sobre el asfalto tras la explosión de cualquier coche bomba, cómo las llamas de un fabuloso incendio devoran hectáreas y hectáreas de bosques o cómo los inmigrantes subsaharianos mueren ahogados frente a las costas de nuestro hortera, envejecido y anestesiado paraíso occidental.
Todas estas desgracias parecen la suma exacta del tiempo que nos ha tocado vivir, aunque, a decir verdad, no son más que un limitado fragmento de la realidad hacia el que han sido enfocadas todas las cámaras. El diablo sabrá por qué, pero lo cierto es que, a la hora de elegir, los propietarios de los medios de comunicación han elegido lo peor de la especie para mantenernos puntualmente informados del último asesinato, la última violación, la última hazaña terrorista o el último comunicado imbécil de cualquier grupo de psicópatas. En esto, al parecer, ha terminado derivando el negocio al que hace ya muchos años –tal vez demasiados– pertenezco. No hay otra representación sobre el escenario porque, según parece, nada nos entretiene tanto como los pequeños crímenes de cada día, el horror cotidiano, de tal forma que si lo que usted, desocupado lector, necesita es un instante de atención, de reconocimiento, aquello de lo que Andy Wharhol hablaba, basta con que mate a un niño, humille a su familia calzándose a todas las prostitutas de la comarca a cuenta del erario público o despedace a sus padres con el cuchillo de desescamar pescado… Ninguna otra cosa, por mucho que lo intente, le hará obtener el certificado de su existencia de una manera tan inmediata, tan contundente: su rostro, de frente, de perfil, multiplicándose en la pantalla de todos los televisores, en la portada de todos los periódicos, de todas las revistas… No es necesario que descubra un remedio contra el cáncer de laringe, ni que transforme las rocas en manantiales de agua, del mismo modo que resulta intrascendente que escriba monumentales novelas desde el punto de vista de William Faulkner o que siga las enseñanzas de Vicente Ferrer y trabaje hasta el agotamiento para librar de la desesperación a los desheredados del planeta; si lo que usted realmente necesita es reconocimiento por parte de los medios de comunicación, basta con que raje a un bebé con un cortaplumas, con que abandone, en la habitación de un hotel barato a una adolescente asesinada con saña o aparezca en todos los telediarios hurgándose las caries con un mondadientes mientras reivindica el derecho a la eutanasia tras haber arrasado un par de geriátricos. Ninguna otra cosa, ninguna, por mucho que lo intente, le hará obtener de una manera tan contundente, tan inmediata, su recompensa, su instante de atención, de reconocimiento, aquello de lo que Andy Wharhol hablaba…
Sin embargo más allá de las desgracias que las cámaras examinan, buscando siempre un grado superior en la escala del horror, existe una realidad selecta que nunca es televisada: la vida cotidiana de numerosas personas que, lejos de las cámaras, perdidos entre el tránsito diario, casi anónimas, sobrellevando como buenamente pueden las propias desdichas, trabajan eficazmente como científicos, profesores, enfermeras, taxistas, dependientes, médicos sin fronteras o músicos callejeros; personas que se afilian como voluntarios a la Cruz Roja, dan la vida por los leprosos, pasan los fines de semana cuidando impedidos, cocinan para el disfrute de sus amigos, mantienen distraídos a los niños, escriben para enseñarnos lo mucho que saben o limpian las casas que habitamos con la misma minuciosidad con la que las monjas de clausura hilaban tapices hace ya tiempo. Esta es la marea humana que consigue que la vida, de cuando en cuando, solo de cuando en cuando, resulte llevadera, distraída, luminosa; sobre todo ahora que el espíritu navideño, según cuenta El Corte Ingles, ronda nuestras casas y nuestras calles como un fantasma que surgiera del pasado; mitad dulce, mitad amargo.

Suscríbete a Cantabria Económica
Ver más

Artículos relacionados

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Botón volver arriba
Escucha ahora