Todos los males vienen de fuera

Lo acaba de asegurar Margaret Thatcher: hay una conspiración continental contra Gran Bretaña que se encubre con piel de cordero bajo los acuerdos de colaboración militar. Lo que no ha dicho Thatcher es que hay otra parecida contra España, un país donde la magnífica actuación del Gobierno parece insistentemente boicoteada desde el exterior.
Ya se ha asentado la teoría de que la inflación es importada. Nosotros no tenemos culpa alguna. Lo que nadie explica es por qué Francia o Inglaterra tienen una subida en torno al 1,5% y España el 4%.
Todo lo malo llega de fuera, a tenor de una justificación que empieza a convertirse en mecánica, de forma que hasta el primer caso del mal de las vacas locas inmediatamente se achacó a la herencia genética de unas reses importadas.
Si la Bolsa se ha dado un batacazo, se trata de una sobrerreacción al mal comportamiento de otros índices internacionales. Ya sabemos que si Wall Street estornuda, nosotros cogemos pulmonía, pero lo que no ofrece mucha confianza es que la repercusión sea mayor en Madrid que en una economía tan ligada a la norteamericana, como es la británica. La Bolsa española acumulaba al concluir noviembre un descenso del 12%, frente al 6,67% del mercado londinense o al 0,23% del parisino.
El paro mejora gracias al buen hacer del Gobierno y cuando no mejora es por variables meramente estacionales. La culpa la tienen siempre los factores exógenos: la subida de los combustibles, de los tipos de interés, de Fischler y la UE que nos están llevando a perder los caladeros marroquíes…
Unas teorías tan simplistas no resultan de recibo. Quien manda debe responsabilizarse de todo, de lo bueno y de lo malo, o reconocer con humildad que su papel es relativamente modesto en la evolución económica, porque es la influencia internacional la que hace que las cosas vayan bien o empeoren.
El Gobierno es igual de capaz ahora que en 1998, cuando la inflación bajaba del 1,5%. Entonces se consideraba un éxito histórico del PP, gracias a las políticas privatizadoras de Rato. Dos años después, con los mismos ministros, nos acercamos a la cota de inflación que dejó el PSOE (4,6%). Eso demuestra que los éxitos de la política macroeconómica en gran parte no son atribuibles a una persona o a un partido político, sino a una coyuntura. De lo contrario, podríamos confiar de por vida en un gobierno que hubiese regido los destinos del país en unos años de bonanza y todos hemos visto que en los mandatos largos (González, Thatcher, Reagan, Mitterrand…) han pasado por momentos de gran expansión y momentos de crisis económica, en virtud de los ciclos y no de su mejor o peor hacer. El único que ha tenido la suerte de gobernar dos mandatos seguidos con una economía permanentemente expansiva ha sido Clinton, y ya hemos visto cómo se lo ha agradecido la ciudadanía al Partido Demócrata con sus votos. Que los mandatarios sean realistas y, sobre todo, más humildes a la hora de atribuirse los éxitos y así conseguirán que todos seamos más benevolentes con los fracasos.

Encerrados en nosotros mismos.

Es curioso que, mientras hablamos tanto sobre el País Vasco y sus circunstancias, apenas nos demos cuenta de cómo está evolucionando la Unión Europea. Lo que hace un siglo se denominaba política de campanario, se mantiene en una época en que los medios de comunicación ofrecen un caudal informativo inagotable sobre lo que pasa en el mundo. Sin embargo, enfrascados en lo cotidiano, apenas reaccionamos a nada de lo que sucede fuera. No nos preocupa lo más mínimo si la propuesta alemana de una Europa federal puede llegar a imponerse o el que la Cumbre de Niza haya abierto la puerta a quince nuevos socios procedentes del Este que serán nuestros competidores, tanto en producciones, como en la captura de ayudas comunitarias.
¿Realmente tiene España posición sobre la entrada de nuevos miembros en la UE? ¿Y sobre la posibilidad de aceptar después a otra quincena de países balcánicos y de ex repúblicas soviéticas que también llaman a sus puertas? La impresión es que, simplemente, nos dejamos llevar, como si en las decisiones no tuviéramos nada que ver o las repercusiones no nos afectasen. Ni siquiera tenemos proyecciones económicas de lo que nos costará la entrada de los llamados PECOS, que desviarán hacia el Este una gran parte de los fondos estructurales de la Unión, dado que provocarán un fuerte descenso de la renta media con dos consecuencias inmediatas: todas sus regiones serán Objetivo 1 y, en cambio, casi todas las nuestras que hoy tienen esa consideración quedarán fuera, por el efecto estadístico derivado de la caída en la renta media comunitaria.
Como ocurrió con las autonomías, el dibujo político de Europa avanza más deprisa de lo que creemos. En los primeros años de la Transición la puesta en marcha del sistema autonómico español nos parecía demasiado lenta, pero hoy nos sorprende que en apenas cuatro años se cambiase todo el sistema de organización administrativa del país. La construcción europea está costando más tiempo, pero nadie de la Europa de posguerra hubiese podido imaginar que en tan breve espacio, países históricamente enfrentados como Alemania y Francia renunciasen a parte de su soberanía nacional para la formación de un embrión del ejército europeo, que desapareciesen las fronteras interiores a productos, trabajadores y capitales, que todos renunciásemos a la moneda nacional y con ella a la política monetaria o que se articulase una cámara y un tribunal europeos.
Cualquiera de esos cambios supone romper con tabúes seculares y, sin embargo, se han producido casi sin darnos cuenta. La opinión pública y los propios políticos nacionales siguen juzgando, exclusivamente, lo que ocurre en la corta distancia y así puede ocurrir que acabemos convertidos en una región más de una Europa federal mientras permanecemos enfrascados en nuestra polémica regional interna. Seguimos midiendo en centímetros mientras el mundo mide por metros.

