Nada es como parece

Quien paga, exige.– Hasta ahora, usted podía entrar en una competición de los Juegos Olímpicos vestido como le pareciese, siempre que tuviese entrada. A partir de Atenas, no. Si va vestido con una camiseta publicitaria de una marca rival a la de cualquiera de los patrocinadores oficiales, los porteros pueden denegarle la entrada hasta que cambie de atavío, o forzarle a ponerse encima otra de la marca que sufraga el evento. No hay constancia de que se haya exigido, pero así figura en las innumerables condiciones que acompañaban a los boletos. Queda claro que, incluso el público forma parte ya del atrezzo del espectáculo mediático. A este paso, en un par de ediciones más es posible que quienes pasen el control de orina no sean los deportistas sino los propios espectadores, para saber si han bebido a hurtadillas algún refresco que no sea el del patrocinador.

VENTAS CON COLA.– Hay madejas que se lían tanto que más valiera no haberlas enrollado. Es lo que pueden pensar el sector español de los fabricantes de munición tras la venta de la empresa pública Santa Bárbara por el anterior Gobierno. En el acuerdo de venta, la estadounidense General Dynamics pagaba unos modestísimos cinco millones de euros y se comprometía a mantener abiertas las tres fábricas de Santa Bárbara durante cinco años, pero en realidad era el propio Gobierno español el que asumía esa obligación, ya que se comprometía a adquirirles municiones por valor de 180 millones de euros. En realidad, Defensa no tenía fondos suficientes para ello y forzó a la SEPI a que asumiese 100 millones. SEPI dice ahora que no tiene polvorines donde almacenar semejante cantidad de material bélico y pide que Defensa se subrogue la obligación que asumió. Por otra parte, los fabricantes privados de munición han denunciado que este megacontrato público ha hundido al sector, al reducir las compras del Ejército español a otros proveedores en un 40%, y eso está provocando el cierre de plantas.
POCA COMPETENCIA.– La competencia en la telefonía móvil no acaba de funcionar. Las llamadas a través de un teléfono celular siguen siendo en España 4,4 veces más caras que las realizadas desde un teléfono fijo, como media. La Comisión del Mercado de Telecomunicaciones indica que las compañías han perdido ya el interés en competir entre sí para arrebatarse clientes y ahora sus únicos esfuerzos se dirigen a conservar los que tienen, y sólo se aplican en las llamadas entre móviles de la misma compañía y en las cuotas de abono. En realidad, las operadoras han percibido que el usuario español acepta bien las tarifas altas, ya que el consumo de minutos de comunicación por teléfono se ha triplicado desde 1999, y el móvil se ha extendido al 87,2% de la población, por lo que no ven razones para rebajar los precios.

AJUSTES A MUY DISTINTO PRECIO.– Las memorias de las compañías desvelan datos sorprendentes. Por ejemplo, se puede saber que cada rescisión de contrato realizada por Telefónica el pasado año en su plantilla española le costó 248.314 euros (más de 40 millones de pesetas). Sin embargo, las bajas que realizó en su filial argentina le costaron 27.323 euros por empleado; las de Chile 16.278 y las de México apenas 5.875. Las diferencias son tan abismales que los 5.489 trabajadores que la compañía prejubiló en España ese año le costaron dieciocho veces más que los 5.158 latinoamericanos que mandó a casa a través de expedientes de regulación. La extraordinaria divergencia de costes no sólo está en la disparidad de sueldos, sino también en las distintas coberturas sociales.

EL FIN DE UN ESPEJISMO.– La venta de Lycos por un precio que apenas supone el 1% de lo que Terra (Telefónica) pagó en su día pone el punto final a un espejismo. El de pensar que lo mejor para estar en la cumbre de la alta tecnología era adquirir una de las multinacionales punteras del sector. Un atajo semejante al que Hormaechea siguió con Sultán para dar un salto genético en la cabaña ganadera. Con esta operación y la fallida para entrar en Alemania con tecnología UMTS, Telefónica deja por el camino nada menos que tres billones de pesetas, una cifra descomunal (casi tres veces el PIB de Cantabria) a la que habría que añadir la pérdida de valor de Endemol, por la que Villalonga pagó nada menos que otro billón de pesetas y el fiasco del grupo de comunicación. Una auténtica catástrofe con la que ha habido una sorprendente benevolencia general.

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