La huida del tiempo

Si solo estamos hechos de tiempo, la cuestión, a mi modesto parecer y entender, resulta bastante sencilla: ¿Qué demonios hacer con él? Hay muchas maneras de utilizarlo. Tal vez demasiadas, pero, lamentablemente, ninguna de ellas ha satisfecho la aspiración más profunda de quienes habitamos este planeta: permanecer jóvenes para siempre.
No cabe duda que la mayoría de las cosas que hacemos nos mantienen ocupados, nos procuran cama, techo, comida, problemas, amigos y, en el mejor de los casos, hasta placeres tan sutiles como conciliar el sueño todas las noches sin tener que recurrir a los tranquilizantes. Lo que hacemos con el tiempo en cierto modo nos limita, pero también define nuestra personalidad, nos sitúa ante nuestros semejantes, tanto para bien como para mal, e incluso, a veces, tan solo a veces, nos proporciona dinero.
Los hombres y las mujeres siempre hemos tenido la ilusa pretensión de utilizar nuestro tiempo de la manera más provechosa posible, pero como en esta vida todo son puntos de vista, hay quien considera que la manera más provechosa de transitar por esta corteza terrestre es hacer crucigramas, componer sonetos, extirpar tumores, anotar asientos contables, sobornar concejales de urbanismo, mentir hasta el delirio como los portavoces de los partidos políticos, soltar melonada tras melonada como Leire Pajín, tirarse adolescentes medio putas como Berlusconi, vaticinar la inmediata llegada del Apocalipsis como los analistas que trabajan para los numerosos medios de comunicación hambrientos de catástrofes o azotarse la espalda con ramas de abedul sobre lo alto de una colina batida por el viento boreal…
En fin, cada quien es cada cual y, como contra gustos no hay disputas, no voy a ser yo quien les indique cuál es la manera más provechosa de transitar por este desquiciado planeta –para eso ya están los curas, los tertulianos, los psicoterapeutas, los diseñadores con vocación pedagógica, los cocineros con vocación filosófica y Federico Jiménez Losantos–. Pero, desde la modestia que conlleva el ser un simple periodista sin más entendederas que los muchos años dedicados a este desprestigiado oficio, a mi juicio una de las maneras más decentes de estar en el mundo actual es ayudando, en la medida que se pueda, a la cantidad de desgraciados que todos los días sufren las consecuencias de un destino adverso; o sea, a los enfermos, los parados, las víctimas de la violencia, los más de dos mil ochocientos millones de trabajadores que ganan menos de dos dólares al día o a los casi cinco millones de niños que cada año mueren de hambre en el mundo. Por cierto, sin necesidad de salir corriendo para socorrer a los haitianos o para trabajar de cooperante en las selvas amazónicas; que también resulta bastante apropiado dedicar parte de nuestro tiempo, nuestro dinero o nuestro esfuerzo a ayudar a quienes, a nuestro alrededor, están padeciendo, realmente, las consecuencias del cataclismo económico provocado por los habituales estafadores de siempre, en el supuesto, claro, de que no se apropien del poco dinero que nos queda.
Debido, tal vez, a estas circunstancias y a otras consideraciones menos altruistas pero más prácticas, llega un momento en la vida en que te preguntas para qué sirve lo que haces y si no te lo preguntas siempre hay un alma caritativa que se toma la molestia de planteártelo. La otra noche, por ejemplo, en un bar minúsculo, brumoso, lánguido, refugio de fumadores y decorado con fotografías de cuando Castro Urdiales todavía no se había convertido en un delirante batiburrillo de disparatadas edificaciones, una estudiante de alguno de esos numerosos masters que, supuestamente, te capacitan para administrar empresas y casi tan hermosa como vivir dentro de una canción de Emmylou Harris, me preguntó para que demonios servían los artículos que escribo. Como hace ya muchísimo tiempo que, además de dinero, carezco de vanidad, le contesté que seguramente para nada pero, bueno, como en esta vida, cuando no se está tratando de mejorar la vida de los demás, todo es entretenerse, es la manera más barata que he encontrado para entretenerme. Después de todo, ¿para qué estamos en este disparatado mundo si no es para perder el tiempo?
Hay quién pierde el suyo tocando el clarinete, saltando de cama en cama, contemplando un partido de fútbol tras otro, vendiendo pólizas de seguros, escribiendo libros sobre la influencia de la halitosis en la literatura rusa del diecinueve, dictando cartas comerciales a la secretaria de turno, haciendo casas con cuatro ladrillos mal colocados o siguiendo las andanzas de los concursantes que han enfangado la televisión, así que, ¿por qué no he de poder perder el mío escribiendo artículos? Y en esas estamos, bonita…. Ni que decir tiene que la muchacha era lo suficientemente joven como para no tener en cuenta ni una sola de mis palabras. Ya se sabe, juventud, divino tesoro..

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