Una década perdida

Que tengan que pasar diez años para que una nación se recupere de una crisis económica no es fácil de aceptar aunque, por desgracia, ya ha pasado varias veces en el mundo actual. La primera ‘década perdida’ fue el desastroso periodo que siguió a la II Guerra Mundial en Gran Bretaña. Después, se calificó así al hundimiento económico de América Latina en los 80 y, por último, al colapso que vivió Japón en los años noventa.
En el país nipón los acontecimientos se desarrollaron de una manera muy similar a como están sucediendo ahora en España. Se formó una burbuja inmobiliaria por culpa de la especulación masiva originada por la mezcla entre unos precios del suelo urbano excepcionalmente altos con unas tasas de interés extraordinariamente bajas y a ello se unió la inversión en Bolsa de los ingentes beneficios que esa actividad generaba.
Los precios de los activos físicos y financieros crecieron de manera espectacular, alimentándose unos a otros, ya que el mercado inmobiliario impulsaba al mercado de valores y éstos, a su vez, provocaban la subida de los inmuebles. La euforia que se apoderó de la economía japonesa fue de tal proporción que cuando la burbuja estalló el país parecía estar ya en el cielo y muchos creían que Japón se había convertido en la primera superpotencia mundial, por delante de EE UU.

Inmuebles y acciones
Si bien es cierto que Japón disponía de un enorme superávit comercial, producido por su gran actividad exportadora, cuando se formó la burbuja el sistema bancario estaba enfocado hacia el mercado interno y, especialmente, a la construcción. La fuerte dependencia que se creó entre los sectores inmobiliario y financiero explica el hundimiento de la banca japonesa tras la depreciación de los inmuebles.
En esa época, la masa monetaria crecía a un ritmo del 9% anual y el alza de precios de los activos inmobiliarios y bursátiles fue tan anormal que los analistas se veían obligados a insistir en que eran ciertos porque parecía imposible creerlo.
Datos para temblar
El precio del suelo se multiplicó en Japón por 75 y llegó a ser cinco veces superior al de todo el territorio de Estados Unidos, un país que tiene una extensión veinticinco veces mayor.
Sólo el entorno metropolitano de Tokio tenía el mismo valor que todo EE UU y el céntrico distrito Chiyoda-ku valía más que todo Canadá. Si se hubiera vendido el Palacio Imperial de Tokio se habría obtenido el equivalente al valor de todo el estado de California. Y en 1990 los campos de golf de Japón duplicaban el valor bursátil de todas las empresas australianas.
El precio de las acciones en la Bolsa de Tokyo se multiplicó por cien entre el final de la Segunda Guerra Mundial y 1990. Solo la empresa Nomura Securities valía más que todas las agencias de brokers norteamericanas. En diciembre de 1984, el índice Nikkei marcaba 11.542 puntos. Cinco años después, en diciembre de 1989 alcanzó los increíbles 38.915 puntos.

Los muertos vivientes
En el guión de esta película solo faltaba algún elemento de terror y también tuvo su hueco. Fueron los muertos vivientes. Los bancos se vieron forzados a financiar las denominadas empresas zombis, que no eran rentables pero a las que les daban dinero simplemente para que se mantuvieran con vida, con el argumento de que eran demasiado grandes como para dejarlas caer.
Este argumento, que demostró ser falso, trajo consigo una terapia económica consistente en tratar de resucitar a los muertos, lo que acabó provocando que los difuntos ambulantes acumulasen largas cadenas de deudas. Eso afectó, como era de suponer, a la capacidad de invertir tanto de las empresas como de los propios bancos.

La espada samurai
Entre enero de 1988 y agosto de 1990, el Banco Central de Japón, viendo el riesgo de inflación y la depreciación del yen frente al dólar, decidió definitivamente sacar el hacha –o la espada samurai– y aumentó el tipo de interés del 2,5% al 6%, y lo hizo sin anestesia. Al fin y al cabo, se trataba de aplicárselo a muertos que, como se sabe, ni sienten ni padecen.
El efecto rebote fue letal porque los precios de las acciones bajaron y en dos años el índice Nikkei perdió un 63% de su valor. Igualmente, los precios de los inmuebles cayeron y, dado que las acciones tenían como garantía los inmuebles, todo el sistema financiero entró en crisis.
Por si fuera poco, se encadenó una crisis de deuda, pues una gran parte de ella pasó de buena a mala de la noche a la mañana, lo que originó una crisis bancaria y el que un montón de bancos tuvieran que ser rescatados. Al lector español todo esto le sonará extraordinariamente familiar y pensará que esta película ya la ha visto.

Rescate y consecuencias
La solución que dieron los políticos japonés a la recesión fue la aplicación de programas de estímulo económico y los rescates bancarios. Al final, el panorama financiero posterior a la década de ‘los muertos vivientes’ quedó muy despejado. Sólo cuatro bancos sobrevivieron tras la crisis.
El escarmiento fue tal que, pese a que el tipo de interés se redujo al 0%, las empresas japonesas, en lugar de recurrir a los préstamos, preferían saldar sus deudas a partir de sus propias ganancias y la inversión llegó a caer hasta el 22% del PIB en 2003.
A posteriori resulta difícil comprender cómo los mercados no frenaron tanto exceso injustificable, por qué no se dejó caer las empresas antes de que cayese el país o la torpeza de los bancos. Lo único evidente es que los famosos mercados demostraron que carecían de capacidad de autorregulación.
El impacto en la vida diaria fue silencioso pero notable. El desempleo creció pero los japoneses se las apañaron como pudieron, tirando de frugalidad para pasar la crisis. En un país donde nunca había habido paro, se llegó al 5,4%, en 2002. Así que cabe imaginarse lo sufridos que debemos ser los españoles con los niveles de paro casi cinco veces superior. El precio de la vivienda tardó catorce años en volver a subir y lo hizo solo un 0,9%, mientras que el derroche consumista no volvió a reproducirse, al menos hasta hoy.
La enseñanza principal que se puede sacar de la crisis japonesa es la increíble facilidad con que la sociedad aceptó el crecimiento económico, olvidándose de contabilizar los costes, y cómo el arraigado sistema social japonés quedó completamente trastocado en muy pocos años, cuando se perdieron los valores del trabajo y de la responsabilidad, en una espiral de enriquecimiento rápido que lo descompuso todo. El que quiera, puede buscar paralelismos con lo ocurrido en España. No parece muy difícil encontrarlos.

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