Turismo sin planificar

Santander ha conocido un buen verano turístico, aunque sin llegar a lo que se esperaba. Un importante número de visitantes, una cualificación de la oferta hostelera –aunque aún dista bastante de lo exigible– y un prestigio nacional acrecentado gracias, sobre todo a la UIMP y al Festival Internacional que traen esas figuras de relumbrón que son las que realmente venden en los medios informativos nacionales. Todo resultaría bien de no ser por la insuficiencia de la ciudad para contener esta avalancha veraniega. Santander hace década y media que apuesta por el turismo pero en ese plazo no ha logrado dar una mínima respuesta a las circunstancias que se derivan de esa especialización: multiplicación del número de vehículos, necesidades de infraestructuras, obligada separación de las zonas de ocio de las residenciales,etc.
El resultado se resume en una palabra: agobio. La ciudad se vuelve incómoda tanto para los peatones como para los automovilistas y mucho más para quienes han de seguir haciendo su vida habitual.
El ejercicio de cualquier actividad económica está ligado a una serie de condicionantes. Se necesita materia prima, inversiones, capital humano… y tiene unas consecuencias sobre el medio. El turismo, aunque es una industria limpia, también. Por eso, requiere una mínima planificación. No se puede improvisar permanentemente como ocurre con el emplazamiento de las ferias o con la consideración del día de Santiago como festivo o laborable. No se puede fiar la circulación del centro de la ciudad a las horas extraordinarias del cuerpo de policía municipal, que hace lo que puede para desatascar unas calles que no dan más de sí, y no se pueden simultanear las obras en arterias esenciales con la máxima presencia de vehículos.
Un ejemplo de lo que ocurre ha estado en las playas, el principal activo turístico de la capital, por mucho que nos empeñemos en ponderar los eventos culturales. En plena temporada se intenta reponer el arena desaparecida de La Magdalena (¿por qué no antes?) la Segunda Playa de El Sardinero se llena de incómodas piedras y tierras arrastradas del espigón construido para la defensa de la obra del saneamiento, que ya debiera haberse desmontado, y Mataleñas queda en parte inutilizada por los desprendimientos de rocas que probablemente tengan que ver con el famoso paseo de losas de hormigón, que ni siquiera convencía a la ministra Tocino.
En muchos casos, no se trata de problemas económicos sino de mera planificación. Santander sigue sin tener un modelo de ciudad. Cuando finalmente se vaya a acometer el distribuidor de La Marga probablemente ya no sea la solución adecuada, porque lo que fue pensado hace diez años, ya no tiene demasiado sentido hoy, cuando la ciudad manifiesta una inequívoca voluntad de prolongarse a través de una gran avenida comercial hasta Parayas. El actual cruce de La Marga o cualquier obstáculo que se consolide en esa ruta sólo contribuirá a desvertebrar el casco urbano y a causar, a la larga, más problemas.
Así como Torrelavega ha sufrido un cambio sustancial en estos últimos años, tan necesario como feliz, hasta el punto que ha influido incluso en una actitud más positiva de los ciudadanos, Santander apenas ha cambiado la cara. Durante una década, el dinero empleado en los dos túneles y la rehabilitación del Palacio de La Magdalena ha secado las arcas municipales y de eso se ha resentido todo el resto de la ciudad, que no ha evolucionado en la medida que lo han hecho el resto de las capitales españoles, y ha penalizado al resto del municipio. Un precio demasiado caro. Y lo que es peor, un pésimo urbanismo que ha dejado la ciudad exhausta de espacios fuerza a que cualquier dotación de servicios que quiera promover el Ayuntamiento (piscinas, polideportivos, parques, etc.) sólo pueda emplazarse en los extrarradios, lo que reduce su utilidad.
La mayor parte de estos problemas provienen de una forma de hacer política a cortísimo plazo que en el mejor de los casos resuelve un problema hoy pero crea dos mañana. En realidad, no es un mal exclusivo de Santander. La comercialización de la costa sin orden ni concierto ha llenado muchos bolsillos durante diez años, pero los efectos los vamos a sufrir durante décadas. Por lo pronto, ya nos vamos a ver obligados a pagar !más de 2.000 millones de pesetas! por el desafuero de la Ría de Ajo, mientras los causantes del desaguisado siguen ocupando altos cargos del Gobierno Regional y nadie ha pedido responsabilidades.

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