Ley del Suelo

Siguiendo las pautas marcadas por la ley de suelo estatal de 1998, el borrador de la futura ley de Cantabria se inspira en unos principios liberalizadores con los que se pretende incrementar la cantidad de suelo urbanizable, eliminando la discrecionalidad de los ayuntamientos a la hora de clasificar el suelo en sus respectivos municipios. Tanto la clasificación de suelo urbano como la del rústico pasa a estar reglada por la Ley, y el suelo que no entre en ninguna de esas dos categorías, se considera, por exclusión, urbanizable. Con este criterio, la autonomía municipal resulta ostensiblemente dañada ya que los ayuntamientos pierden la competencia de clasificar el suelo atendiendo a las necesidades del municipio o a la voluntad expresada de sus representantes.
El ex ministro de Fomento, Rafael Arias Salgado durante la presentación de la ley estatal hizo una encendida declaración de fe en las virtudes taumatúrgicas que tendría sobre el abaratamiento del suelo la multiplicación de suelo urbanizable, olvidando que lo verdaderamente relevante para impulsar la oferta de viviendas y disminuir su precio es la existencia de suelo urbanizado. El único efecto visible desde que en 1996 se pusieron en marcha las llamadas medidas liberalizadoras de suelo, ha sido la subida del precio de las viviendas en un 40%.
A esto habría que añadir el dato –puesto de manifiesto en la Revista de Derecho Urbanístico por Jose Luis González-Berenguer–, de que, desde que comenzó el proceso de desregulación, los bancos han comprado más de 350 millones de metros cuadrados de suelo agrario a muy bajo precio; un inmenso activo no fungible, que pueden poner en el mercado al ritmo que estimen conveniente y especular con la cotización de este bien básico.

Los patrimonios públicos de suelo

Uno de los elementos más positivos de la futura ley de Cantabria es la constitución de patrimonios públicos de suelo tanto en los ayuntamientos como en el Gobierno regional. Sin embargo, esta fórmula no es nueva. En realidad, se recoge en el derecho español desde la Ley del Suelo de 1956 sin que hasta la fecha se tenga noticia de que ningún ayuntamiento haya puesto en marcha este mecanismo. Si tal y como se establecía en aquella lejana ley, los municipios hubiera dedicado el 5% del presupuesto anual a la adquisición de terrenos, y los hubieran ido poniendo gradualmente en el mercado a un precio que sirviera para moderar el coste del suelo, el problema de la vivienda se habría resuelto en términos mucho menos gravosos para los bolsillos de los usuarios. “Falta voluntad política” opina el especialista en derecho urbanístico, Manuel Pardo Castillo, que señala como “a menudo los concejales tienen intereses inmobiliarios, ya sea directamente, por amistad o por parentesco”.
Pardo Castillo aboga por el concurso para adjudicar terrenos de titularidad pública, como la fórmula más idónea para impulsar la edificación de viviendas sociales. Sin embargo, la realidad es muy otra y los ayuntamientos suelen recurrir a la subasta de suelo con precios de partida que lo encarecen notablemente. Lejos de servir a su función social más inmediata, el suelo se ha convertido en un mecanismo de financiación para las administraciones locales, que suelen justificarse aduciendo su escasez de recursos. El propio FMI (Fondo Monetario Internacional) se ha hecho eco del problema que supone en España el encarecimiento del suelo como consecuencia de las subastas, y ha recomendado al Gobierno de José María Aznar que amplíe la cesión de impuestos a los ayuntamientos para evitar que ellos mismo propicien la especulación urbanística.

