Inventario
¿Trabajadores de 67 años?
La lógica de los números no siempre es la lógica de las personas, por muy racionalistas que nos hayamos vuelto. Por eso, algunos cálculos salen y otro no. Como han podido demostrar los premios Nobel de Economía de este año, en el mercado de trabajo la oferta y la demanda funcionan cuando funcionan. A grandes rasgos, la teoría puede darse por buena, pero cuando se hila más fino, hace aguas, sobre todo en España donde tiene más agujeros que un cedazo.
Con la jubilación pasa algo parecido. Es obvio que la manera de conseguir que encajen las cifras de la Seguridad Social es tener más cotizantes y menos pasivos, pero las tablas de población indican todo lo contrario, cada vez habrá menos currantes para sostener a más pensionistas. En los últimos años nos hemos hecho trampas en el solitario al sentirnos muy ufanos de la entrada de muchos más cotizantes en el sistema y, por tanto, de la llegada de un jugoso superávit. Por la misma regla de tres, el cajero de un banco debería sentirse eufórico si llegan muchos clientes para hacer depósitos y pocos a retirar dinero, pensando que toda esa liquidez es el excedente de su entidad. En realidad, ese dinero es de otros y antes o después habrá que devolvérselo. Puede que en el caso de los cotizantes de la Seguridad Social pasen décadas hasta que lo demanden, pero lo que es seguro es que habrá que retornárselo vía pensiones, tanto da que sean españoles como que sean extranjeros. En consecuencia, ese superávit no es más que un engañoso efecto temporal, que puede tranquilizanos, a la vista de que demora el problema, pero no hacernos creer que está resuelto, una sensación que transmiten muchas veces los políticos y los propios técnicos.
Hay una solución aparente, que emplean muchos países, el capitalizar las aportaciones negociando ese dinero. En España, la Seguridad Social lo tiene prohibido. Sólo puede recaudar con una mano y entregar con otra lo que obtiene, lo que garantiza que nada se perderá por el camino, aunque tampoco se incremente nada. Este sistema, llamado de reparto, es muy conservador, pero en este terreno, la clientela suele preferirlo así. Por muchas incertidumbres que se siembren sobre las pensiones públicas, la inmensa mayoría de los españoles está convencida de que el día que se jubile cobrará, mientras que nadie tiene la misma seguridad con los sistemas privados, que utilizan métodos más o menos especulativos de capitalización. De hecho, en España los planes privados de pensiones han tenido poco éxito y menos aún cuando su clientela ha comprobado que, en muchos casos, su dinero, en lugar de crecer, ha diminuido. Un hecho al que apenas se hace referencia en toda la polémica sobre las pensiones, lo que demuestra que quizá haya más de un interés inconfesable en extender todo tipo de sombras sobre el sistema público que, al día de hoy, no ha dado ningún disgusto a nadie.
Los españoles confían en la Seguridad Social más de lo que creen los críticos y los liberalizadores a ultranza, que casi siempre son también ultraconservadores. Pero eso no impide que haya una conciencia clara de que necesita retoques para ser sostenible en el tiempo. Si las pensiones no pueden perder poder adquisitivo sólo quedan dos opciones: encarecer su consecución, con una base de cálculo más amplia o alargar la vida laboral, y al parecer el Gobierno pretende echar manos de las dos.
Aparentemente, ambas son técnicamente sencillas, pero en la práctica, al menos la segunda, choca con esos agujeros del mercado laboral en los que no se cumple mecánicamente la ley de la oferta y la demanda. No nos engañemos, el problema no está únicamente en la escasa predisposición de los trabajadores por dilatar su vida profesional. Aunque la ley diga que deben permanecer en su puesto hasta los 67 años, ¿a cuántas empresas les interesa tener un operario con esa edad? Por supuesto, a ninguna constructora, a ninguna agencia de transportes y a nadie cuya actividad se ejerza en unas mínimas condiciones de riesgo o penosidad. En teoría, las interesadas podrían ser aquellas con trabajos de índole administrativa o comercial, que no requieren un desgaste físico, pero la realidad es muy distinta. Los bancos, el ejemplo más evidente de este tipo de actividad, se desprenden de sus empleados con 55, 52 e, incluso, 50 años.
La evidencia es que, hoy por hoy, ninguna empresa quiere tener trabajadores con 67 años. Sólo la Administración pública los acepta por obligación, pero también con cierta desgana, como se ha podido comprobar en las Universidades o en los hospitales, donde los médicos de más de 65 años han sido enviados a casa sin contemplaciones. Esa es la realidad: por muy sanos que estemos a los 65 y muy productivos que nos sintamos, la empresa está deseando darnos una palmadita de despedida en la espalda. Así que al retrasar la jubilación corremos el riesgo de aumentar las prejubilaciones. Es decir, lo comido por lo servido.
Demócratas
Revilla aseguraba que en el palco de autoridades de la última fiesta de la Hispanidad había una tensión irrespirable. Probablemente sea cierto. En las dos últimas legislaturas hemos vivido a lomos de la crispación y no precisamente por la crisis económica, que debiera ser lo más crispante, sino por otros asuntos, como el estatuto catalán, el agua o el apresamiento del ‘Alakrana’.
