Inventario
Nuestro papel se minimiza
Internet nos está obligando a todos a reinventarnos, algo que hace diez años solo intuíamos. Por entonces nos parecía que podía ser una ventana de negocio pero siempre como un complemento, nunca como actividad principal. Ahora empezamos a ser conscientes de que quizá sea la única. Por ejemplo, para los que vendemos revistas y periódicos, que en poco tiempo nos encontraremos sin kioskos donde seguir distribuyéndolos porque están cerrando a una velocidad de vértigo.
El anterior Gobierno PSOE-PRC nos lo presentó como una oportunidad, la mejor que nos había deparado la historia, la posibilidad de vender en todas partes a la vez, sin tener que abrir una red de sucursales como la de Zara o El Corte Inglés. Bastaba con la modesta inversión que se necesita para estar en la red y echarle imaginación. El éxito de un comerciante oscense de artículos de montaña apellidado Barrabés era invocado, reunión tras reunión, para excitar la imaginación de los asistentes, como se cargan las pilas de los comerciales en las convenciones de las cadenas americanas de venta piramidal.
Pero pocos tienen en cuenta que las carreteras son de dos direcciones. Nosotros podemos salir a vender a otros a los que no imaginábamos poder llegar, pero a ellos les ponemos en bandeja nuestro mercado. Y de lo que no éramos suficientemente conscientes es de que en estas batallas siempre vence el más fuerte. Poco importa que un comercio local gane por la mano, por agilidad o por innovación, porque antes o después serán las grandes marcas multinacionales las que se queden con ese mercado, ya sea por su capacidad de avanzar como apisonadoras o por el procedimiento más directo, el de comprar a ese pequeño rival que molesta. Las excepciones son mínimas.
En Internet todo esto es muy fácil de comprobar. Basta echar una ojeada a los rankings de páginas más vistas de cada país para percibir que, entre las cien primeras de Estados Unidos y España hay pocas diferencias. Figuran casi las mismas empresas. Pero lo mismo ocurre si se revisan los rankings de Francia, Alemania o Japón. Hay un puñado de marcas mundiales que se han impuesto en todos los mercados, lo que no significa que no sean destronables. De hecho, han caído muchas en los últimos diez años, pero reemplazadas por otras igual de globales, nunca por una pequeña camisería gaditana, por muy bien que haga las camisas, ni por un librero de las Ramblas.
Es cierto que hay algunas diferencias en estos rankings nacionales, pero pocas. Si se comparan las áreas temáticas presentes en estos top 100, los mercados están milimétricamente parejos, por muy distintas que sean las culturas. Una de las pocas diferencias está en el enorme tráfico que tienen en España las redes sociales (las páginas a las que más tiempo dedicamos, al parecer), mientras que en Estados Unidos, por ejemplo, las preferencias se centran en los servicios on-line. Eso no significa que en España no interesen los contenidos mercantiles, porque de hecho se supera a los estadounidenses en e-commerce y en visita a las páginas de las empresas. También se hace más uso de la lectura de los periódicos por la red y, afortunadamente para nosotros, al menos los periódicos y revistas que consumimos por Internet sí son españoles).
Tradicionalmente, los países han defendido sus mercados internos con tasas y aranceles o con restricciones basadas en la idiosincrasia local. La unión de los países europeos derribó muchas de esas barreras internas pero no podía impedir ni las distancias (el precio del transporte) ni muchas de esas restricciones que dan lugar a los nichos de mercado. Con Internet la mayoría de esas barreras han pasado a la historia, porque las webs más poderosas ni siquiera venden productos físicos que requieran un envío hasta la casa del cliente. Su servicio se obtiene y utiliza a través de la propia red, como ocurre con los buscadores, o con las redes sociales, que sacan sus ingresos de la publicidad, que tampoco requiere ser transportada. Y aún aquellos que necesitan hacer entregas físicas de un producto –como Amazon– se encuentran con sistemas logísticos cada día más evolucionados y baratos.
Así que estamos condenados a depender de no más de cien compañías mundiales cuyo escaparate es nuestra pantalla de ordenador o de teléfono móvil. El resto tendremos que buscarnos la vida en un mundo radicalmente distinto al que acostumbrábamos a vivir. Nadie nos formó para lo que viene y, desgraciadamente, tampoco parece que tenga muchas más posibilidades la generación que nos va a suceder, por muy familiarizada que esté con las nuevas tecnologías. Por el contrario, es posible que ellos aún le den más facilidades a esos gigantes trasnacionales.
Y aunque alguno de los nuestros tenga éxito, será un porcentaje mínimo, porque cada vez resultará más difícil penetrar en el coto cerrado de los gigantes de Internet que no dejan ningún hueco libre. Como las galaxias, se extienden atrapando todo lo que encuentren a su alrededor porque ningún negocio en la red les será ajeno. El zapatero a tus zapatos pasó a la historia. Ahora el que tiene una marca quiere estampar su rótulo en todo lo que sea vendible y en todo el mundo. Le basta con comprar la idea y buscar quien se lo produzca. El resto se lo pone en bandeja Internet.
