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Lo que piensa el español medio

España dejó de ser diferente, pero no tanto. Por algún motivo que quizá está incrustado en el imaginario colectivo o en la experiencia de la Dictadura, el patrón mental de los españoles no coincide del todo con el europeo y está a años luz del norteamericano. El último estudio del German Marshall Fund lo vuelve a poner de relieve tras sondear la opinión de europeos y estadounidenses con respecto a los mismos temas. Y las diferencias de criterio son muy notorias. Por ejemplo, frente al terrorismo. Dos países que lo han sufrido tan intensamente en sus carnes como España y Estados Unidos coinciden en ser los más preocupados por una escalada global, lo que en teoría parece respaldar la alianza de Bush y Aznar, pero esa es solo la teoría, porque la percepción del problema es diametralmente distinta, algo que no supo ver el dirigente español. Mientras los americanos confiaban en la guerra como solución a corto plazo, los españoles estaban mayoritariamente convencidos de que eso sólo alimentaba la hoguera.
La encuesta alemana indica que toda Europa se ha alejado progresivamente de las tesis del presidente Bush, cuyo nivel de aceptación en el Continente ha caído hasta un crítico 17% y quizá eso haya contribuido, también, a reducir los niveles de simpatía hacia los EE UU en general. Pero el caso de los españoles es francamente llamativo, no sólo por ser todavía más críticos que el resto de los europeos hacia el aliado norteamericano, sino porque damos la nota en casi todo. Somos, con mucho, los más preocupados por el calentamiento del planeta (será porque aquí hace más calor que en otros países europeos); por el fundamentalismo islámico (quizá porque nos pilla más cerca); por las pandemias (quién sabe por qué); por la dependencia energética; por el terrorismo internacional y por la inmigración. Incluso estamos casi tan preocupados como los estadounidenses por la posibilidad de que Irán llegue a tener armas nucleares o por la crisis económica, ahora que vivimos años de bonanza.
¿No será que nos excedemos en las preocupaciones? Si lo comparamos con el distanciamiento con que se toman otros países los mismos problemas, parece que una pizca de histeria sí que nos sobra, pero también es verdad que seguimos siendo los más forofos de la Unión Europea (mucho más que quienes la inventaron) y aspiramos a que adquiera una fuerza política que relegue, poco a poco, la estructura de la OTAN.
La forma de pensar de los españoles sobre temas generales está claro que coincide mucho más con la de Zapatero que con la de Rajoy, y está muy lejos de la que anteriormente defendía Aznar. Aunque una cosa sea lo que piensan y otra lo que votan, el PP debiera reajustar algunos de sus mensajes para coincidir con una mayoría que, curiosamente, aspira a vivir como los norteamericanos, a comer como los norteamericanos y a comportarse como los norteamericanos, pero que, a la vez, es enormemente crítica con los dirigentes estadounidenses y la más europeísta en su concepto del Estado y de la política internacional. Quizá sea cuestión de tiempo el que las opiniones coincidan con las actitudes, pero como las elecciones están a la vuelta de la esquina, Rajoy y el PP debieran captar el mensaje que les envía el instituto alemán para acercarse un poco más a la compleja forma de pensar del español medio.

Jauja estaba aquí

Antes de las elecciones regionales ya pudimos ver que no hay colectivo, por pequeño que sea, que no merezca la atención del dinero público si aporta un puñado de votos, aunque luego resulte que los agraciados son muy desagradecidos, olvidadizos o no se fijan en la cara del benefactor y le dan el voto a quien ya tenían pensado previamente. Jauja no debía ser muy distinto a lo que estamos viviendo en España porque, cuando ya parecía que se había pasado la oportunidad de poner la mano, viene la cosecha de las generales con otro chaparrón de dinero. Con la nueva campaña tenemos 2.500 euros, al menos, por cada recién nacido, remuneraciones para los cuidadores de personas dependientes, jugosas deducciones en los alquileres para los jóvenes, cobertura para la salud bucodental y hasta autobús gratis en Santander para las familias numerosas.
Aunque no vivamos en un emirato petrolero, el dinero público en España se ha vuelto inagotable porque, además de esta catarata de nuevas prestaciones, todas las autonomías van a recibir inversiones sustancialmente más elevadas que en el último ejercicio. Y todo esto se consigue, al parecer, sin echar mano del déficit y rebajando la deuda pública estatal a niveles históricos. Nadie podrá negar, por tanto, que estamos en disposición de ofrecer a la historia una versión corregida y mejorada del milagro de los panes y los peces.
Pero lo más insólito no es lo que se da, sino lo que se pide. Por desmesuradas que parezcan las ofertas, nadie quiere darse por satisfecho y no hay partido que no tuviese una propuesta mejor: el PP había previsto en su programa 3.000 euros por hijo; los catalanes han conseguido que para algunos casos la cuantía sea aún mayor; los conservadores quieren una rebaja real de impuestos y no la mera deflactación de las tarifas, y todas las autonomías reclaman más dinero.
Puede que España se haya convertido en un país rico sin darnos cuenta y puede que estemos viviendo un espejismo, pero esta borrachera de concesiones necesita sosiego. No somos un país asiático que acaba de descubrir el milagro económico del capitalismo y lo necesita todo para ya mismo. La nuestra es una trayectoria mucho más larga y los electores hace tiempo que dejaron de ser, afortunadamente, aquellos jornaleros a la espera de que el patrón repartiese, sin saber si habría para todos. El voto está lo suficientemente asentado y la población lo bastante madura democráticamente como para que no necesitemos esta política de subastas, que no demuestra ninguna lucidez en quien da y menos aún en quien reclama todavía más.

