Inventario

Se esfumó

El dinero tiene la capacidad de esfumarse y ninguna ley económica puede establecer por qué. La misma inmobiliaria que hace seis meses valía 10.000 millones de euros, ahora puede adquirirse por 1.000 y la única explicación que podrían dar tanto un experto como un lego es la diferencia de expectativas de negocio. ¿Pero pueden valer las expectativas nueve veces más que el valor intrínseco de una empresa? Seguramente, no, pero es inútil tomarse la molestia de medir si un pastel vale lo que vale, lo mismo para todos, o vale en función del deseo de comérselo que tenga cada persona y en cada momento. No merece la pena el trabajo porque el precio lo pone mercado. En el caso de los pasteles, el mercado no se toma muchas molestias, y el precio casi siempre es el mismo, pero en otras ocasiones es mucho más imaginativo y volátil. Lo curioso es que ocurra en sectores maduros, como el inmobiliario, donde todo debiera estar ya muy cuantificado.
El mismo mercado del ladrillo que convirtió en magnates oficiales a ocho españoles hace un año, al incluirlos en la lista de los más ricos del mundo, acaba de mandar al ostracismo a la mayoría de ellos.
Cualquiera se preguntaría qué pasó con su dinero y no hay una respuesta fácil. Simplemente, se esfumó. Con las mismas volutas de humo con que crecía a medida que sus inmobiliarias adquirían otras más grandes, ha desaparecido y el único rastro que ha dejado está en un puñado de edificios, solares en construcción y otros sin urbanizar que no valen, ni mucho menos, lo que valía la compañía y ni siquiera el dinero que prestaron los bancos cuando medían la ola por la altura de la espuma.
El ladrillo ha sido el negocio de lo que llevamos de siglo. Desde el promotor de una docena de viviendas hasta las grandes inmobiliarias, todos se han mecido en la ola de la especulación, incluidos los bancos, los propietarios de suelo y muchos de los compradores. Pero, con todo, el mayor negocio no era adquirir pisos ni promoverlos, sino comprar promotoras. Algunas inmobiliarias se convirtieron por esta vía en auténticas aspiradoras de las plusvalías que se generaban en los escalones inferiores hasta que su propia aspiración se las ha tragado. Ahora, a esperar al siguiente ciclo, donde volveremos a ver lo mismo, pero con otros protagonistas.

No era la economía

En el debate Clinton-Bush padre se forjó la idea de que la economía es la única clave que explica el comportamiento de los electores. Todos los analistas fueron iluminados de repente en los arcanos de la ciencia electoral. Era muy sencillo dejarse seducir por una idea tan simple: Si la economía va bien, la gente prefiere seguir con el mismo gobierno; si va mal, lo cambia.
Desgraciadamente, las simplezas son solo eso. Y quienes han apostado una y otra vez por esa hipótesis se han equivocado tan reiteradamente que casi podrían sacar la conclusión contraria: La respuesta del elector responde a cualquier cosa, menos a la economía.
Si hubiese sido la economía, los norteamericanos no hubiesen optado por Bush hijo en el 2000, después de ocho años de euforia económica con un gobierno demócrata. Si hubiese sido por la economía, en 1993, con un descenso del PIB –algo que se ha visto pocas veces– los españoles hubiesen optado mayoritariamente por Aznar y no por Felipe González y en 1996, en plena recuperación, hubiesen apostado por González y no por Aznar. Y en 2004, con una economía a velocidad de crucero, nadie hubiese cambiado de caballo arrojando al PP del poder.
En cada una de estas elecciones los votantes no tuvieron en cuenta para nada la situación económica. Tampoco lo hicieron cuando las cosas iban mal o muy mal: en 1979, en plena crisis, y en 1986, en plena reconversión, optaron por renovar su confianza a quienes estaban en el poder.
Con estos precedentes, bascular toda la campaña electoral sobre la crisis económica, como ha hecho Rajoy, era demasiado arriesgado. El electorado español es posible que haya interiorizado la aparición de una crisis general, pero todavía no la considera su propia circunstancia particular. Y, aunque así lo hiciesen los nuevos parados o quienes ya no alcanzan a pagar la hipoteca, tienen el voto demasiado definido, después de tantos procesos electorales, como para cambiarlo en función de las circunstancias, algo que la mayoría de los votantes consideraría una traición a sí mismos. Los españoles votan por principios y no por programas electorales o por la gestión realizada. El programa es desconocido para la mayoría y la valoración de la gestión, lo más que puede producir es el no voto, es decir, la abstención.
Rajoy se ha equivocado al elegir el terreno de juego pero el problema del PP viene de más lejos: Durante cuatro años ha cultivado un discurso que puede dar muchos votos en ambas Castillas, en Levante o en Madrid, pero que hunde las expectativas electorales del partido en el País Vasco o en Cataluña y sin diputados en esas dos comunidades es imposible alcanzar el gobierno de España.
Rajoy se ha dejado llevar por los hooligans internos y, a su pesar, por los de algunos medios de comunicación próximos que se jactan de marcar el camino al líder de la derecha. Esa política da satisfacción a los simpatizantes, a la militancia y a los medios, pero no es capaz de ensanchar la base electoral allí donde resulta imprescindible y los resultados están a la vista. Los dos grandes partidos han conseguido barrer todo lo que estaba a su derecha y a su izquierda, y ahora que no queda nada que rascar por ambos extremos, resulta evidente que el esquema no beneficia a los conservadores, ya que el mapa electoral español bascula hacia el centro izquierda, siempre que la participación ciudadana supere el 70%.
Cualquier análisis sosegado de estas circunstancias aconsejaría un cambio estratégico en el terreno conservador. Si la derecha no quiere utilizar a Gallardón, el único que puede trastocar este esquema ideológico tan rígido al morder votos del centro izquierda, tendrá que ensayar, al menos, una estrategia de oposición más sutil. Amparar una maniobra como el boicot a los productos catalanes sabiendo que luego necesitaba conseguir los votos de esta comunidad sólo podría ocurrírsele a un neófito de la política y como Rajoy no lo es, resulta evidente que algunos de sus asesores, colaboradores y patrocinadores mediáticos le han hecho un flaco favor llevándole en volandas a donde, seguramente, él no quería ir.
Ahora intentará desprenderse de esas influencias, pero no lo tendrá fácil, porque cada caña se tornará lanza y quienes se sientan potenciales damnificados tratarán de moverle el sillón. Así de difícil es torcer la dinámica del aparato de un partido, incluso para quien es su presidente.

