Un casco urbano que se vacía
El por seis veces aprobado Plan General de Ordenación Urbana fue redactado en 2006, cuando disfrutábamos las mieles de la burbuja inmobiliaria y cualquier suelo disponible parecía poco. Por eso, sus autores decidieron calificar todo el que quedaba en el municipio, sin dejar mucho que decidir a las generaciones venideras. Se trataba de ofrecer suelo para 37.000 viviendas más, como si Santander tuviese a tiro llegar a los 250.000 habitantes. Un horizonte que ni entonces ni ahora parece probable, a tenor de que en los veinte últimos años la ciudad ha perdido 16.000 habitantes, a pesar de las miles de viviendas construidas en dos zonas de expansión: la ladera de Valdenoja-Cueto y Monte y los antiguos terrenos de Nueva Montaña Quijano.
En realidad, el casco histórico de Santander se ha convertido en un enorme cascarón semivacío. Hay edificios enteros del centro donde apenas viven dos ancianos; bloques de El Sardinero que permanecen cerrados todo el año, salvo un par de meses de verano y centenares de viviendas nuevas que se compraron como inversión, sin intención de habitarlas, y que se han quedado sin usuario ni comprador, porque quien pensaba obtener una buena plusvalía no encuentra quien le ofrezca ni siquiera lo que pagó.
Vaciamiento
Un atlas económico realizado por la Universidad de Cantabria en los años 90 ya desvelaba la peligrosa desertización del casco histórico de la ciudad, especialmente el surgido del Ensanche del siglo XVIII, donde la densidad de población es menor que en algunos pueblos. Ese proceso se ha agravado en las dos últimas décadas y el padrón de 2008 indica que en todo el casco urbano histórico de Santander sólo viven 10.700 personas, con una desproporción entre géneros muy sintomática: hay 4.783 varones y 5.964 mujeres, una diferencia que solo se da en tramos de edad muy altos, por la mayor supervivencia de las mujeres. De hecho, los mayores de 65 años que viven en el centro son dos veces y media más que los menores de 16. Otras zonas de alto valor (La Magdalena-Segunda Playa de El Sardinero o el frente marítimo) están perdiendo población a ritmos superiores al 5% anual.
La razón no es otra que la evolución de los precios de los inmuebles. Esos enormes pisos del Paseo de Pereda o de Hernán Cortés no están al alcance de las familias jóvenes con hijos, que podrían mantener el índice de reposición. Muchos están desocupados y en otros vive exclusivamente un anciano, propietario o arrendatario histórico. Cuando fallecen, no siempre son reemplazados en el inmueble por sus hijos, que ya están asentados con sus familias en otras zonas de la ciudad de más reciente construcción y más accesible de precio, o viven fuera de la región.
El resultado es un centro urbano caro, obsoleto y envejecido. Un espacio que cada vez proporciona menos compradores a las tiendas allí asentadas, y que atrae menos a las generaciones jóvenes, que no solo viven alejadas del centro, sino que cada vez se sienten menos interesadas por él.
El programa Smartcity del Ayuntamiento de Santander tendrá muy serias dificultades para prosperar en un entorno tan poco propicio, ya que muchas de las utilidades tecnológicas están referidas al centro de la ciudad y los potenciales beneficiarios resultan tener más de 60 años. Es decir, que quienes debieran servirse de ellas son las capas de población menos proclives a usar un smartphone. Una paradoja muy difícil de resolver.
La elevada edad de los habitantes del centro también conduce al vaciamiento, un problema que el Plan General no ha tenido en cuenta. Los redactores y los responsables municipales parecen mucho más interesados en colonizar nuevos espacios que en dar usos reales a los tradicionales, que empiezan a morirse. Y eso plantea un problema económico muy serio a corto plazo que no solo repercute sobre las tiendas, que se quedan sin clientes. La prestación de servicios para menos personas resulta más cara y la conservación del parque inmobiliario, también.
La enorme proporción de jubilados y clases pasivas en el centro de Santander, muy superior a la concentración que se da en la mayoría de las ciudades, hace que el drama del paro no resulte tan lacerante como en otros lugares pero resta mucho empuje a una economía que, además, es absolutamente dependiente del sector público.
¿De qué vive Santander?
Además de 55.000 pensionistas, en Santander se concentran el grueso de los funcionarios, en una proporción muy superior a la que correspondería por población y a la que se da en cualquier otro municipio de Cantabria, al concentrar las sedes de tres administraciones, la local, la regional y la estatal.
De los 19.996 trabajadores que tiene el Gobierno de Cantabria, sin incluir los interinos, viven en Santander gran parte de los 4.496 que prestan sus servicios en las consejerías y de los 4.200 que trabajan en el Hospital Valdecilla, además de un número significativo de los 7.085 enseñantes de Primaria y Secundaria. A la cifra resultante hay que añadirle la mayoría de los 1.876 profesores y trabajadores laborales de la Universidad de Cantabria.
Si alrededor de un 80% de la Administración autonómica se concentra en la ciudad, el porcentaje aún es mayor en el caso de la Administración del Estado, de la que dependen en Cantabria 5.427 trabajadores, que prestan sus servicios en delegaciones ministeriales, agencias estatales, policía, fuerzas armadas y organismos autónomos.
