Inventario

Internet se para

Por primera vez en muchos semestres, ha bajado el uso de Internet en España, algo que nadie podía imaginar, dado que la penetración en nuestro país es aún la mitad de la media comunitaria. Sería muy fácil achacarlo a la mayor carestía de las líneas ADSL, a la ausencia de una política innovadora o al fiasco del plan Info XXI que el Gobierno Aznar ha presentado en nada menos que cuatro ocasiones y nunca se ha puesto en marcha.
Cualquiera de esas razones podría justificar que Internet no crezca más deprisa, pero ninguna puede avalar el retroceso. Es posible que entre todos hayamos creado unas expectativas desmesuradas y que al final muchas empresas y familias hayan sacado la conclusión de que Internet es perfectamente prescindible para ellas. Cualquiera que crea lo contrario no tiene más que echar una ojeada a lo que se decía hace sólo dos años, cuando algunos medios y políticos se llenaban la boca anunciando una nueva era y trataban de convencer a cualquier comerciante de que bastaría con poner sus productos en la red para vender a todo trapo en los cinco continentes.
Al final, los comerciantes comprobaron que en la red se vende muy poco, o nada y que quienes compran lo hacen en las páginas de las grandes empresas de la economía real, por lo que la economía virtual, de puro intangible se quedó en humo.
Los ciudadanos de la calle han pasado por un proceso menos decepcionante, pero se han desinflado igual. Navegar, por sí mismo, no es más útil que ver escaparates. Y como el común de la población no tiene especial interés investigador, las búsquedas son mucho más banales de lo que nos quieren hacer ver.
Internet ha pasado a ser valorado en sus justos términos, pero aún queda entre los gobernantes un paralelismo mental entre conexiones a Internet y progreso, y esto da lugar a políticas ingenuas que en ocasiones simplemente son inocuas y en otras provocan el efecto contrario al que se persigue. Por ejemplo, subvencionar ordenadores para que los comerciantes locales lanzasen sus productos al mercado internacional fue voluntarioso, pero a la vista está que no dio ningún resultado, ni en Cantabria ni en cualquier otra región. Pero hay otras políticas menos inocuas, como el ofrecer alojamientos gratuitos de webs a través de Sodercan. Y no lo son porque van a provocar que compañías que en la región ofrecían alojamientos a un precio muy competitivo se vean abocadas al cierre, incapaces de conservar unos clientes que ahora encuentran la gratuidad total a través de la Administración.
El sector público nunca puede entrar a ofrecer servicios gratuitos en sectores donde operan empresas privadas y parece insólito que sea el PP, adalid del liberalismo, el que pone en práctica una política semejante. Pero mucho más desconcertante es que alguien piense que es vital ofrecer este servicio de alojamiento de páginas desde el sector público a las empresas de la región, cuando los alojamientos de privados de calidad cuestan poco más de 100 euros al año. ¿Alguien puede imaginar que el éxito o el fracaso de una empresa en Internet depende de la importantísima inversión de 100 euros? La administración no está para subvencionar estas zarandajas que no resuelven nada a los beneficiarios y crean un gran perjuicio a las empresas que voluntariosamente tratan de abrirse un hueco en Cantabria como proveedores de servicios y contenidos en Internet.
Han pasado ya ocho años desde que se adoptaron las primeras medidas oficiales de apoyo a las nuevas tecnologías en Cantabria y empieza a ser hora de hacer un repaso sobre la eficacia que han tenido todas ellas.

