Inventario
Una Administración sin tratamientos
Los códigos de buen gobierno empiezan a extenderse por la administración pública. A los ministros y a los consejeros de Cantabria les hemos apeado del tratamiento de excelentísimos, lo que ahora da lugar a la paradoja de que lo sigan siendo personas con responsabilidades muy inferiores. En cualquier caso, es saludable. Desde la revolución francesa, el mero título de ciudadano es suficientemente digno para que haya que anteponerle nada, lo cual no obsta para que se reconozcan, a posteriori, servicios especiales a la comunidad.
Afortunadamente, todo se va normalizando, incluso la Administración. No están tan lejanos aquellos tiempos en los que, para cualquier trámite, el peticionario se veía forzado a “suplicar” –siempre en mayúscula, para que la postración ante el funcionario fuese aún mayor– ser atendido en su demanda. Los españoles nos pasábamos el día suplicando ante las ventanillas, en vez de solicitar como cualquier otro ciudadano de cualquier otro país. Así que las ventanillas acababan pareciéndonos un altar; los funcionarios que las atendían, auténticos sacerdotes investidos de la autoridad divina suficiente como para darnos con el portón en las narices sin más explicaciones, y los responsables políticos de aquellos lugares una especie de semidioses de los que sólo cabía esperar respuesta implorando con todas las fórmulas protocolarias posibles en los encabezados y en las despedidas. Unas expresiones que, leídas hoy, resultan absolutamente humillantes de puro serviles. Y es posible que aún queden por ahí no pocos formularios con la famosa súplica, y despedidas del tipo “es gracia que espera recibir”, como si los actos administrativos fuesen graciosos y no reglados.
Algo de toda esa mística persiste en el ambiente. Uno de los aciertos de la nueva regulación del buen gobierno en la Administración es haber suprimido la posibilidad de que los altos cargos sean remunerados por su presencia en los consejos de administración de las empresas públicas. Tenemos que acostumbrarnos a remunerar bien las actividades políticas, sin pudores ni tapujos, y olvidarnos de estas vías indirectas que menoscaban la dignidad de una actividad que debe ser reconocida por sí misma. Pero, por la misma razón que un político no tiene por qué cobrar dos veces por el trabajo que realiza (por su cargo y por asistencias a consejos de administración) sigue sin tener lógica que se le permita hacerlo a los altos funcionarios. Es producto de esa doble moral que valora las cosas por quien las hace y no por sí mismas.
Si los altos funcionarios tienen que cobrar más, que lo cobren, aunque tampoco resulta demasiado coherente que haya más de 200 en la Administración regional de Cantabria que tienen una remuneración superior a la del presidente regional. Una circunstancia que sería difícil de entender en cualquier empresa y que ubica a la política como actividad menor.
La estabilidad y las autonomías
La flexibilización del pacto europeo de estabilidad no es una buena noticia, porque todas las normas que dejan su cumplimiento al albur de las circunstancias no se cumplen nunca. Siempre habrá circunstancias a las que acogerse y todos los países encontrarán causas, supuestamente objetivas, para saltarse el ajuste presupuestario, porque ¿quién se resiste a gastar, sobre todo si el dinero es ajeno?
El pacto de estabilidad ha tenido un magnífico resultado fuera y dentro de España, a pesar del incumplimiento de los dos país que lo diseñaron para disciplinar al resto y que han resultado ser los menos disciplinados. Se ha controlado la inflación, los tipos de interés están en niveles históricamente bajos y se han puesto bridas al endeudamiento público que crecía de forma galopante. Todo ello sin desmontar el estado del bienestar que, supuestamente, era el origen del déficit perpetuo. El único socio comunitario que lo ha retocado a la baja ha sido Alemania, precisamente el que menos ha controlado el déficit.
El pacto ha dado mejores resultados, incluso, en el interior de los países. Uno de los éxitos más evidentes de las dos legislaturas de Aznar ha sido el haber conseguido la disciplina de las autonomías, que caminaban desbocadas en su escalada de endeudamiento y han acabado por cumplir el plan de estabilidad mejor que el propio Estado, que recurrió a meter debajo de las alfombras parte de su déficit.
