Blanca del Piñal. SOMBRERERA:

Su rostro, de belleza clásica, parece salir de una foto de época. Sin embargo, es una mujer de su tiempo que compagina el cuidado de sus tres hijos con su trabajo como sombrerera, empresaria, bloguera de moda y profesora en una escuela de diseño de Barcelona, donde reside. A Santander, su ciudad natal, regresa siempre que puede, porque aquí le espera su familia y muchos clientes a los que atiende a través de internet y para los que pronto abrirá un showroom junto a la Plaza de la Esperanza.
P.- ¿Ante qué o ante quien se quitaría el sombrero?
Blanca.– Ante mi maestra, Charo Iglesias [una famosa sombrerera de Madrid], que me ha enseñado todo de esta profesión. Siempre intento recordar sus consejos. Una vez, cosiendo unas plumas, me dijo: “Aquí no hacemos disfraces sino sombreros para señoras”. Se me quedó grabado, porque una cosa es dar puntadas sobre la marcha y otra hacer las cosas con calidad.
P. – ¿Cuando supo que se dedicaría a vestir cabezas?
B.– Desde siempre, porque soy una enamorada del sombrero. Los llevaba desde pequeña y tenía una buena colección de sombreros antiguos pero, hasta que entré en este taller, era autodidacta, me los hacía para mí.
P.– Debían gustarle mucho para abandonarlo todo y empezar de cero…
B.– La gente me pregunta por qué no he sido sombrerera desde siempre. Es más, me he llegado a sentir un poco acomplejada por haber sido abogada antes que sombrerera, porque este es mi mundo. Terminé Derecho y estuve trabajando en un banco y en el grupo Cortefiel, primero en Contabilidad internacional y después en Compras. A los 27 años, cuando tuve mi primer hijo, cambié de vida y empecé en el mundo de la sombrerería, barriendo el taller, porque esto es un oficio. Antes de montar mi propio taller estuve cinco años trabajando gratis.
P.– ¿Se ha sentido incomprendida o simplemente distinta por llevar sombrero?
B.– Me han llamado extravagante muchas veces. Ahora nos estamos acostumbrando a llevarlo pero antes me miraban mucho más. Yo siempre he ido por libre. Mis padres son de Santander pero desde que eran jóvenes han estado dando vueltas por España, así que siempre he sido la nueva en el colegio. Eso me ha hecho más independiente, lo que opinaran los demás me daba igual.
P.– ¿Por qué se ven tantos sombreros en las pasarelas y tan pocos por las calles?
B.– En el mundo de la moda se utilizan para llamar la atención, para captar el interés de los periodistas y salir en el telediario, como cuando colocan a una chica ligera de ropa. Pero, en la calle, el sombrero te identifica y hoy la gente prefiere no destacar, pasar desapercibida
P.– ¿Todavía hay muchas personas que quieren llevarlo pero no se atreven?
B.– Sí, precisamente ese ha sido el lema del encuentro de sombreros que acabamos de organizar en Santander. “Si no te atreves, este es tu momento para coger ese sombrero que tienes guardado en el armario y venir con nosotros, porque verás que aquí el raro es el que no lleva sombrero”.
P.– ¿Eligió Santander por ser su ciudad natal o porque sabe ponerse el sombrero?
B.– Aquí acompaña el entorno y la gente tiene mucho estilo. En Barcelona, donde trabajo, es más difícil conseguir un nicho de mercado, porque estoy especializada en sombrerería infantil y allí los niños visten con un estilo muy sport, conjuntan colores imposibles y las chanclas, que no falten. En eso, Santander no tiene nada que ver. Las señoras son muy elegantes y hasta para sacar al perro se ponen unos vaqueros que les sienten bien, combinados con una americana y un gorro de lluvia.
P.– Menuda se organizó hace poco con los sombreros y tocados de algunas invitadas a la boda real inglesa.
B.– Y eso que eran bastante neutros y uniformes, a excepción de los que llevaban las primas del novio. Aunque su estilo es opinable, eran perfectos desde el punto de vista técnico. En Inglaterra ya están acostumbrados a verlos pero en España todavía nos sorprende, a pesar de que empieza a ser raro que la madrina de una boda no lleve tocado. Las mujeres los prefieren a los sombreros por precio y por ser más discretos.

Recuperar el sombrero

P.– ¿Con la desaparición paulatina del sombrero se han ido perdiendo también sus reglas de cortesía?
B.– Al principio del siglo pasado lo llevaban todos (el ferroviario, la panadera…) y servían para distinguir a una clase social de otra. Ahora se desconocen hasta los usos sociales relacionados con el sombrero, como si hay que quitárselo al entrar en una iglesia o en un ascensor.
P.– El cine es un buen ejemplo de esa evolución. Del sombrero elegante de Spencer Tracy al aventurero de Indiana Jones y a las cabezas destocadas…
B.– Cada vez se ven menos dentro de la pantalla pero más fuera de ella. Actores como Johnny Deep o cantantes como Leonard Cohen lo llevan para identificarse y separarse del resto. Yo misma me inspiraba en las películas antiguas pero ahora estoy buscando un estilo más propio, vinculado al arte escultórico.
P.– Cuando ya tiene clara la idea, ¿cómo fabrica el sombrero?
B.– Es un trabajo artesanal. Los fieltros se elaboran en fábricas de Checoslovaquia y se reciben ya con la forma acampanada. Esa campana la tienes que malear, aprestarla con vapor de agua con ayuda de teteras, introducirla durante 24 horas en una horma como la de los zapatos antiguos y añadirle los adornos y costuras.
P.– ¿Cuál es el pedido más original que le han hecho?
B.– Los más especiales son las restauraciones de sombreros antiguos y los que me encargan algunas chicas que quieren llevar en su boda una réplica del tocado con el que se casó su abuela o bisabuela. También me ha sorprendido, por la cantidad, un reciente pedido de diez capotas iguales para unas niñas que llevaban las arras en una boda
P.– ¿La sofisticación de los sombreros no está reñida con la sencillez infantil?
B.– A un niño se le viste de los pies a la cabeza y cuando apenas tienen pelo, una capota enmarca su rostro y es indiscutible que están mucho más guapos. Es más fácil cubrirle la cabeza que a una persona mayor porque, le pongas lo que le pongas, en opinión de su madre o de su abuela, siempre va a estar monísimo.
P.– ¿Por cuánto dinero podemos lucir uno de sus diseños?
B.– El precio de una diadema o capota oscila entre 80 y 120 euros; el tocado de señora entre 200 y 300 euros, la mitad de lo que cobrarían en Madrid; y el sombrero a partir de 400 o 500, dependiendo de la calidad del fieltro y de la paja.
P.– Ahora que los sombreros se están poniendo moda ¿le ha surgido mucha competencia?
B.– Dentro de la Asociación de Sombrereros de España, de la que soy secretaria, hay unos 22 socios. Uno de nuestros objetivos es luchar contra el intrusismo porque ahora, con la crisis, todo el mundo se pone a hacer tocados en casa. No obstante, cada uno tiene su estilo y no me importa que me copien, porque mis diseños son muy reconocibles.
P.– Y a usted ¿qué le ocupa la cabeza?
Muchas ideas y proyectos, como contratar a más personas para crear una familia de sombrereros ‘Blanca del Piñal’.

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