La huida del tiempo

El mes de diciembre está condicionado por esa cosa indescriptible, íntima, humanamente tierna de las fiestas navideñas; por todas esas estampas donde las chimeneas humean, los paisajes aparecen cubiertos por un manto de nieve, los abetos se adornan con bolas de cristal, los trineos son arrastrados por los renos de Santa Claus, los Reyes Magos del Oriente persiguen la estela de una estrella fugaz y los niños, con gorro, guantes y bufanda, cantan villancicos alrededor de una hoguera. No hay escapatoria posible. Todos los demás acontecimientos quedan relegados por la contundente presencia de las navidades en la cotidianidad de nuestras vidas; tanto en las calles como en las conversaciones, los escaparates o en los medios de comunicación. En realidad, tampoco buscamos demasiado la escapatoria, ya que durante estas fiestas los ciudadanos celebramos una serie de ficciones históricas, más o menos admitidas, que han terminado instalándose en nuestra sociedad para procurarnos unos días de merecido descanso, distracción, nostalgia o recogimiento religioso. Ficciones que, con el transcurrir de los siglos, han conseguido formar parte de nuestra tradición cultural.
La liturgia que marca el mes de diciembre tiene como propósito conmemorar el nacimiento de Jesús de Nazareth. Esta es la tradición religiosa. Los langostinos congelados, los turrones, los regalos, las borracheras, las discusiones familiares, la monocorde cantinela de los niños de San Idelfonso y los villancicos sonando a todo trapo en los centros comerciales son añadidos por nuestra cuenta. Es lo que tiene la condición humana: que, tal vez para no perderse, estructura el tiempo mediante hábitos, costumbres y rutinas, de tal modo que durante la primavera, además de seguir un régimen alimenticio, tienes que enamorarte o suicidarte; durante los días del verano tienes que tenderte sobre la arena de una playa cualquiera para broncear el cuerpo; el otoño es tiempo de comprar castañas asadas, coleccionar fascículos, releer a algún poeta olvidado en la adolescencia y rescatar del armario algún viejo jersey de lana y durante estos heladores días del invierno, lo propio es regresar hasta el pasado más remoto de la propia biografía para recobrar la infancia, los aromas profundos de las cocinas antiguas y escuchar ‘Noche de Paz’ junto a quienes han tenido la delicadeza de sobrevivir a otro año más.

Las navidades las celebramos como si fueran un hecho simple, natural, cierto, aunque, en realidad, son un engaño, pero, en fin, ya se sabe, en esta vida todo aquello que no es definitivo, o sea, la muerte, no es más que un engaño pasajero. Estas fiestas han terminado convirtiéndose en uno de los negocios más rentables de nuestro tiempo y los negocios actuales se sustentan, sobre todo, en una publicidad abrumadora que cuando no tiende a la desmesura tiende a la mentira. Las colonias, por ejemplo, no te aseguran mujeres prodigiosas. Las hamburguesas con doble de queso no te devuelven la juventud. La chispa de la vida no se encuentra dentro de ninguna botella de cola. Los coches que se anuncian por la televisión no te convierten en un hombre libre e incluso las personas que gobiernan este disparatado planeta, por más publicidad que se hagan, no suelen ser, lamentablemente, las más capacitadas. Con notables excepciones, suelen ser los más tontos o los más corruptos, lo cual explica el descomunal desbarajuste en el que siempre andamos sumidos; aunque en determinadas ocasiones, debido a una serie de mutaciones genéticas de complicada descripción, las dos circunstancias se unen provocando la aparición de uno de los animales más peligrosos, más singulares y más depredadores del planeta: el tonto corrupto; espécimen que, con inusual destreza, se desenvuelve magníficamente bien en todas las zonas geográficas y en todas las estaciones del año, navidades incluidas.
Pero, en fin, tal vez vivir consista en no hacerse demasiadas preguntas. Hacer las cosas más por instinto que por un razonamiento demasiado elaborado o hacerlas porque así nos las dictan los hábitos adquiridos o las tradiciones consensuadas. Así, cada vez que comienza el invierno, cuando los días se acortan, las nevadas se convierten en una noticia y las luces navideñas iluminan nuestros pueblos y ciudades, lo propio, según dicta la costumbre, es adornar la casa con belenes y abetos sin preguntarnos por qué. En esas estamos. El cerebro humano, por más que nos empeñemos, no ha sido diseñado para entender el universo; por eso, seguramente, a este humilde servidor y a millones de prójimos nos resulta tan cómodo aceptar la costumbre heredada mediante la cual durante estas fechas invernales no tenemos que hacer otra cosa que comer turrón, beber champagne, comprar regalos, escuchar villancicos, cebarnos con suculentos manjares y desearnos los unos a los otros un próspero año nuevo. Aceptarlo con mayor o con menor entusiasmo ya es otra cuestión.

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