El fiasco del MILENIO

En el reino de la grandilocuencia, el Tercer Milenio va a llegar con una modestia que nadie pudo imaginar. Ni comunicaciones espaciales, ni retransmisiones del alborear de una nueva época en las Islas Tonga, primeras en el cambio de fecha, ni cotillones pantagruélicos para recibir una era de la que nos cuesta, incluso, imaginar los próximos cincuenta años. Nada. Por no haber ni siquiera podemos consolarnos con otro bluff como el efecto 2000 que hacía correr océanos de tinta hace ahora un año.
El pasado verano los directores comerciales de algunos grandes grupos de comunicación aún se frotaban las manos pensando en los rendimientos que podía depararles la polémica sobre el cambio de siglo: En vez de un recibimiento, dos. Y calculaban, en función de la rentabilidad obtenida con la llegada del 2000, la que podría alcanzar el recibimiento del milenio. Sin embargo, las expectativas comenzaron a disiparse pronto. Las grandes campañas de las multinacionales norteamericanas para el final del año parecían olvidarse ya del festejo, dando por descontado que la conmemoración del 2000, parcial o completa, había resuelto ya el evento. Corrían el riesgo de que ofrecer otra vez el nuevo milenio, o el nuevo siglo, como se prefiera, ya no vendiese, y optaron por olvidarlo en sus leit motiv. El marketing, que desde muchos meses antes del festejo calienta los motores de la opinión pública, se desvió hacia otros motivos y al no haber caldeado el ambiente, tanto las campañas de producción para las fiestas de diciembre como las de publicidad para promocionarlas optaron por una Navidad convencional, ante el riesgo de encontrar al público demasiado frío para aceptar el mensaje milenarista.

Clima poco favorable

Con la maquinaria norteamericana de marketing desactivada, la europea no podía entrar en resonancia. Los medios de comunicación, que un año antes repetían cada día los augurios norteamericanos sobre la catástrofe informática de fin de año y vestían cada acontecimiento con el ropaje de un cambio de era, no tenían este año la inspiración estadounidense y optaron, otra vez más, por seguir la corriente: No hay milenio.
Ante un clima tan poco favorable, prácticamente ninguna empresa española se ha atrevido a vincular sus campañas al cambio de época, lo cual ha dado finalmente la victoria más rotunda que pudieron esperar a quienes decidieron que el 2000 cambiaba el siglo. Ya ni siquiera interesa la polémica.
Esta curiosa evolución de la opinión pública, a partir de la forma de ver las cosas por los directores de las campañas de marketing en Estados Unidos, dará lugar a un recorte del consumo, aunque, sin la excusa del milenio, también será un buen año para hoteles, restaurantes y agencias de turismo.
Nadie se ha atrevido a plantear la conmemoración del milenio. En alguno de los restaurantes santanderinos ratifican que no hay un clima adecuado en la opinión pública para ello. Otros, que organizaron el pasado año espectaculares cotillones para recibir el 2000 reconocen sin ambages que el resultado no fue demasiado bueno y no se han atrevido a repetir. No hay, al parecer, una clientela suficiente para fastos de alto precio, y han vuelto a los cotillones tradicionales que harán de la última nochevieja del milenio, simplemente, una más.

Una época para la que no valen los adivinos

Al concluir el siglo X, a excepción de algunas personas especialmente influenciables que pensaron seriamente que con el año 1000 podía llegar el fin del mundo, la mayoría de la población era consciente de que ni sus hijos, ni sus nietos ni las generaciones sucesivas en muchos siglos verían cambiar sustancialmente su forma de vida. De hecho, el mismo arado romano y el mismo ciclo de barbechos de hace mil años se ha empleado hasta mediados del siglo XX. Sin embargo, ningún ciudadano del año 2000 puede estar seguro que la futura revolución de la telefonía móvil, el UMTS, no sea sustituida por otra tecnología sólo tres años después. Basta recordar que lo que ocurría en febrero, con la locura de la Nueva Economía, parece ya de otra época en diciembre.
Hace diez meses, Terra valía tanto como la mitad del sector eléctrico español y el Banco Popular era considerado como un perdedor desorientado por no haberse gastado 100.000 millones en un proyecto tecnológico, como otros. Ahora, Terra vale siete veces menos, sus propietarios –muchos de los cuales ni siquiera sabían muy bien qué es Internet– han visto cómo se les esfumaban más de cinco billones de pesetas, y el Banco Popular resulta ser el valor más rentable entre los bancarios.
Todo ello ha demostrado que las predicciones no suelen ser de fiar, ni siquiera a cortísimo plazo, aunque sean secunden en masa todos los gurús juntos. Las películas futuristas, a lo más que alcanzan es a imaginar cómo podría ser el mundo dentro de unas décadas, y con un enorme esquematismo, una vez despojadas de los efectos especiales. Por lo que respecta a las proyecciones económicas y sociales, ni siquiera son categóricas a la hora de intuir por donde evolucionará la curva de población.