La otra unidad nacional

La unidad nacional está en peligro, pero no porque se desgajen algunas autonomías, algo que sólo podría ocurrir si todas las demás estuviesen de acuerdo, lo que resulta altamente improbable. Lo que está en peligro es el derecho de todos los españoles a tener las mismas prestaciones y eso no es producto de las autonomías díscolas, sino que se ha convertido en el pan cotidiano de todas las comunidades y de todos los ayuntamientos. El mapa se segmenta de tal forma que demasiadas cosas dependen de dónde se viva. Aquí, donde tanto nos quejábamos de la competencia fiscal del País Vasco, hemos copiado varias de sus ventajas, entre ellas la práctica eliminación del Impuesto sobre Sucesiones, de forma que ahora somos nosotros los que irritamos a otras comunidades, que no tendrán más remedio que hacer lo mismo.
No son pequeños detalles. Cantabria tiene ayudas a la maternidad muy superiores a las de otras regiones. Los médicos o los maestros perciben sueldos muy distintos según la autonomía a la que presten servicio; en función de dónde se viva, es posible obtener una renta de subsistencia o no, se puede escolarizar a los niños a una edad o a otra y hay guarderías o no.
La situación llega al paroxismo cuando se añade el factor municipal. Algunos ayuntamientos tienen programas propios de becas, de los que no se enteran más que unos pocos avisados; reservan las viviendas de protección oficial sólo para los residentes en el municipio, por lo que –por poner un ejemplo hipotético– los purriegos pudieran tener más de las que necesitan y, en cambio, alguien que tuviese su trabajo en ese municipio y viviese en otro alejado, no tendría derecho a conseguir una de esas viviendas sufragadas con el dinero de todos. Y, al excluir a quienes no están empadronados, quien no tuviese casa previamente tampoco la podría llegar a tener.
Esa segmentación de los derechos de todos los españoles riza el rizo cuando se realiza por barrios o por distritos, como ha hecho Santander al adjudicar unas plazas en los nuevos aparcamientos subterráneos. Sólo tienen derecho a optar quienes vivan o tengan un negocio en la zona, un criterio susceptible de muchísimos peros, entre ellos, cómo se delimita el distrito de referencia o por qué un trabajador de la oficina central del Banco Santander que tiene que acudir cada día al centro de la ciudad ha de tener menos derecho que un residente que puede incluso no tener coche y querer la plaza como una mera inversión, dado que se ofrece a menos de la mitad de su valor real.
Todas estas maniobras que fragmentan los territorios son populistas y solo crean agravios innecesarios y diferencias entre los ciudadanos de un mismo país cuyas consecuencias pronto se comprobarán.
Si algunas regiones juegan a atraer a los ricos de otras comunidades ofreciéndoles no pagar algunos impuestos, todas tendrán que hacer lo mismo, so pena de que en algunas autonomías sólo se quedan los pobres. Si hay regiones que pagan mucho más a los médicos, ahora que escasean, está claro que los nuevos MIR se irán a ellas y las otras comunidades, aunque los hayan formado, se quedarán con las vacantes. Si hay ayuntamientos que excluyen de las viviendas de protección a quienes no están empadronados, es evidente que forzarán a trasladarse allí a docenas de familias que viven en otros municipios donde no se hacen promociones de este tipo, provocando una emigración interior de gente con la única expectativa de ponerse en una lista y, con un poco de suerte, tener una casa.
Los gobiernos regionales y los ayuntamientos no tienen mucha autonomía fiscal pero la poca que tienen, cuando se empeñan en ejercerla, está creando diferencias irritantes con otras comunidades o con otros ayuntamientos. Si ya nos vemos obligados a sufrir los luxemburgos de turno, parece insólito que acojamos con tanto entusiasmo las diferencias que se están creando en el interior de España, porque el problema no es que en el futuro unas regiones tengan más o menos carreteras, más o menos kilómetros de alta velocidad, sino que tendrán prestaciones sanitarias, escolares y sociales muy diferentes.

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