Aunque los últimos datos indican la existencia de una deuda autonómica muy superior a la que se creía, las regiones han entrado, por fin, en una senda de madurez que anteriormente no habían demostrado, quizá porque el Estado cometió el error de considerarlas mayores de edad para gastar pero no para recaudar, con lo cual tenían todas las ventajas políticas que da el dinero y ninguno de los costes. Si se quedaban cortas de bolsillo, ninguna pensaba en poner impuestos, sino en reclamarlo a Madrid, lo cual resulta muy popular en un país donde todas las comunidades creen ser permanentemente agraviadas por el resto.
Ahora que las autonomías se han acostumbrado a trabajar con sus propios recursos, volveremos a tener serios problemas si desaparecen o se flexibilizan los mecanismos de control del déficit, cuando aún nos queda por resolver el agujero que está creando la sanidad, incluso en aquellas regiones que acaban de recibir la transferencia.
Esta desconfianza no es gratuita. Las autonomías son auténticas máquinas de gastar y hay pruebas objetivas de ello. Si con un control presupuestario estricto varias de ellas han duplicado en cinco años el gasto que el Estado realizaba en algunas competencias transferidas –sin aumentar sustancialmente las prestaciones– cabe imaginar qué hubiese pasado si tuviesen libertad de endeudamiento.
Si los estados rompen el pacto, la presión de las autonomías sobre el Gobierno español para, a su vez, flexibilizar la política de déficit cero va a ser tan fuerte o mayor que la presión que ejercen para reformar sus estatutos. Es decir, que en vez de un problema, habrá dos. Todas argumentarán motivos sobrados para acudir al endeudamiento y el Estado tendrá el desgaste político de no autorizarlas o el desgaste, aún mayor, de decir sí a algunas y no a las restantes. Como ocurre con las competencias, cualquier reparto siempre resultará agraviante. Si se hacen diferencias, se sentirán afectados los que reciban menos y si se opta por el café para todos, se enfadarán quienes creen tener unas circunstancias específicas. En resumen, un mal negocio económico y un mal negocio político.
Nadar en billetes
Uno de cada cuatro billetes de 500 euros emitidos por el Banco Central Europeo está en España, que parece tener un imán para atraer este tipo de papeles. Cuando salieron los primeros euros, se pusieron en circulación 13 millones de billetes de máximo valor en toda Europa, un número que parecía más que suficiente, ya que nadie auguraba éxito comercial a un papel moneda que costaba al cambio 83.500 pesetas. Pues bien, hoy sólo en nuestro país hay 70 millones de unidades, más que billetes de cinco, que se quedan en 62 millones.
Teóricamente, estamos inundados de billetes de 500 euros, pero muchos españoles nunca han visto ni siquiera uno de ellos. No están en la calle. No los acepta ningún comercio. Los bancos sólo los ofrecen a quien los pide expresamente y cada vez es menos habitual realizar transacciones de relieve con dinero. Entonces, ¿cómo es posible que la economía española necesite nada menos que seis billones de pesetas en billetes de 500 euros, cuantía infinitamente superior a la de cualquier otro país europeo?
Todas las reformas fiscales que se han realizado en España han dejado mucho que desear, pero habíamos llegado a aceptar tácitamente que la economía sumergida había aflorado en su mayor parte como consecuencia de la desaparición de la peseta y la llegada del euro. Quizá la realidad sea distinta y aunque el iceberg haya cambiado de color, tiene parecidas dimensiones por debajo de la línea de flotación.
En un país lleno de cajeros automáticos, de sucursales bancarias y acostumbrado a usar las tarjetas de crédito para todo, no tiene explicación aparente que necesite en metálico el 10% de su PIB, exactamente el doble de lo que manejan el resto de los país europeos o EE UU. La única explicación posible es la existencia de una economía sumergida muy superior a la que imaginamos. Una inmensa bola que no sólo no decrece, sino que aumenta a un ritmo espectacular (la circulación de billetes de 500 se ha duplicado en dos años) y que obviamente necesita la opacidad de un activo semejante.
Es posible que en el Banco Central Europeo piensen que en España das una patada y levantas un paquete de billetes morados, a tenor del consumo de papel moneda, pero la realidad no es esa. Debajo del asfalto no están los billetes, ni está la playa como decían los revolucionarios del mayo francés (en Cantabria, quizá sí). Lo que hay debajo es la economía sumergida, que si no ha aflorado después de tantas regularizaciones es por indolencia de quien debe controlarla. No hay otra explicación. Tenemos una enfermedad endémica que produce billetes de 500 euros como síntoma. Alguien pensará que es como tener una mina de oro pero, en realidad, es como tener una sanguijuela para el resto de la economía.