Sorpresas

Siempre he sospechado que la sociología política erraba al dar por sentado que un gobernante que tiene éxito económico, se asegura la reelección. Aunque pueden encontrarse ejemplos sobrados de lo uno y de lo otro, el más reciente es el resultado del Partido Demócrata norteamericano. Después del periodo más largo de crecimiento ininterrumpido de su historia, con unas tasas medias de aumento del PIB cercanas al 5% y con una economía que ha derrotado al yen y al euro, sus teóricos rivales, como si fueran armadas de liliputienses, los americanos castigan electoralmente a quien les gobierna y se van con el partido opositor.
Nadie ha explicado hasta ahora los motivos. Antes fallaban las encuestas, pero ahora falla la propia sociología. ¿Por qué ocurre tan insólito viraje político en estas condiciones? ¿Por qué la clase media americana, que ha obtenido unas ganancias espectaculares en Bolsa quiere cambiar? ¿Si cualquiera de nosotros tuviese un gestor que le hubiese hecho ganar una fortuna, lo despediría para irse con otro del que no tiene ninguna referencia, excepto que es más conservador?
Todo ello plantea muchas dudas, y pone de relieve que los electores tampoco votan con la mano en la cartera. Hasta ahora, lo único que nos había quedado claro es que no era suficiente con un candidato fotogénico, como se creyó hace algunos años, porque ahí están para desmentirlo Pujol y Fraga, capaces de resistir a cualquier embate electoral.
Cada vez es más notorio que los factores que influyen en el voto son muchos más de los que nos han hecho creer, y la mayoría de ellos no están basados en la racionalidad, sino que son emocionales. Como exponía un eminente periodista norteamericano, para tripular el Air Force One, el avión del presidente, los ciudadanos estadounidenses no admitirían a nadie que no presentase el mejor currículo como piloto de sus fuerzas armadas; sin embargo, para gobernar la nave del país, el más poderoso del mundo, bastaba con alguien que, visto por televisión, pareciese simpático. Quizá eso justifique que, en lugar de hablar de sus programas, ambos candidatos se hayan esforzado en presentarse como unos tipos joviales y bromistas, capaces de reirse de sí mismos y más duchos en la gestión de su propio hogar que en geografía, porque al fin y al cabo, al americano medio le importa muy poco que su presidente no tenga ni idea de dónde queda Colombia.
Esta es la realidad. Y la realidad es que en momentos de euforia, las decisiones se toman con más alegría. Hay más predisposición al cambio y a probar algo nuevo. Por el contrario, en los periodos difíciles, el temor a que todo pueda empeorar supera en muchas ocasiones el deseo de probar una alternativa distinta. Santa Teresa ya aconsejaba que en tiempos turbulentos era mejor evitar las mudanzas.
Las razones que motivan el voto son muy complejas y una de ellas es el miedo, sobre todo el miedo al cambio. Hay un porcentaje de electores muy significativo (alrededor de un 15%) que votan a quien está en el poder, sea quien sea quien lo ejerza, lo que viene a ser algo así como aferrarse a lo malo conocido, por mucho bueno que quede por conocer. Pero ese conservadurismo es mayor en los malos tiempos. La inseguridad crece y en muchas ocasiones, el referente del Gobierno se fortalece como el único clavo al que agarrarse. El Gobierno socialista encontró más respaldo social para realizar la reconversión en los años más duros de la economía, que para repartir la riqueza cuando llegó, y basta recordar la huelga general de 1998. Por eso, no se pueden sacar conclusiones demasiado simplistas. La buena economía también puede derrotar a un Gobierno y el intento de Chirac por conseguir la mayoría absoluta aprovechando la coyuntura ya vimos que no sólo no le aportó más escaños, sino que le echó del poder.

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