Un gigantesco error de cálculo

En la primera legislatura de José Joaquín Martínez Sieso se daba por seguro que con algo menos de diez mil millones de pesetas se podían hacer cuatro magníficos puertos deportivos en Cantabria y convertir la región en la Marbella del Norte. La posición geográfica, en mitad de la Cornisa Cantábrica, y la creciente demanda de atraques por parte de nuestros vecinos vascos parecían garantizar el éxito. Quince años después, las cosas se ven de una forma muy diferente. Un solo puerto, el de Laredo, ha costado mucho más de la cifra que se barajaba para todo el conjunto, y la demanda no aparece. Es posible que la crisis tenga buena parte de la culpa, pero también es cierto que todos los cálculos técnicos han resultado muy equivocados.
En 2003 cambió el Gobierno pero la Consejería de Obras Públicas siguió en manos del Partido Regionalista, que, blandiendo un estudio de Apia XXI sobre el potencial económico de los puertos deportivos, daba por cierto que podían llegar a generar el 0,4% del VAB regional a poco que se aprovechasen las innegables cualidades de la región para la náutica. No obstante, el nuevo titular de la Consejería –por entonces, José María Mazón– ya manejaba unas cifras más realistas. El Plan de Puertos Deportivos podría costar unos 200 millones de euros. Y ese mismo realismo obligaba a replantearse su financiación: se llevaría a cabo con el apoyo de la iniciativa privada, a la vista de que había muchas empresas –o al menos eso decían los responsables políticos– dispuestas a invertir en este sector de futuro.
El concurso para la construcción del puerto de Laredo se hizo recurriendo al sector privado y seis grandes constructoras nacionales –en alianza con otras tantas cántabras– se lanzaron al ruedo. Ninguna se desanimó al constatar que la obra iba a ser mucho más cara de lo que se suponía hasta entonces. La construcción de un dique rompeolas de 750 metros de longitud y un contradique de 268 era tan caro que algunos de los ofertantes le pedían al Gobierno que pusiese nada menos que 100 millones de euros para cubrir buena parte de los costes y rentabilizar la inversión, un gasto ingente para una obra que inicialmente pensó que no le costaría nada.
Antes de convocar el concurso, el Ejecutivo ya era consciente de que, de gratis, nada. La cuantificación del proyecto había subido a 61,3 millones de euros y, como en los tanteos a las empresas interesadas comprobó que ninguna iba a correr con semejante riesgo a cambio de explotar durante 40 años los amarres que resultasen, accedió a financiar la mitad, es decir 30,65 millones.
No fue suficiente. El concesionario final fue la UTE formada por FCC con las sociedades cántabras Ascan y Puntida, que se mostraron dispuestas a hacerse cargo de una obra que valoraban en 64,4 millones de euros si el Gobierno ponía 45,8, más del 71% del gasto total. Lo que en principio iba a ser una obra privada iba camino de convertirse en una obra pública pero cedida a la explotación privada, porque la concesionaria únicamente arriesgaría 18,5 millones de euros.
Pero ni siquiera con la aportación de más de 7.500 millones de las antiguas pesetas por parte del erario público el proyecto acabó por ser rentable para los adjudicatarios. La venta y alquiler de los 740 atraques, los 200 puestos de la marina seca en tierra y las 412 plazas de aparcamiento parecían un objetivo accesible, pero no lo ha sido y mucho menos tras el incremento de costes que ha llevado el gasto total a 90 millones de euros.
La UTE adjudicataria de la concesión, que tomó el nombre comercial de Marina de Laredo, ha venido presionando al Gobierno para que asuma el sobrecoste y ya parecía tener la batalla ganada con el anterior Ejecutivo que, estando en funciones, autorizó una cuenta de compensación. Una decisión jurídicamente muy cuestionable, según el nuevo Gobierno, ya que no existe en la Ley de Contratos esta posibilidad. No obstante, la discrepancia entre el Gobierno saliente y el entrante parece estar en la fórmula y no en la decisión de pagar, puesto que el nuevo consejero de Obras Públicas, Francisco Rodríguez, ha anunciado que está a la espera de que los jurídicos encuentren la forma de abonar a la adjudicataria esos 28 millones añadidos y que esta, a su vez, se los pague a las constructoras (las propias FCC y Ascan), a las que se lo debe.
Si el Gobierno abona esta cuantía, la aportación real de la comunidad autónoma al puerto privado de Laredo habrá sido de 73,8 millones de euros, el 82% de los 90 millones que ha costado la obra. Esto supone, en la práctica, una subvención de 100.000 euros por amarre al comprador o al arrendatario. Una cantidad tan desmesurada como el propio puerto. Tampoco será fácil justificar políticamente que el propietario de un yate que busque atraque en Laredo reciba, aunque sea de forma indirecta, una subvención de más de 16 millones de las antiguas pesetas, mucho más que quien compra una casa de VPO, que sí cubre una necesidad real. Más difícil aún de digerir es que esto haya ocurrido en una obra que se dejaba a la iniciativa privada, para no recargar las cuentas públicas, y que explotará una empresa durante 40 años.
El proyecto ya no tiene vuelta atrás, pero el resultado da la razón a algunos socios del club marítimo local, que consideraron temerario lanzarse a hacer un puerto exterior cuando hubieses resultado mucho más sencillo y barato hacer uno interior, aprovechando las condiciones naturales de la Ría del Asón, el método que se emplea en la inmensa mayoría de los puertos franceses, un país con mucha más tradición en la náutica deportiva.
Mientras el Gobierno encuentra un encaje legal para hacer el pago añadido que solicitan las empresas –y expertos en derecho administrativo aseguran que será muy difícil hallarla– el nuevo puerto de Laredo seguirá siendo un ciclópeo monumento a la nada. El sueño de una época dorada donde todo parecía posible en España. Un buen ejemplo de los proyectos megalómanos que la crisis ha dejado en evidencia.

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