Cuentas con imaginación

Muy pocas cosas han vertido en España tanta tinta como la post-Expo y sus cuentas. El hecho de que después de los Juegos Olímpicos y de la Exposición de Sevilla, el país pasase de la lujuria económica a una severa crisis sirvió para que cualquier investigador social de medio pelo encontrase una relación evidente entre un acontecimiento y otro, sin tener en cuenta que en la economía global las ondas expansivas y las recesivas casi nunca son particulares de una nación.
Se podría argumentar que el complejo Terra Mítica, desarrollado por la Generalitat Valenciana, lleva perdido mucho más dinero de lo que en su día perdió la Expo, sin que nadie se atreva a pronosticar que el parque temático de Benidorm será la causa de todos nuestros males futuros. Pero el cambio de opinión con mayúscula llega con la Ciudad de las Ciencias, otro macroproyecto valenciano, que ha consumido ingentes cantidades de dinero. A pesar de que la sociedad pública que lo explota no tiene que amortizar los costes de la construcción –si tuviese que hacerlo las pérdidas serían estratosféricas– el pasado año se dejó por el camino 45 millones de euros y, lo que es peor, sufrió un descenso de visitantes del 10%.
Los políticos con oficio no se arredran ante ningún mal dato y el consejero de turno consiguió hablar de beneficios en la presentación de las cuentas. Le bastó con añadir un sumando a los ingresos, un concepto tan relativo y difícilmente cuantificable como la “rentabilidad social”, es decir, aquellos otros beneficios que produce a la comunidad, entre los que quizá olvidó el impagable confort que encuentran los visitantes de L’Oceanografic al recorrer las salas del Ártico en las tardes de verano. Y llegó tan lejos el conseller (la versión local de consejero) como para afirmar que el extraordinario complejo del arquitecto Calatrava ofrece una rentabilidad anual del 7,98%, lo cual es mucho afinar cuando se emplean conceptos tan valorativos. Pero no nos engañemos: lo importante es dar una cifra, porque eso es lo que queda en los titulares y lo menos trascendente para el público es saber quién y cómo consiguieron medir tanta satisfacción en euros.
Todo quedaría en un mero artificio contable para justificar unas pérdidas que nunca se van a poder evitar y que cada año van a más, de no ser porque este argumento que ahora maneja un gobierno del Partido Popular (la rentabilidad social de un proyecto que en términos puramente económicos es ruinoso) no se aplicó precisamente en la Expo, donde es evidente que la movilización de visitantes hacia España provocó ingresos muy cuantiosos en la hostelería y en otros sectores. Nunca se había celebrado una Exposición Universal con más de treinta millones de visitantes y nunca después se ha conseguido nada parecido a esa cifra. Lisboa, Hannover y Aichi se quedaron a años luz y en Zaragoza podremos sentirnos por muy satisfechos si llegamos a la mitad de visitantes que tuvo Sevilla.
En política no existe memoria y los escándalos suelen depender de quien sea el responsable del proyecto. La Ciudad de las Ciencias, aunque nunca llegue a ser rentable, ha cambiado Valencia para siempre y la ha convertido en una ciudad moderna; la Expo cambió Sevilla y los Juegos Olímpicos cambiaron Barcelona. Todos estos acontecimientos tuvieron una rentabilidad social indiscutible, pero quienes nunca han querido reconocerlo y se aferraron a la contabilidad real y a las sospechas, no pueden acogerse ahora al argumento que denostaban.

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