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Un país contradictorio

El 20 de noviembre se acercarán a las urnas casi el 80% de los españoles con derecho a voto, uno de los mayores porcentajes del mundo, si no se incluyen los países donde votar es obligatorio. Puede parecer perfectamente normal. Lo que resulta desconcertante para un extranjero es que casi el mismo porcentaje aseguren en las encuestas estar hartos de los políticos, les consideren corruptos y crean que mienten al presentar su programa electoral.
No se puede negar que España es un país desconcertante, pero esa paradoja resulta demasiado ostensible. O bien la hostilidad contra los políticos y la política es una mera pose de moda o bien quiere decir que quienes contestan a las encuestas están hartos, pero sólo de aquellos políticos a los que no votan. También es posible que hayamos llegado al estado de putrefacción que vivía la Italia de los 70, donde la Democracia Cristiana, que se sucedía a sí misma en cada elección, llegó a hacer célebre aquella recomendación espúrea de “tápate la nariz y vota”, por supuesto, a la propia DC, un supuesto mal menor para evitar que entrasen en el gobierno sus grandes rivales, los comunistas.
El personal se tapaba la nariz y seguía votando, porque los electores hacen tantas estrategias con su voto como los propios políticos y, en muchos casos, su primera intención es evitar que gobiernen los rivales, una estrategia que se da especialmente en los electores de la derecha, porque la izquierda es bastante más crítica con los suyos y, cuando no le gustan, directamente se queda en casa.
La condescendencia con lo que se critica es muy evidente en los sueldos. La opinión casi universal en España es que los políticos cobran demasiado. Y es verdad que 60.000 euros u 80.000 euros al año pueden ser una enormidad desde el punto de vista de un mileurista o de un parado, pero también es cierto que muchos de esos mileuristas y parados se sienten ufanos de que el club de fútbol de sus amores pueda pagar los mejores salarios del mundo (hasta 12 millones de euros al año a las estrellas). Aún en el caso de que un club de fútbol sea una entidad privada, sin ayudas públicas, la cifra parece disparatada, como lo sería en cualquier empresa.
Los sueldos de los políticos son un señuelo muy atractivo para polemizar pero poco más. En Cantabria todos los altos cargos del Gobierno –y son los mismos que eran, porque todavía estamos por ver los recortes que anunciaba Diego– no suman el 1,5% de la nómina del personal público, lo que no impide que, si le preguntan, la mayoría de la población sostenga que es lo que realmente encarece la Administración regional.
La crisis ha servido para aflorar algunas de estas contradicciones. Por ejemplo, la de las cajas de ahorros, donde los miembros del consejo de administración –los políticos, para entendernos, y los representantes de algunos colectivos– cobran unas modestas dietas, mientras que los directivos se han autoconcedido a sus espaldas pensiones multimillonarias. Lo probable es que todo el mundo siga utilizando el cliché del político-chollo pero a la hora de orientar la carrera de un hijo, lo más seguro es que una familia prefiera para los suyos que entre en una caja de ahorros. Habrá acertado. O que sea amigo de los políticos, que se corre menos riesgos de perder el cargo y se cobra más. Si Aznar hubiese nombrado ministro a César Alierta, el agraciado hubiese cobrado 100.000 euros al año unos pocos años. Le hizo presidente de Telefónica y ahí sigue, con una remuneración de 8,2 millones, entre el fijo y los bonus. ¿A que hay diferencia?

Tecnología con alma

Hasta los años 80 se suponía que el futuro estaba en manos de superespecialistas, aquellos que podían llegar a saberlo todo de lo más ínfimo, especialmente lo relacionado con el átomo y la energía nuclear. Pasado el tiempo, lo relacionado con la energía nuclear sigue girando en torno a la mismas bases teóricas, mientras casi todo lo demás ha cambiado radicalmente. Y lo curioso es que no siempre lo han provocado los expertos. El caso de Steve Jobs es paradigmático: la persona que revolucionó los ordenadores, el cine animado y las telefonía no era informático, ni dibujante ni ingeniero de telecomunicaciones. En realidad, apenas pasó seis meses por la Universidad y, según él mismo declaró ante unos estudiantes de Stanford, lo que le marcó fue un curso de caligrafía, al que se apuntó por el mero hecho de toparse con un cartel muy bien rotulado.
Sin Steve Jobs es posible que las tripas de los ordenadores hubiesen avanzado más o menos lo mismo, pero no serían como son hoy, ni tendrían las mismas utilidades; tampoco los teléfonos. Simplemente porque él ha cambiado el concepto de lo que deben ser las máquinas. No basta con que tengan memoria o procesadores con una ingente capacidad de cálculo. Jobs hizo que también pareciesen inteligentes. Es más, hizo que el usuario también se sintiese inteligente, porque ni siquiera necesita un libro de instrucciones. Hasta ese momento, era rehén de informáticos vestidos con batas blancas y de un lenguaje críptico destinado a dejarle fuera de los arcanos de la nueva tecnología.
Jobs introdujo el sentido común y el humor en un terreno donde parecían excluidos. ¿A quién se le hubiese ocurrido por entonces que aquellos ordenadores de líneas verdes fosforescentes que corrían de un lado a otro de la pantalla podían servir para algo más que contabilidades, estadísticas o cálculo de trayectorias? ¿Quién se hubiese tomado en los años 70 la molestia de diseñar un aparato capaz de hacer dibujitos o de tener una docena de familias de letras distintas si para los cálculos o para hacer un informe bastaba con una sola? Seguramente nadie, porque pocos técnicos le hubiesen visto a eso utilidad alguna.
Jobs tampoco sabía nada de teléfonos móviles, ni su empresa había fabricado ninguno, pero el que hizo también ha acabado por marcar el camino a los fabricantes que controlaban el sector y se vieron completamente desplazados por el IPhone.
Esta es la enseñanza que nos deja el fundador de Apple. Las herramientas están al servicio de quien las usa y deben ser pensadas desde su punto de vista. Es en ese momento cuando se establece una relación emocional. El comprador descubre alborozado que alguien se ha anticipado a sus necesidades y mantiene su lealtad a la marca al recibir permanentes mejoras y, más aún, al comprobar que esa naturalidad en la evolución del producto choca con la actitud de otros fabricantes, cuyas nuevas versiones no son compatibles con lo que anteriormente le han vendido.
Es gratificante que productos tan sofisticados se hayan convertido en algo tan manejable y cotidiano como una manzana y sentir que el futuro no ha quedado, por el momento, en manos de los técnicos de bata blanca, mientras al resto nos reserva el papel de meros consumidores.

