Editorial

Los otoños de antes tenían un sabor a vendimia o a nostalgias. Ahora, que nos hemos vuelto tan prosaicos, lo tienen a presupuestos. Ya lleguen en un camión o en un DVD, la foto del ministro o del consejero de Hacienda invariablemente satisfechos parece inevitable. Para un ciudadano acostumbrado a lo más insólito, como el de Cantabria, que durante quince años no vio entregar un presupuesto a tiempo, incluso puede ser un motivo de tranquilidad: la autonomía funciona.
Luego vendrán las conferencias de prensa para explicar los gastos de cada consejería, las comparecencias en el Parlamento, los debates… Dos meses enteros para manosear las cuentas públicas hasta convencernos de que son el colmo de la transparencia. Tanta que el ciudadano tiene, incluso, la oportunidad de consultarlas por Internet.
Pero la transparencia se queda en el celofán. Los Presupuestos son cada vez más opacos y no indican lo que realmente se gasta sino lo que se presume que se gastará, dos términos que pueden acabar por no ser ni remotamente parecidos. En otras palabras, que tanto trabajo por ajustar las partidas presupuestarias a comienzos de año pueden resultar perfectamente inútiles si el consejero que debía gestionarlas no las gasta o, si por el contrario, consigue trasvases a lo largo del año que aumenten la dotación inicial.

Nunca será fácil saber si lo que se gasta se gasta bien, porque la Administración pública no ha sido capaz de crear unos mínimos controles de eficiencia pero, al menos, cabe exigir que el mismo énfasis que se pone en la presentación de los Presupuestos se ponga, una vez concluye el ejercicio, en hacer balance de lo que realmente pasó con ellos. Y la realidad es que esa liquidación pasa desapercibida año tras año. Ni la opinión pública la conoce, ni el Gobierno pone ningún interés en divulgar todo lo que no hizo –algo perfectamente comprensible– ni, lo que resulta más extraño, la oposición se toma la molestia de contrastar si lo prometido coincide con lo realizado.
Si lo hiciese, resultaría evidente que sólo se acierta siempre al presupuestar el gasto de personal (como no podía ser menos) y en los consumos ordinarios (teléfono, material de oficina, energía…), y se yerra con profusión en casi todo lo demás, sobre todo en las partidas que realmente demuestran la gestión, como las destinadas a inversiones.
No deja de ser curioso que las empresas privadas se examinen ante los accionistas al acabar el ejercicio, con datos reales de lo ocurrido, y sus presupuestos sean una mera herramienta interna de asignación de recursos, mientras que en las administraciones públicas todo ocurre al revés. El énfasis se pone en los deseos, con la complacencia general, a sabiendas de que durante el ejercicio casi todo resulta distinto a como se planeó.

Además de los políticos, los periodistas somos los culpables de ese estado de cosas, por poner el foco en el lugar equivocado y, lo que es peor, ese error ha acabado por contagiar los trabajos científicos, muchos de los cuales utilizan como documento de trabajo los Presupuestos en lugar de las liquidaciones. Así, pasará a la historia que Cantabria recibió 16.000 millones de pesetas de Bruselas mientras fue Objetivo 2, cuando la realidad es que sólo fue capaz de presentar programas y cofinanciaciones para conseguir la mitad, según un balance final que pasó desapercibido al cabo de varios años. Eran tiempos peores, pero el ejemplo demuestra hasta qué punto puede esfumarse la mitad del dinero sin ningún coste político para nadie, por el simple hecho de que la opinión pública y los propios partidos dan por ingresado todo lo que figura en los Presupuestos. Por eso, tardaremos en saber cuál ha sido el balance del Objetivo 1 o quizá no lo sepamos nunca. De saberlo, quién sabe si nos esforzaríamos más en no perder el dinero que nos conceden.

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