Campanas renacentistas

No todas las tradiciones artesanales han sido arrumbadas por el empuje de la modernidad. En Cantabria subsiste aún la estirpe de los antiguos fundidores de campanas. Abel Portilla, descendiente de una saga de campaneros que se remonta hasta el siglo XVII, mantiene viva la tradición familiar en su taller de Gajano, donde continúa aplicando las mismas técnicas de fundición que usaron en el Renacimiento escultores como Miguel Angel u orfebres como Cellini.
Con materiales tan precarios y aparentemente frágiles como el barro, el cáñamo o la cera, Portilla construye los tres moldes que darán forma a la colada de bronce una vez se solidifique.
Cuando está afinado el molde interior (el macho), se construye también en barro la camisa o falsa campana. Un espolvoreado de ceniza evita que ambas se adhieran. Con cera y sebo animal se tornea esta falsa campana de barro hasta dejarla perfectamente pulida. Todavía es necesario hacer un tercer molde, también de barro, pero esta vez mezclado con claras de huevo, en una capa de cinco o seis centímetros de tacto acrílico. Cada capa de barro conlleva un proceso de secado y un posterior barnizado. Así se consiguen los dos moldes definitivos, macho y hembra, que deben ser recocidos antes de verter en ellos la colada de bronce.
La calidad y singularidad de las campanas que se consiguen con el sistema de fundición a la cera perdida (se evapora con el calor) ha convertido a este joven artesano cántabro en una referencia indiscutible en un sector en el que la mayoría de los fundidores se han decantado por técnicas más industrializadas.
Las catedrales de Santander, Tuy o Sigüenza y una multitud de iglesias dispersas por toda la geografía nacional, albergan en sus torres campanas fabricadas por Hermanos Portilla. Recientemente, la basílica de Covadonga ha instalado un carillón de nueve campanas construidas y afinadas en Gajano que pronto se ampliará con dos más. El carácter emblemático de este santuario, confiere al trabajo un significado especial, probablemente el mayor reconocimiento a la excelencia alcanzada por la firma cántabra.

Una tradición itinerante

Durante más de cuatro siglos, la familia Linares-Portilla ha fabricado campanas para las iglesias españolas e iberoamericanas. Aunque el origen de esta saga de fundidores se encuentra en Meruelo, las exigencias del proceso de fabricación e instalación de las campanas en iglesias y lugares dispersos marcaron pronto un cariz itinerante en el trabajo de estos artesanos. Hasta fechas no muy lejanas, en que la mejora de las comunicaciones facilitó el transporte de cargas muy pesadas, los fundidores realizaban el trabajo a pie de torre, en el mismo lugar en que iba a ser colocada la campana, que podía llegar a pesar varias toneladas.
Este mismo condicionante geográfico es el que llevó a Constantino Linares –el nombre más conocido de esta saga familiar– a instalarse en Madrid hace doscientos años para convertirse en proveedor de la Real Casa y comenzar a exportar campanas a Iberoamérica.
El comienzo de la Guerra Civil marcó el retorno de sus descendientes a Cantabria, primero en Vierna (Meruelo) y luego en Muriedas, donde el abuelo de Abel Portilla levantó una fundición artesanal. Desde los 13 años, Abel aprendió allí los secretos de esta técnica secular que con el tiempo se ha convertido en pasión, dada la intensidad con que vive el oficio.
Un viaje por distintas fundiciones de Europa le afianzó en la idea de que había un camino en la fabricación artesanal. En 1987 Abel abrió junto a su hermano Marcos su propio taller en Gajano, donde fabrica cerca de 250 campanas al año, piezas únicas e irrepetibles en la mayoría de los casos: “Aquí, al fundirse cualquier campana que no es de carillón –explica Abel Portilla– se destruye el molde, de manera que no se pueden hacer dos campanas con el mismo sonido”.
La búsqueda de un sonido limpio y distintivo para cada campana es uno de los secretos que más celosamente guardan los maestros campaneros. El “trazado” de la campana –las plantillas que definirán su silueta–, del que en buena medida depende la calidad de su sonido, viene a ser la firma que identifica a cada artesano.

Barro y bronce

En la calidad de los resultados obtenidos con este método tradicional influye también la forma en que el barro y la paja del molde facilitan la salida de los gases que desprende el metal fundido. La experiencia es decisiva, pero nunca existe una garantía absoluta. El vertido del caldo de metal, a una temperatura de 1.100 grados, siempre es un momento de incertidumbre para estos artesanos. Nada garantiza que el molde, que puede haber costado de 20 a 30 días de trabajo, vaya a aguantar sin resquebrajarse, lo que implicaría volver a iniciar todo el proceso. Otros fundidores han optado por sistemas de fabricación más estandarizados, utilizando moldes de aluminio que evitan este riesgo y permiten la fabricación en serie, pero la renuncia conlleva un costo en calidad.
La pureza de la aleación de bronce –78 partes de cobre y 22 de estaño– es clave para asegurar la longevidad de la campana, que pueden llegar a ser utilizadas tres o cuatro siglos. Pero no todas son de esta calidad. Gran parte de la demanda de trabajo que llega al taller procede de iglesias cuyas campanas fueron destruidas en la Guerra Civil y fueron sustituidas por otras fabricadas con aleaciones que no han aguantado el paso de poco más de medio siglo.

El auge de los carillones

El renovado aprecio por las tradiciones, al que no es ajeno el cambio de actitud de un clero que había llegado a sustituir el toque de campanas por altavoces y sonidos pregrabados, ha incentivado el interés por este elemento ancestral de nuestra cultura. El sonido de las campanas ha vuelto así a recuperar parte de su perdido protagonismo. Peor remedio tiene la ausencia de la tradicional figura del campanero. Aunque las campanas se siguen construyendo con badajo, para cuidar su estética, la desaparición de estos depositarios de la añeja sabiduría de toques y repiqueteos ha tenido que ser sustituída por martillos programables situados en el interior de la campana, que se accionan electrónicamente.
Otro mercado prometedor es el de los carillones. El uso musical de las campanas para ejecutar melodías en los relojes municipales es una costumbre que nunca llegó a desaparecer en Europa pero ahora, en Japón y en Estados Unidos los carillones comienzan a ser usados como atractivo en los centros comerciales.
Si en las campanas no es fácil, la afinación de los carillones requiere un fino oído musical capaz de conseguir la nota adecuada en cada elemento.

Una escuela de fundidores

Abel Portilla hace tiempo que desea rescatar el patrimonio artesanal dejado en la región por generaciones de fundidores, aunque hoy de esa tradición tan sólo sobrevive el taller que regenta con su hermano. Para salvaguardar su conocimiento y devolver a Cantabria una seña de identidad, ha propuesto al Ayuntamiento de Meruelo –donde ya existe un museo de campanas en el que se puede seguir todo el proceso de fabricación– la creación de una escuela de fundidores similar a la recuperada escuela de canteros. Las técnicas tradicionales que allí se impartirían podrían tener un especial interés para escultores y estudiantes de Bellas Artes, y permitiría preservar y difundir unos conocimientos cuya validez ha sido sobradamente contrastada por el paso del tiempo.

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