Impuesto revolucionario

La Ley de Suelo de 1998 prevé una fórmula para allegar ingresos, estableciendo la obligación de ceder a los ayuntamientos hasta el diez por ciento del suelo sobre el que vaya a ejecutarse un plan parcial. En el anteproyecto se recoge también la posibilidad de que esa cesión sea sustituida por su equivalente económico previa valoración pericial. Aún reconociendo el carácter positivo de esta medida para los intereses municipales, esta fórmula ha llegado a ser definida por el titular de una de las principales alcaldías de Cantabria, como un “impuesto revolucionario destinado a financiar las arcas municipales”.
Lo cierto es que el anteproyecto de ley de Cantabria deja en manos de los ayuntamientos la fijación del porcentaje de suelo que debe ser cedido, lo que suscita grandes dudas sobre la capacidad de los municipios más pequeños para hacer valer este derecho ante la iniciativa privada. Además, los ayuntamientos no estarían obligados, según el borrador, a contribuir a los gastos de urbanización sobre el suelo cedido, lo que ha sido acogido con reticencia por los promotores, que sin embargo, sí se benefician de una rebaja sustancial en la exigencia de garantía económica en los planes parciales de iniciativa privada, donde el tradicional 6% queda reducido hasta el 2%.

El papel de la iniciativa privada

Una de las objeciones más reiteradas al borrador de la futura ley de Cantabria, es la pérdida de competencia de los ayuntamientos para promover y ordenar el crecimiento del proceso urbanizador en favor de la iniciativa privada. El Colegio de Arquitectos ha señalado en su informe su disconformidad con la decisión de dejar el desarrollo de los suelos urbanizables no delimitados al albur de la iniciativa privada. Este organismo advierte que la aplicación de este criterio puede llevar a la desarticulación del territorio al permitir que los intereses privados primen sobre los generales. En opinión de este colectivo, el promotor debe justificar la elección de un suelo urbanizable sobre el que desea construir, argumentando su compatibilidad con los valores naturales o culturales de su entorno.
El riesgo de desarticulación urbanística ha sido detectado también por técnicos como Luis Rodríguez-Avial Llardent, antiguo gerente municipal de urbanismo del Ayuntamiento de Madrid, para quien la Ley de Cantabria debería establecer la obligación de los ayuntamientos de fijar un orden de prioridades en la ejecución de suelo urbanizable no delimitado (residual); lo contrario, en su opinión, daría lugar al surgimiento de barrios-isla distribuidos aleatoriamente por el término municipal, lo que, además de ir en contra de la tradición urbanística española, encarecería notablemente la prestación de servicios por parte de los ayuntamientos.
El Colegio de Arquitectos pone también objeciones a la clasificación de suelo rústico del anteproyecto, y que distingue entre suelo rústico ordinario –en el que, tradicionalmente, se viene construyendo la vivienda unifamiliar en Cantabria– y protegido.
El borrador contempla la posibilidad de que, mediante un mero decreto y tras un periodo de información pública, los alcaldes pueda transformar suelo rústico ordinario en suelo urbanizable residual con la finalidad, según se dice textualmente en la Exposición de Motivos, de “aportar de inmediato más suelo al mercado”. Una vez llevada a cabo esa transformación, se abre a los particulares la posibilidad antes mencionada de proponer planeamientos de desarrollo sobre ese suelo.
Esto abre, en principio, una vía fácil y peligrosa para transmutar suelo rústico en lo que, en opinión del Colegio, será un suelo infraurbano, de baja calidad, sin dotaciones ni servicios. Al dar a esos terrenos un valor de suelo residencial, se impedirá un uso agrícola y ganadero competitivo, y se afectará negativamente al paisaje, alterando la diversidad y el medio ambiente.
Los arquitectos entienden que, en vez de suelo rústico, sería preferible mantener la denominación de no urbanizable, tal y como se establece en la ley estatal de 1998. En caso de utilizar el término “rústico”, sugieren que sea para considerarlo en su totalidad como protegido, impulsando el desarrollo de las actividades propias de este tipo de suelo.

