Los hitos de la historia económica de España (11)

En 1874, un pronunciamiento militar encabezado por el general Martínez Campos proclamó a Alfonso XII como rey de España. Con ello empezó la Restauración, una época que, para lo que era habitual por entonces, tuvo una duración insólitamente larga.
A la agitación histórica que se produjo en España durante todo el siglo XIX le siguió un periodo de alternancias tan previsibles que parecían seguir la ley física del péndulo. El sabor de la época es característico y hasta se puede decir que típicamente español, si nos atenemos a ese estereotipo que nosotros mismos nos creímos, de que España consiste en zarzuelas, corridas de toros, organillos y mantones de Manila, casi todo ello producto de esa época, aunque, para ser justos, también fue la del ruido de los tranvías, los teléfonos, la luz eléctrica, los vinos, las naranjas y el aceite.
Un periodo feliz, aunque de una alegría un tanto vulgar, en el que creció por fin una clase burguesa, pero en el que el problema social, como se decía entonces, seguía sin solucionarse.

Paz y prosperidad
La paz y la prosperidad suelen ir juntas y, como consecuencia de la una, vino la otra. Bilbao se convirtió en un gran centro de la siderurgia y uno de los principales puertos exportadores de mineral de hierro de Europa. Para atender a esta industria, la producción de las minas asturianas se sextuplicó en veinticinco años. Los ferrocarriles se extendieron por toda la Península hasta duplicar su extensión. También se duplicó la producción textil de Cataluña, tanto en las manufacturas de algodón como en las de lana. Los únicos retrocesos, por la incapacidad para competir, fueron los de la pequeña industria y la artesanía.
En la agricultura ocurrió algo parecido: proliferaron los cultivos caros e industriales, mientras que los cereales decayeron. Los vinos de Andalucía alcanzaron una de las épocas más prósperas de su historia y se consagraron los de La Mancha y Rioja, en lo que tuvo bastante que ver la plaga de filoxera que atacó las vides de otros países europeos. El comercio mundial de vinos prácticamente estuvo en manos españolas durante los diez últimos años del siglo XIX. El olivo se extendió por nuevas comarcas y el aceite se convirtió en un capítulo muy importante de nuestras exportaciones. Un poco más tarde se produjo el auge de las frutas de La Rioja y los agrios de Levante, que conquistaron los mercados internacionales. En cambio, la producción de trigo se estancó o disminuyó.
El dinero corría con facilidad, se multiplicaron las inversiones y el comercio con el exterior fue más activo que nunca. El máximo exponente de todo este desarrollo económico fue la Exposición Universal de Barcelona de 1888.
La prosperidad coincidía con una etapa de rápido progreso técnico que dio lugar a una notable mejora del nivel de vida. Las ciudades crecían deprisa por el efecto demográfico y la llegada de la inmigración, de tal manera que Madrid y Barcelona superaron los 500.000 habitantes. Ahora bien, las condiciones de vida de los obreros no mejoraban en la misma medida. Había muchos más y vivían más aglomerados, de manera que su miseria contrastaba frente al nivel de vida de la burguesía.
Es posible que la diferencia económica no fuera tan grande entre un pequeño burgués y un menestral, pero la diferencia de mentalidad entre ambos era inmensa y abonaba lo que la teoría marxista denominaba lucha de clases. Por otra parte, desde 1868 los obreros habían dejado de sentirse representados por los políticos del sistema monárquico (liberales y conservadores), a los que consideran demagogos e hipócritas.
En este contexto aparecieron los primeros teóricos del marxismo. En 1870 se fundó el PSOE, aunque su crecimiento fue lento y no consiguió un diputado hasta 1901. También llegaron los seguidores de Bakunin, que introdujeron en España la ideología del anarquismo con mucha mayor rapidez, aunque su utopismo con los años fue tomando un carácter violento y degeneró en actos terroristas de gran influencia en el posterior curso de los acontecimientos.
Cuba
Mientras tanto, las cosas se empezaban a complicar en el Caribe. La importancia de Cuba se había revalorizado con el desarrollo económico, pero tal como ocurrió en la América continental, se había ido formando una burguesía criolla que deseaba independizarse. El último intento de conseguirlo fue en l895 con el llamado Grito de Baire, cuyo resultado fue una guerra de carácter general. Desde la metrópoli se envió al general Martínez Campos quien, a pesar de su prestigio, no fue capaz de solucionar el asunto con una mezcla de acción militar y concesiones políticas.
A medida que transcurría el tiempo sin resolver el problema, aumentaba más el peligro de una intervención de los EE UU. España lo sabía y envió a la isla a un pacificador mucho más drástico, el general Weyler, con 200.000 soldados. El sistema que empleó Weyler fue la limpieza sistemática del terreno y tuvo el dudoso honor de usar por primera vez los campos de concentración para retener a las poblaciones civiles en determinadas zonas con el objeto de perseguir más fácilmente a los guerrilleros, que operaban desde la jungla. Pero mientras estaban así las cosas, el presidente del Gobierno, Cánovas del Castillo, fue asesinado por un anarquista y su sustituto, Mateo Sagasta, empezó por destituir a Weyler y organizar en la isla un gobierno semiautónomo con su parlamento y su propia administración, solución tardía que no convenció a nadie.
Para acabar de poner peor las cosas, el crucero estadounidense ‘Maine’, que estaba anclado en la bahía de La Habana se hundió por causas desconocidas con buena parte de su tripulación. Los americanos le echaron la culpa a los españoles y la prensa de la cadena Pulitzer se dedicó a calentar cuanto pudo el ambiente y a exigir la guerra. El presidente MacKinley, menos encendido, intentó comprar la isla a España y ofreció 300 millones de dólares, lo que, por simple dignidad, fue rechazado por el Gobierno de Sagasta, aún a sabiendas de que la negativa significaba la guerra, que nos fue declarada en 1898.
Una guerra fácil y corta para los americanos. Tras un ardoroso debate político, se obligó a la flota a salir de puerto en condiciones realmente absurdas, dado que los norteamericanos estaban esperando en el exterior con unos barcos mucho más armados y, como cabía esperar, fue deshecha a cañonazos. España no tuvo más remedio que pedir la paz y firmó no sólo la pérdida de Cuba sino también la de Puerto Rico y Filipinas.