La reconversión llega a quienes antes se libraron
A finales de los 70 y comienzos de los 80 España vivió una crisis semejante a la que ahora atravesamos. Las consecuencias de las dos guerras del petróleo tardaron en llegar al país, pero cuando se dejaron notar tuvieron consecuencias demoledoras. La grandes industrias comenzaron a caer como un castillo de naipes y la mezcla de sus propios problemas con las exigencias sociales de un país sobreexcitado por la eclosión de la democracia formaron un cóctel explosivo. Tampoco entonces el Estado estaba en disposición de hacer ningún gasto, porque las arcas estaban completamente vacías, y las autonomías que empezaban a nacer tenían presupuestos que ahora nos parecerían ridículos.
La crisis económica tardó muchos años en superarse pero fue eminentemente industrial. Cubiertas durante los años 60 y 70 las ingentes necesidades de equipamiento que tenía el país para alcanzar el estándar europeo, nuestras fábricas y talleres se vieron en la necesidad de reajustar sus producciones o competir en el mercado internacional y sólo una minoría se decidió por el exterior. El resto redujo sus expectativas y sus plantillas y ajustó su productividad a un mercado interno bastante más competido, donde ya no hacían falta millones de lavadoras ni de cocinas.
En la crisis económica actual lo que va a cambiar más radicalmente es el sector terciario, el único que no se había reconvertido anteriormente. Mientras que los precios industriales han mantenido un ajuste permanente desde hace años, como consecuencia de la durísima competencia que ejercen los productos exteriores, una vez que han desaparecido las barreras arancelarias y se han abaratado extraordinariamente los transportes, los servicios y la construcción se han seguido sirviendo de la ventaja de la proximidad para campar a sus anchas. Nadie puede importar casas, ni colegios, ni consultas dentales, abogados o restaurantes. O, al menos, no podía.
El problema se plantea ahora, cuando se rompen las barreras de entrada de muchos de estos servicios y llegan los dentistas que trabajan por cuenta ajena, las cadenas de hostelería low cost o las franquicias de igualas de abogacía. Unos sectores que habían defendido el territorio con uñas y dientes y que ahora ven como caen las barreras, una tras otra, sin que nadie pueda evitarlo. Y si en los 80 tuvimos que sufrir la reconversión industrial, ahora vamos a asistir a una revolución de los servicios, muchos de los cuales ni siquiera serán presenciales, sino que podrán contratarse y prestarse por Internet.
La única excepción será la Administración pública. Ahí, por mucho que se puedan llegar a realizar todos los formularios y consultas por Internet, seguirá habiendo los mismos funcionarios, porque nadie puede despedirlos. Sólo eso va a impedir que asistamos a una revolución radical del sector servicios, expulsando a tantos o más trabajadores de los que expulsó la industria a comienzos de los 80. Una purga que probablemente sea inevitable y que debiera serlo más en la Administración que en ningún sitio. Pero ese es un hueso duro de roer y ni lo intentó el PSOE ni lo intentará el PP, que ha tratado de desviar la atención hacia las empresas públicas, donde sólo está una pequeña parte del problema. El grueso está en el aparato burocrático, con tres millones de trabajadores públicos, que probablemente no sean demasiados para los estándares europeos, pero que en la España actual son insostenibles. Cuando cotizaban 22,5 millones de españoles, el ratio de funcionarios era de uno por cada ocho trabajadores; ahora que hay menos de 17 millones de contribuyentes a la Seguridad Social, ya son más de uno por cada seis. Y el problema no es que esos seis tengan que generar lo suyo y lo de un funcionario, es que, además, han de sostener a 2,3 jubilados y a un parado que cobra desempleo. Es fácil ver que, por mucha productividad que alcance cada trabajador en la economía privada, sus espaldas no dan para tanto.
Las medidas que está aplicando el Gobierno Diego van a suponer un sacrificio de empleo muy notable en sanidad y educación, lo que unido a los recortes anteriores y al que se avecina en las empresas públicas puede suponer la pérdida de más de 2.000 empleos y una sobrecarga de trabajo para quienes conserven el suyo. En cambio, en las tareas administrativas, donde la actividad ahora está bajo mínimos, todo seguirá igual o parecido, lo que resulta, por comparación, bastante injusto. Algo tiene que cambiar en el sistema público español si la estructura de personal es tan inmune a las crisis como a los cambios tecnológicos. Ni siquiera la ausencia absoluta de actividad que ahora se da en muchos departamentos, donde no hay expedientes que tramitar, supone para ellos el más mínimo riesgo. Como el baturro que iba por la vía del tren, si el mundo se empeña en ir por otro lado, allá él.