La huida del tiempo

No es que crea demasiado en eso de las generaciones, bueno, ni en lo de las generaciones ni en casi nada, ya que a determinada edad uno da en no creer en nada, como decía don Antonio Machado. Pero, en fin, según consta en mi certificado de nacimiento, parece ser que formo parte de la última generación que durante su infancia, adolescencia y primera juventud, obedeció, casi marcialmente, a sus padres. La misma generación que ahora, marcialmente, obedece a sus hijos.
Según he podido comprobar a lo largo de mi biografía, nunca hemos tenido ni demasiado carácter ni demasiadas creencias, de modo que nuestros hijos tampoco es que tengan que esforzarse demasiado para hacer con nosotros lo que quieren. Hemos hecho de todo, pero fundamentalmente hemos tenido que trabajar hasta el agotamiento para no frustrar las posibilidades de nuestros descendientes, dándoles, de paso, todo lo que nos han pedido: los mejores potitos, las mejores excusas, los mejores colegios, las mejores fiestas de cumpleaños, los cachivaches tecnológicos más avanzados, la scooter con más prestaciones que había en el concesionario; en fin, de todo.
De todo, eso sí, menos nuestra presencia… Seguramente, por eso, durante su infancia, no tuvimos el menor inconveniente en dejarlos al cuidado de nuestros padres o de admirables muchachas extremeñas, colombianas, argentinas o ecuatorianas, mientras nosotros procurábamos ganar todo dinero del mundo haciendo las horas extras que fueran necesarias, cerrando tratos comerciales en interminables almuerzos de trabajo, reuniéndonos con el asesor financiero para arrear algún que otro sartenazo en la bolsa o haciendo transbordos de un avión a otro para abrir mercados en el Japón, las Hurdes, el Matogrosso, el islote de Perejil o la Conchinchina.
Con nuestros padres, mal que bien, hemos hecho más o menos lo mismo. Tras el primer síntoma de demencia, halitosis, caspa seborreica o cansancio vital, los hemos dejado solos o al cuidado de las admirables muchachas extremeñas, colombianas, argentinas o ecuatorianas. Eso sí, con el móvil bien ubicado en la mesilla de noche y las puntuales visitas de los domingos y otras fiestas de guardar para recabar información acerca de los parientes perdidos o enfermos. Eso, los progenitores más afortunados, ya que según recientes estadísticas difundidas por la ONG Solidarios para el Desarrollo, surgida en la Universidad Complutense de Madrid, en nuestro país hay más de ocho millones de personas mayores de sesenta y cinco años, de las cuales casi dos millones viven totalmente solas sin más cuidados que los que ellas mismas puedan procurarse. La cifra se triplica con la llegada del verano, ya que muchas familias que durante el año atienden como buenamente pueden a sus progenitores, deciden, durante los meses estivales, tomarse vacaciones a tiempo completo en el cuidado de sus mayores, a los que abandonan en sus casas, en los geriátricos, en los servicios de urgencia de los hospitales, en las gasolineras o en el descampado de algún centro comercial, que de todo hay en la viña del señor…
Nuestros hijos, en mayor o en menor medida, han crecido. No me pregunte usted, desocupado lector, cómo, por qué, ni para qué, porque no tengo ni la más remota idea, pero el caso es que han crecido. Durante todo este tiempo han desarrollado un lenguaje que apenas entendemos; han adquirido unos hábitos que, en el mejor de los casos, nos desconciertan; han encontrado unas aficiones que jamás hubiéramos supuesto; se han habituado a mirarnos de arriba abajo como si sopesaran el verdadero alcance de nuestras debilidades y han decidido habitar la residencia familiar como si hace ya mucho tiempo que hubieran tomado el mando. De este modo, lo habitual, ahora, es toparse con sus interminables exigencias cada vez que regresamos al domicilio tras unas cuantas horas extras de faena, tras un interminable almuerzo de trabajo, tras una maratoniana reunión con el asesor financiero, tras bajar de alguno de esos terroríficos aviones transoceánicos o tras asistir a uno de esos cursos de reciclaje donde lo único que descubres es que han tirado tu vida por la borda; eso sí, siempre con el tiempo justo, nuestras frustraciones a cuestas, los resentimientos intactos y todo el cansancio del mundo acumulado en la espalda, en el cuello, en la cabeza o en las infladas pelotas.
Como ya queda dicho, no es que crea demasiado en eso de las generaciones, pero según consta en mi certificado de nacimiento parece ser que formo parte de la última generación que durante su infancia, adolescencia y primera juventud, obedeció, casi marcialmente, a sus padres. La misma generación que ahora, marcialmente, obedece a sus hijos. O sea que, en contra de lo que siempre habíamos supuesto, nosotros, los liberados por el sexo, las drogas, el rock & roll y la transición democrática, nunca hemos sido otra cosa que unos mandaos.

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