La más reciente debe tener causas múltiples, pero en el fondo sólo hay una, el enfado de una parte de la población con Zapatero, que no está dispuesto a darles el gusto de dimitir e incluso se rearma con un nuevo gobierno y unos pactos presupuestarios que le permiten acabar la legislatura.
Hay que reconocer que entre los que abucheaban en el desfile, que nunca fueron votantes suyos, y los de la huelga general, que sí lo son, el presidente parecía atrapado antes de la remodelación del Gobierno. Pero quizá no tanto como para que se viva una tensión semejante. En Francia, Sarkozy lleva nueve huelgas generales, algo que hubiese sido insoportable en España, y no se le mueve un pelo de su cuidado tupé ni existe una tensión institucional parecida. En Gran Bretaña, quizá por la flema, el primer ministro Cameron ha convertido en un calcetín reversible su programa electoral en solo unos meses, anuncia medio millón de despidos en la Administración y no parece que los votantes estén muy molestos. Lo están más, en cambio, los del liberal Clegg, al que no perdonan la alianza con los conservadores y, mucho menos, las concesiones que se está viendo obligado a hacer para evitar la caída del Gobierno.
Problemas hay en todas partes pero la crispación parece un patrimonio exclusivamente español y no es para sentirnos orgullosos de ello. Nos falta fair play y nos sobran ganas de desalojar a quien está en el poder, por las buenas o por las regulares. Y es curioso que eso ocurra cuando sobra tanta complacencia con los delincuentes con cargo. Es probable que algunos de los marbellíes que llamaban chorizos a los acusados del Caso Malaya a la entrada del juicio les hayan votado en más de una ocasión. Basta recordar que Gil prácticamente sacaba todos los concejales en las elecciones y nadie se engañaba sobre sus trapicheos urbanísticos. Sus sucesores, ahora que ya no tienen poder, no hacen tanta gracia. Quizá no se aprenda a ser demócrata tan espontáneamente como suponíamos.
Todos desnudos
Desde hace algunos años se ha impuesto en las empresas occidentales algo que se llama responsabilidad social corporativa, una bienintencionada iniciativa para que las empresas, además de ganar dinero, lo hagan con respeto al mercado, a sus trabajadores, a sus accionistas y al medio ambiente. No es fácil saber si las empresas son mejores o peores que antes pero sí es cierto que son algo más transparentes. Pero tampoco es fácil saber si esta transparencia se produce por el cambio normativo o por el destape colectivo al que se ha lanzado esta sociedad.
El desprestigio de los políticos es consecuencia de la cercanía con que seguimos todo lo que les ocurre, de la mañana a la noche y el propio De Gaulle reconocía que no hay grandes hombres para sus ayudas de cámara. A los jueces les seguíamos la pista a mucha más distancia y eso mantenía su prestigio, hasta que han caído en las garras de las polémicas diarias. También la Iglesia parecía, por definición, estar por encima del bien y del mal, y ahora sabemos que bastantes de sus más conspicuos representantes sólo están a medio camino entre uno y otro.
Los focos nos humanizan a todos y envilecen a muchos. Es bueno, porque afloran verdades desconocidas y es malo porque la sociedad se queda sin referentes morales y los cambia por personajes disparatados fabricados por los medios de comunicación. Y así hemos llegado a laminar, uno tras otro, a todos los estamentos. Faltaban las empresas que, por su condición colectiva, parecían ajenas a esta ola de exhibicionismo, y ya han entrado en el ajo. En los últimos meses hemos visto de todo. El presidente de Eulen, con 83 años, sufre un golpe de estado por parte de sus hijos, que intentan desplazarle del poder, probablemente por haberse casado con su secretaria de 45 años y el efecto que eso produce sobre la futura herencia más que por discrepancias con su gestión. Hemos celebrado la junta general de la principal galletera española en un coche; a la propietaria sus hijos no le dejaron entrar en la fábrica que fundó su marido. Hemos sabido que Llongueras ha sido despedido por fax de su propia empresa por una de sus hijas, enfadada por las competencias que el atrabiliario peluquero ha entregado a su segunda esposa, y asistimos perplejos a la petición de la hija de la dueña de L’Oreal, la mujer más rica de Francia, para que el juez incapacite a su madre como demente, por el hecho de que la coqueta y bien conservada anciana se ha prodigado en regalos multimillonarios a su novio fotógrafo.
Es muy probable que en el pasado ocurrieran cosas parecidas y que los asuntos amatorios hayan condicionado más asuntos empresariales que los análisis técnicos, pero entonces no se ventilaban en los medios de comunicación. Las empresas podían aparecer en las páginas salmón pero nunca en las rosas. Y una vez enseñado el plumero, ejecutivos y grandes emprendedores acaban teniendo el mismo nivel de crédito o descrédito que el resto de las instituciones. El propio presidente de la CEOE ha tenido que dejar el cargo a consecuencia de una absoluta pérdida de credibilidad tras la quiebra de sus compañías, relatado con un goteo de informaciones en las que no se hace referencia alguna al sacrificio de su patrimonio para tratar de contener el derrumbe.
En este empeño colectivo por convertir la ciénaga en el común denominador de todo cuanto se mueve sobre la Tierra, ¿realmente queda alguien que pueda dar ejemplo de algo?