Ladrillos

En estos días primeros del otoño, cuando todas las cosas en la naturaleza parecen tener un cansancio y un abandono internos, realizar un viaje por los pueblos o las pequeñas ciudades de nuestra geografía nacional puede ser una buena oportunidad para desentenderse temporalmente del fútbol, la televisión, el tedio, los índices de precios al consumo, las crecientes cifras del desempleo y la desoladora certeza de que tanto la derecha como la izquierda española aún consideran que el ejercicio de la política, en este antiguo reino de taifas ahora prósperamente reconvertido en un reino de mafias, tiene que semejarse, obligatoriamente, a una reyerta tabernaria. El viaje, además de balsámico e instructivo, también puede resultar aterrador: por todas partes uno, asombrado, no acierta a ver más que kilómetros y kilómetros de ladrillos que desfiguran comarcas enteras, convertidas ahora en muladares de hormigón que sustituyen a lo que en otro tiempo fueron hermosos litorales, bosques frondosos, arboledas que con sus anchas sombras y su rumor de hojas y de pájaros civilizaban el violento calor del verano.
Durante el viaje, a poco que se haga sin más prisas que las propiciadas por el apetito culinario del viajero, no se contemplan más que las barbaridades cometidas en nombre del progreso quedando ya, apenas, ningún espacio de respeto y belleza que no esté amenazado por la negligencia de los políticos y por la codicia caníbal de los promotores. En algunas comarcas se está devorando el paisaje a dentelladas. Los territorios del sureste nacional, sobre todo, han devenido en litorales arrasados, playas sombreadas, hoteles descomunales, pueblos destruidos, manadas de turistas borrachos, murallas arquitectónicas alzadas sobre arenales de dominio público y polvorientos campos de golf que se abrasan bajo el silencioso resplandor de un sol hebraico. Todo ello con el beneplácito de las autoridades locales que, como única disposición para ordenar su territorio, reclaman continuos trasvases de agua, como si el resto del país estuviera obligado a atender las necesidades provocadas por el demencial desarrollo demográfico que están propiciando.
En países de democracias antiguas, laicas, prósperas y asentadas en largas tardes de lluvia, bostezos, abedules, chimeneas humeantes y una gastronomía sin demasiadas especias, los dirigentes políticos no arrastran masas, no levantan pasiones y ni siquiera suelen ser muy conocidos. Me refiero a lugares como Suecia, Dinamarca, Finlandia, los Países Bajos o Noruega. Territorios condicionados por las bajas temperaturas donde los ciudadanos se saben administrados por hombres mediocres pero eficaces, aburridos pero honestos. En estas democracias los alcaldes de muchos de nuestros municipios hace ya tiempo que estarían a disposición judicial, aunque solo fuera por las disparatadas urbanizaciones que han propiciado en espacios protegidos, parques naturales, lindes costeros y arenales de dominio público, atentando no solo contra las normas más elementales de la estética sino también contra un mínimo sentido común. Pero, en fin, ya se sabe, en los países de democracias más recientes, casi todos consumidos por el sol, los curas, la corrupción y una tradicional pobreza, los dirigentes políticos tienden a confundir lo público con lo privado; hablan mucho; se significan demasiado; mienten mal; se dan una importancia que para sí la hubiesen querido los faraones egipcios y son incapaces de disimular que, en realidad, no son más que unas tristes marionetas al servicio de quienes realmente gobiernan las recientes democracias. Y, la verdad, no creo que haga falta estudiar un Master en Dirección de Empresas Detectivescas en la prestigiosa agencia Pinkerton para averiguar quiénes son los que realmente gobiernan lo que desde tiempo inmemorial se conoce como España.
La gente, en este país de virreyes autonómicos, está acostumbrada a protestar por cuestiones sentimentales. Ya saben, por todas esas cosas que se discuten en las reuniones familiares o en las cenas de fin de semanas; o sea, por las bodas de los homosexuales, la calidad meteorológica de la aldea donde reside o por sus preferencias futbolísticas, culinarias, taurinas o paisajísticas. Estos mismos ciudadanos, sin embargo, no suelen mover un músculo cuando los constructores que nos gobiernan desfiguran sus pueblos, destrozan su patrimonio histórico, taladran sus tímpanos con las hormigoneras o cuando los alcaldes de sus municipios no solo consienten este atropello sino que lo promueven.
Las obras no cesan ni cuando los modestos contribuyentes disfrutamos –o padecemos, que eso nunca se sabe– de unos cuántos días de merecido descanso. El ruido es una constante. Las zanjas, una propuesta deportiva. El polvo un bien nacional y la falta de consideración con el turista una patriótica tradición. Pero, aún así, la mayoría de los municipios, independientemente del partido político que los administre, pretenden vivir del turismo construyendo campos de golf en los secarrales, piscinas en las barranqueras, burdeles por todas partes y más y más urbanizaciones, más y más adosados, más y más edificios repletos de minúsculos apartamentos que permanecerán vacíos durante más de diez meses al año. Magnífica manera, por cierto, de resolver el problema de la vivienda.
En fin, todas las construcciones que el asombrado viajero contempla con desventura, construidas quedarán, así que nuestros desdichados descendientes, en el desdichado porvenir que les estamos preparando, si algo nos han de agradecer, seguro que será esta descomunal herencia de ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos, ladrillos y nada más.

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