Censura estadística

El Ministerio de Hacienda ha dejado de facilitar al INE los datos que siempre le entregaba para poder confeccionar sus estadísticas. Desde esta revista hemos denunciado que desde hace algunos años el PP ha impuesto la ley del silencio sobre los datos fiscales de la región. Ya no es posible saber cuál es la recaudación que obtiene el Estado en Cantabria por IRPF, por Impuesto de Sociedades, o por IVA o los ratios de presión fiscal, que siempre fueron públicos y que el ciudadano tiene todo el derecho a conocer. Datos que el Gobierno debieran enseñar orgulloso para demostrar fehacientemente que bajan tanto los impuestos como dice.
Pero el oscurantismo ha llegado mucho más lejos. El Gobierno tampoco se fía del Instituto Nacional de Estadística, un organismo que controla y tutela, o si se fía no quiere entregarle ningún tipo de dato fiscal, con el argumento de que vulneraría la Ley de Protección de Datos, cuando todo el mundo sabe que el INE trabaja con datos agregados y no particulares, que no permiten identificar a ninguna persona o negocio. Si fuese esta la razón –que un organismo externo al Ministerio de Hacienda disponga de datos que afectan a personas– tampoco cabe entender por qué el propio Ministerio ha interrumpido los informes habituales sobre Empleo, Salarios y Pensiones en las Fuentes Tributarias, las Cuentas de las Sociedades en las Fuentes Tributarias, Las Empresas Españolas en las Fuentes Tributarias y los Paneles del IRPF y del Patrimonio, estadísticas de las que se podían sacar conclusiones generales sobre la evolución de la fiscalidad.
Todo ello está obligando al INE a realizar encuestas muy caras para conocer datos que la propia Administración tiene con absoluta exactitud. Por ejemplo, ahora pide a las empresas que le reenvíen datos sobre la cotización de sus trabajadores, algo de lo que CEOE se ha quejado, puesto que advierte, con toda razón, que es una información que la Administración ya posee.
La única razón que cabe para esta política de oscurantismo es el temor. Hacienda, y el Gobierno en general, no quiere que aparezcan estudios alternativos sobre la evolución fiscal para evitar que salgan a la luz los resultados reales de la primera reforma fiscal que se realizó en 1999. Es curioso que todas las series estadísticas del Gobierno sobre tributación se interrumpiesen en aquella fecha. Y si no hay datos, necesariamente tiene que haber actos de fe. Sólo cabe la posibilidad de creerse a pies juntillas que los impuestos (en general) han bajado o no creérselo. Que cada uno escoja la que quiera.

¿Quién paga las catástrofes?

El Gobierno español ha estimado en 1.000 millones de euros los gastos originados por la catástrofe del ‘Prestige’ sin incluir los difícilmente valorables efectos medioambientales. Por su parte, el Gobierno norteamericano ha pasado finalmente una factura de 2.500 millones de dólares a las aseguradoras del ‘Exxon Valdez’, que vertió la tercera parte de crudo hace diez años.
Cualquiera de las dos cifras resulta escalofriante y demuestra que incluso en términos meramente económicos, la prevención de la contaminación acaba por resultar más barata que sufrir las consecuencias, al menos en los países desarrollados, porque todo el mundo es consciente de que las catástrofes en el Tercer Mundo resultan mucho más baratas.
Con 500.000 millones de pesetas gastados en limpiar las costas de Alaska tras el ‘Exxon Valdez’, que son mucho menos productivas que las gallegas, se pueden lanzar a la mar casi 40 superpetroleros de doble casco completamente nuevos, se pueden construir puertos de abrigo, sistemas anticontaminación muy sofisticados… El problema es que son muy pocos los países o los armadores lo suficientemente concienciados como para afrontar el problema antes de que se produzca. Luego, la irritación popular es inmediatamente anegada en dinero público y, con un poco de suerte, el desastre finalmente lo acaban pagando las aseguradoras o la compañía responsable del barco. Pero en España ni siquiera quedará este consuelo, porque las grandes extractoras de petróleo ya han aprendido de las catástrofes anteriores y se han desprendido de los barcos, dejándolos en manos de armadores de escaso fuste societario y menos escrúpulos, cuyas aseguradoras limitan cuidadosamente los daños que están dispuestos a afrontar.
Es cierto que los gobiernos tienen a su alcance más armas de las que creen e, incluso, de las que dicen tener, para abordar estos problemas. El Ejecutivo español, por ejemplo, después de insistir ardorosamente en que nada se podía hacer sin un acuerdo comunitario para evitar el tráfico de los petroleros monocasco por las costas gallegas, ordenó a sus patrulleras que impidiesen el paso de estos barcos a menos de 200 millas de la costa y desde entonces se cumple a rajatabla, excepto en el Estrecho de Gibraltar donde es imposible.
Desde la Administración existen infinitos métodos para complicar la vida a quienes ponen en peligro el medio natural, otra cosa es que se ejerzan. Y no es cuestión de convertir estas armas en un chantaje permanente. La Administración tiene que crear primero la conciencia general de que la desaparición del medio natural supone un coste más, que hay que valorar y ese coste, como cualquier otro, debe ser minimizado. Si el desprecio al medio no tiene coste ninguno –cada uno arroja lo que quiere donde quiere– nadie tendrá motivo ninguno para mejorar sus métodos. Y a estas alturas es muy difícil sostener que los países más exigentes en materia medioambiental arruinan su economía. Al contrario, allí donde nadie controla la contaminación es donde no florece nada, ni siquiera las empresas.

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