La autonomía de los municipios

Los análisis más críticos con el contenido del borrador inciden en que, lejos del espíritu “municipalista” al que se hace referencia en la propia exposición de motivos, el anteproyecto limita la autonomía municipal. No es sólo que el ayuntamiento no decide la calificación del suelo, ni el desarrollo del proceso urbanizador, es que tampoco tiene libertad en cuanto a distancias, alturas, volúmenes, edificabilidad, densidades, ocupación o espacios libres.
Es cierto que se simplifica la exigencia de planeamiento para los municipios pequeños, y que el anteproyecto habilita a los ayuntamientos para elaborar planes de distinta entidad y contenido. Pero los mínimos aplicables de forma directa y los estándares urbanísticos que se imponen obligatoriamente a los planes municipales van, para muchos analistas, mas allá de lo aconsejable.
El anteproyecto de ley del suelo establece tres instrumentos de ordenación supramunicipal: el Plan Regional de Ordenación Territorial, que vincula al planeamiento municipal; las Normas Urbanísticas regionales, que el Gobierno aprobará por decreto y orientarán la redacción del planeamiento municipal, y las Normas de Aplicación Directa que no son sólo aplicables en defecto de plan general, sino que vinculan también a los planes generales. A través de estos tres instrumentos de ordenación, se invaden diversas competencias municipales. Por ejemplo, la localización de infraestructuras y equipamientos de carácter regional se considera en el borrador vinculante para el ayuntamiento, cuando la Ley de Ordenación del Territorio de 1990, que se va a derogar, permite el planteamiento de alternativas que no lesionen los intereses municipales.
Sin embargo, son las normas de aplicación directa las que más constriñen la autonomía municipal. En ellas se regulan cuestiones tan variada como la protección del medio ambiente, el entorno cultural, la protección del paisaje, las pantallas vegetales, las distancias, las alturas y volúmenes, edificabilidad, densidades y ocupación, espacios libres y equipamientos de sistemas generales y locales. Además, se incluyen en ellas conceptos que generan cierta inseguridad jurídica como el “equilibrio de usos” o la referencia a que se eviten diseños que hagan monótona la ciudad. La concreción llega hasta el extremo de establecer que los espacios libres y los equipamientos deben localizarse en el centro del suelo urbano consolidado. Todas estas normas de aplicación directa son de preferente aplicación a los planes generales, con excepción de lo relativo a las distancias, alturas y volúmenes.

Desconfianza del legislador

“La Consejería ha hecho una ley de máximos para ahorrarse reglamentos –opina el presidente del Colegio de Aparejadores, Miguel Angel Berrazueta–. Debería haber sido una ley de mínimos y dejar a los ayuntamientos campo de decisión. Esta ley”, concluye el representante de los aparejadores, “no se fía de los políticos”.
En el informe del Colegio de Arquitectos se señala también la “gran desconfianza” que parece sentir el legislador hacia el resultado de los futuros planeamientos y de las construcciones que de ellos se deriven, por lo que desciende en muchas ocasiones a detalles normativos impropios de una ley de este rango. Como ejemplo, los arquitectos destacan la insistencia por controlar desde la ley el resultado estético de las obras construidas. En opinión de este colectivo, una vez enunciada la obligación de que las nuevas construcciones respeten el entorno cultural y ambiental donde se ubiquen, debería ser el planeamiento y la normativa municipal quienes exigieran el cumplimiento de los principios legales.
La Federación de Municipios Cántabros ha expresado también su deseo de que se modifiquen las normas de ordenación supramunicipal en un sentido más respetuoso con las tradicionales competencias de los ayuntamientos.
En lo que sí ha existido consenso es en valorar positivamente la unificación en un sólo texto legal de las cuestiones de urbanismo y de las de ordenación del territorio, siguiendo el modelo aplicado en otras comunidades uniprovinciales como Navarra y La Rioja. En Cantabria esa normativa está dispersa en cuatro leyes diferentes (Ley de Ordenación del Territorio de 1990, Ley de Constitución de Reservas Regionales, Ley de Usos del Suelo en el Medio Rural y Ley de Medidas Urgentes en Materia de Suelo y Ordenación Urbana). La aplicación de una sola normativa en la que se contemplen tanto los aspectos estrictamente urbanísticos como los que tienen que ver con la vertebración del territorio, quizá haga posible que Cantabria aborde, de una vez por todas, la definición de un modelo de ordenación territorial, enunciado en una ley, la de 1990, que nunca fue desarrollada.

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