El ‘Desastre’
El llamado Desastre del 98 fue un drama para el país, pero no resultó tan catastrófico como cabía suponer desde un punto de vista económico.
Es cierto que quienes se tuvieron que venir a la metrópoli dejaron parte de su corazón allí y que el país perdió una fuente de riqueza. Cuba y Puerto Rico no tenían casi industria, pero producían caña de azúcar y tabaco que vendían a los EE UU, a pesar de los altos aranceles que ponía el Gobierno español, para su disgusto.
Ambas colonias tenían otro significado y es que eran mercados cautivos para el textil de Cataluña y el harina de Castilla, a pesar de que los mismos productos, o incluso mejores, los podía adquirir en los cercanos EE UU. La derrota en la guerra acabó con esa situación de privilegio, pero los capitales que estaban en las islas se repatriaron a la Península, lo que hizo que la economía nacional se encerrara más dentro de sus fronteras. Con esa importante afluencia de dinero se crearon nuevos bancos, como el Hispano Americano o Banesto, que al concentrar sus capitales en el mercado nacional dieron lugar a un aumento de los recursos y de las inversiones.
La pérdida del mercado colonial obligó al textil catalán a buscar nuevos mercados en América y los encontró en Uruguay y Argentina particularmente, de manera que en pocos años se restableció su situación, a lo que contribuyó también el proteccionismo, la estabilidad de la peseta y un crecimiento no muy fuerte pero sí sostenido de la economía española y occidental hasta prácticamente la I Guerra Mundial.
El 98 sí fue una catástrofe desde el punto de vista humano, porque en aquella guerra murieron 100.000 soldados españoles, la mayoría muchachos pobres que no tuvieron las 2.000 pesetas que costaba librarse del servicio militar. Para constatar que todos los que pudieron pagar rehusaron ir a Cuba basta señalar que los ingresos del Estado por tal concepto pasaron de los nueve millones de pesetas de tiempos de paz a 42 millones.
Dentro del estado depresivo nacional, la reacción teórica más significativa frente a la pérdida colonial fue la protagonizada por Joaquín Costa y los regeracionistas, que lanzaron un mensaje de gran contenido agrario en el que proponían construir pantanos y canales para remediar la histórica pobreza de los campos españoles, y cuyo programa se resumía en el eslógan “escuela y despensa”.

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