El batacazo del Nuevo Mercado

En el último año sobran los ejemplos de cómo la aceleración de acontecimientos provoca cada vez más errores en las previsiones. El Nuevo Mercado de la Bolsa de Madrid, que se segregó del viejo para poner al servicio de esta sector envalentonado una autopista que le permitiese adelantar mucho más deprisa con sus subidas meteóricas, ha sido un auténtico desastre y prácticamente no ha conocido una jornada de respiro desde que se creó. Baja tras baja, ha perdido en sólo siete meses más de la mitad de su valor, lo cual no es una forma especialmente gratificante de empezar la Nueva Economía.
Bastaría reflejar una docena de comentarios elegidos al azar de entre todos los realizados a comienzos del año por los analistas para comprobar lo difícil que resulta acertar. Para todos ellos quedaba un amplio recorrido al alza de todos los valores, especialmente los ligados a las tecnologías emergentes y prácticamente nadie contempló los riesgos de un mal de altura, especialmente temible en valores que ni siquiera podían presumir beneficios a corto plazo.
La mitad de las estrellas norteamericanas puntocom han enseñado sus pies de barro y las que no han quebrado han demostrado su debilidad, como Amazon, ante las cada vez más aplazadas expectativas de beneficios. La consecuencia es que lo que hace unos meses era valorado por el mercado como una gran expectativa (que aumentasen las pérdidas era saludado como una agresiva política de crecimiento) ahora se considera llana y simplemente, como en la vieja economía, un mal síntoma.

Fusiones

La concentración de empresas que se ha vivido en los últimos cinco años era poco menos que imposible de suponer hace una década (¿Quién imaginaría que Carrefour se aliaría con su rival irreconciliable, Promodès, o que cuando Botín decía tras comprar Banesto que ya se había alcanzado el punto óptimo de concentración en la banca española, en realidad casi todo estaba por ocurrir?). Después de la creación de gigantescos conglomerados capaces de juntar en el mismo grupo al mayor fabricante de coches, a la mayor productora de películas cinematográficas, propietaria de salas de cines y de cadenas de televisión, y a uno de los colosos mundiales de la informática, poco más se puede avanzar sin riesgo de que los mercados (ya en plural) queden en manos de un solo grupo.
Teóricamente, la nueva economía, la creada por los chicos creativos en un garaje era la réplica a la soberbia de estos gigantes de la industria tradicional, pero el sistema tiene medios de sobra para suponer que no será así. Los casos de Microsoft o de American Online es probable que respondan a un modelo de los años 80 y 90 y que ya no vuelvan a producirse. Ahora, las grandes multinacionales tradicionales, han dejado de despreciar las ideas ajenas. Por el contrario, están dispuestos a cultivarlas con esmero. Les basta con esperar a que eclosionen, maduren y, entonces, las compran.
La propia Nueva Economía se ha plegado a esta fórmula. Los emprendedores ponen tanto afán en captar un inversor al que venderle la fórmula como en el propio éxito de su iniciativa. Con esta actitud, y con la inmensa diferencia de medios de unos y otros, parece evidente que incluso las rebeliones contra el sistema, en forma de alternativas novedosas, serán rentabilizadas por el propio sistema.
Caída de los mitos

Todo ello no permite suponer que los supervivientes del proceso de concentraciones de los 90 vayan a reinar sobre el siglo XXI (del milenio no pueden hacerse ni siquiera presunciones). Hace sólo una década, entre los diez mayores bancos del mundo había siete japoneses y todos los expertos occidentales se rendían ante la solvencia financiera oriental, igual que causaba admiración la eficacia de sus plantas productivas y la agresividad de sus fabricantes de coches. Hoy los bancos japoneses están en un estado crítico, la productividad nipona no alcanza ni de lejos a la norteamericana y los fabricantes de coches, a excepción de Toyota, han caído en manos occidentales para poder subsistir. Una empresa pública europea que supuestamente formaba parte del grupo de los candidatos a desaparecer o ser absorbidos, Renault, se comía al gigante japonés Nissan.
Así quedaban arrumbados, uno tras otro, los mitos, de forma que ya casi nada puede darse por seguro, ni siquiera para el plazo de diez años.

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