Donde hay un mayor reparto es, obviamente, en el funcionariado local. No obstante, el Ayuntamiento de Santander tiene casi 1.300 empleados, que hay que añadir al cómputo, además de los 300 trabajadores del servicio de recogida de basuras, los de parques y jardines, agua, gestión de tributos… Servicios privatizados que sitúan la cifra final de familias que viven del Ayuntamiento en el entorno de las 2.500.
Frente a la teoría de que la capitalidad le cuesta mucho dinero a la ciudad, la realidad es que gracias a la capitalidad se concentran en ella más de 25.000 de los 32.765 empleos públicos que hay en la región. Eso supone que gran parte de los 807 millones de euros de gasto salarial del Gobierno se quedan en la ciudad, mientras que la fiscalidad está mucho más repartida por toda la comunidad autónoma.
Santander actúa como una enorme aspiradora de la riqueza regional, ya que cualquier ciudadano de Cantabria, viva donde viva, paga aproximadamente los mismos impuestos (varían solo los municipales), pero tiene veinte veces más probabilidades de alcanzar un empleo público en Santander, donde uno de cada cuatro empleos depende de las Administraciones, que en Vega de Pas, por ejemplo.
Así pueden entenderse los efectos catastróficos que ha tenido la supresión de la paga de navidad en el sector público sobre las ventas de diciembre en Santander, algo que en cualquier otra localidad de la región tuvo un efecto mucho más diluido.
La economía privada
A su vez, la economía privada de la ciudad también está muy vinculada a esa condición de capitalidad, sobre todo en el sector servicios. Una buena parte de las oficinas del centro urbano están ocupadas por centros administrativos que, de replegarse a edificios propios, como estaba previsto, hundirían el mercado de los alquileres por muchos años.
La ciudad ha ido expulsando de su interior las actividades industriales, un proceso inevitable como consecuencia de la difícil compatibilidad de los usos. En pocas décadas dejaron el ámbito urbano o cerraron la fábrica de cervezas Cruz Blanca, la curtidora de cueros Mendicouague, Astilleros del Atlántico, el matadero Canfrisa, Tabacalera… Espacios que fueron ocupados por inmuebles de viviendas, en la mayor parte de los casos. Eso ha provocado un desplazamiento de los centros de trabajo a la periferia y una gran carencia de espacios productivos en el interior. Un problema que contribuye aún más al despoblamiento del casco urbano tradicional, puesto que las familias nuevas que se forman están más tentadas a tener su vivienda cerca de donde trabajan, es decir en Bezana o Camargo, donde además, la encontraban más barata.
El escaso suelo industrial quedaba constreñido al recinto agroalimentario de Mercasantander. Otros polígonos, como los de Raos, El Campón o Nueva Montaña tienen más carácter de centros logísticos de almacenamiento o comerciales que de espacios fabriles.
El gran centro productivo es el puerto y, vinculado a él, el complejo acerístico de GSW. La ciudad ha envuelto en su crecimiento algunas otras actividades industriales, por lo general vinculadas a la fabricación de piezas de automoción, pero las fábricas han sido sustituidas por centros comerciales, que a su vez devoran, poco a poco, al comercio urbano tradicional, cuyo titular no sabe si es mejor plantear la batalla o rendirse directamente y convertirse en rentista de su propio local.
El turismo toca techo
El sector que más expectativas había creado es el hostelero y aunque el turismo ha respondido, da la sensación de haber tocado techo en sus posibilidades. De hecho, los hoteles se defienden bajando las tarifas y cualquiera puede encontrar habitaciones a los mismos precios que tenían hace veinte años.
La ciudad no solo ha ampliado sensiblemente su oferta hotelera sino que ha extendido su periodo de apertura. Hasta la década de los 90 apenas tres hoteles importantes del centro y un par de ellos de El Sardinero abrían todo el año. Ahora, prácticamente todos operan sin interrupción. Eso ha aumentado la oferta tanto como las aperturas acumuladas en este tiempo y el mercado probablemente padezca ahora un exceso de habitaciones.
Es cierto que la ciudad tiene muchos más visitantes, pero prácticamente han desaparecido los turistas que permanecían uno o dos meses alojados y los nuevos clientes cada vez son más volátiles. A ese fenómeno hay que añadir que una parte de los castellanos y madrileños que componían la clientela tradicional de los hoteles acabaron por comprarse una segunda vivienda en las zonas de expansión de El Sardinero, cuando las comunicaciones se hicieron más fáciles, lo que también ha ido en detrimento del sector.
Estas inversiones de capital foráneo tuvieron una incidencia notable en las subidas de precios, que durante mucho tiempo mantuvieron las viviendas de lujo de Santander como las más caras del país por metro cuadrado, junto con las de San Sebastián. Un precio artificial, que también contribuyeron a inflar los inversores mejicanos y que no respondía a las posibilidades económicas de la población local. Eso provocó un efecto de riqueza, como el que vivieron Noja o Castro con la llegada masiva de compradores vascos, que no era sostenible en el tiempo.
Antes de que estos sectores que empujaron la economía de la ciudad diesen muestras de agotamiento, el anterior Gobierno regional puso en marcha el Parque Científico y Tecnológico, con la intención de reorientar la economía local y aprovechar el conocimiento de la Universidad. Una intención loable que ha chocado con la crisis, por una parte, y con la evidencia de que no es nada fácil cambiar un modelo económico que sigue basado en las pensiones, los salarios públicos y la hostelería.