Aparece el dinero

Cuando un partido llega al Gobierno o está a punto de hacerlo, no tiene más remedio que optar por el realismo. Se acabaron las fantasías, se acabó la demagogia y llega la hora de arremangarse. El PP ha empezado a hacerlo, pero en demasiadas ocasiones desconcierta a los propios y a los extraños, al volver a los tics anteriores. No es de recibo que fuerce a sus presidentes regionales a decir que, si se aprobase de nuevo, el Impuesto sobre el Patrimonio no lo aplicarían en sus comunidades y cuando se lleva el asunto al Parlamento, abstenerse en la votación. El impuesto hubiese salido aprobado de todas formas, por lo que esta abstención sólo cabe interpretarla bajo la perspectiva de que Rajoy lo mantendrá si gobierna (ya lo ha confirmado). El problema es que ahora sus presidentes regionales no tendrán más remedio que tragarse sus palabras, como lo tuvo que hacer Montoro después de defender que el impuesto acarrearía nefastas consecuencias económicas.
Claro que los nuevos dirigentes regionales también son contradictorios por sí mismos. Después de cuatro meses de insistir una y otra vez en la pesadísima losa que representa el endeudamiento heredado, el presidente cántabro, Ignacio Diego, desveló que haría dos presupuestos: uno generoso, por si gana Rajoy, y otro con economía de guerra, por si sale Rubalcaba. Dos semanas después se autorectifica en esta sorprendente política presupuestaria y anuncia que su presupuesto para el 2012 sólo bajará un 1% con respecto al de este año, de lo cual tenemos que entender que habrá sólo uno y que el panorama no es tan dramático ni resultaba tan difícil haberlo presentado en plazo.
Sin detenerse en la extrañeza que causan estas idas y venidas, el que de repente aparezca el dinero que supuestamente no había es un respiro para todos. 2011 ha sido un año catastrófico, porque a la crisis de la economía privada se ha unido la parálisis absoluta de la Administración pública y esto no puede seguir así. Ahorrar resulta imprescindible, pero si se dejan de hacer obras, de dar subvenciones y se paralizan los expedientes para qué queremos mantener a miles de funcionarios que no dan ningún servicio. Eso sí que sale caro.
Para muchas empresas de la región que confiaban en que el cambio de Gobierno insuflase un poco de ánimo y empujase la economía regional en el segundo semestre del año, la situación es desesperada. La decisión de Diego de paralizar cualquier gasto hasta final del ejercicio fue un jarro de agua fría y el anuncio del consejero de Obras Públicas Francisco Rodríguez de que el año próximo apenas habrá más que actuaciones de mantenimiento era el golpe de gracia. Los que esperaban un milagro para salvarse ya no aguantaron más y esos cierres han producido, en buena parte, el histórico aumento del paro de septiembre.
El encuentro entre los responsables económicos de EE UU y de Europa para trazar una política coordinada contra la crisis ha puesto de relieve las pocas certezas que existen sobre cómo actuar: Europa quiere seguir recortando gastos. EE UU sostiene que no hay posible reactivación sin gasto público (la política que ya realizó Zapatero hasta que se acabó el dinero) y la presión de la opinión pública norteamericana es muy fuerte: Incluso los más liberales piden que el sector público fomente el empleo, bajo la premisa de que atajando el paro se resuelven todos los demás problemas: la gente vuelve a consumir, la economía repunta y el Estado ingresa, con lo que recupera el gasto realizado.
En España sabemos, por experiencia, que eso no vale para una crisis larga pero también tenemos que ser conscientes de que si el sector público –en Cantabria y en cualquier otra comunidad– no colabora en estos momentos en que el consumo interno está absolutamente deprimido, la situación será aún peor. Y hay que tener en cuenta que Cantabria, aún estando endeudada, lo está bastante menos que otras autonomías. De hecho, y utilizando los datos del propio Gobierno Diego después de revisar todos los cajones, la deuda es de 1.145 millones de euros, una cantidad bastante inferior a la que debe la televisión autonómica valenciana, gobernada por el PP, un organismo público que ni siquiera es esencial para la vida diaria.

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