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Investigación burocratizada

Hablar sobre la escasa inversión que realizan las empresas españolas en investigación se ha convertido en un latiguillo recurrente, lo que no implica que sea falso. Pero a veces lleva a suponer que en España no se invierte nada en investigar y eso es incierto. Cada vez se emplea más dinero público en centros de excelencia y, sobre todo, en las universidades. Tanto que un profesor de la Universidad de Cantabria lanzó un mensaje a la vicepresidenta regional que hizo dar un respingo a todos los presentes: “Corremos el riesgo de ahogarnos en dinero”, dijo, y no es incierto.
Al menos en el sector público, hemos pasado de la precariedad a la suficiencia pero eso no ha dado los resultados esperados. Estamos a punto de quedar anegados en estudios solicitados a la Universidad, a menudo reiterados y doblemente financiados: desde el Gobierno se paga por convenios para hacer informes concretos que se elaboran en el horario lectivo de los profesores que, a su vez, el Gobierno ya está pagando a través de las nóminas.
Esta y alguna otra práctica poco regular podían llegar a admitirse si los resultados prácticos fueran aceptables, pero el dinero que España invierte en investigación se disipa por terrenos muy poco tangibles. La prestigiosa revista ‘The Economist’ acaba de sacarnos los colores al publicar una encuesta sobre las patentes registradas en cada uno de los países de la OCDE, que coloca a España a la cola y a una distancia abismal del resto. Por cada 1.000 millones de PIB, Finlandia registra 5,5 patentes al año; Japón, 5,1 y Suiza, 5. Estados Unidos ocupa un lugar modesto en la tabla ya que, a pesar de lo que pueda suponerse, sólo registra 3, lo que no obstante le sobra para mantener una notoria hegemonía en términos absolutos. Y, al final del pelotón, con una patente por cada mil millones de PIB está España, donde al parecer se nos ocurren muchas menos cosas de lo que suponemos o nadie se toma la molestia de patentarlas.
Es cierto que toda la investigación no se puede ni se debe traducir en patentes, pero está claro que la misma circunstancia se da en el resto de los países. O en España falta sentido práctico o los financiadores de las investigaciones son mucho menos exigentes a la hora de pedir resultados. Claro que también cabe pensar en un cierto espíritu quijotesco que nos lleve a investigar por amor al arte y sin afán alguno de que eso produzca retornos económicos.
Lo más probable es que las tres razones estén entremezcladas, porque nunca hay explicaciones sencillas para problemas complejos, si bien es evidente que la aún más famélica investigación realizada por las empresas no puede adolecer de desinterés económico, por definición. Por tanto, habrá que pensar que el sector público tiene que buscar la forma de rentabilizar mejor el dinero que emplea y dejar de medir la investigación simplemente por lo que gasta y empezar a valorarla por lo que consigue con ello.

Agraviados del agua

Mientras duró la Transición, en la vida política española estaban perfectamente delimitados los periodos electorales, en los que subía la tensión política, del resto. Y aunque las condiciones no fuesen nada fáciles, porque el terrorismo dejaba un sangriento rédito cada año y el paro afectase a algún miembro de casi todas las familias, entre comicios y comicios se vivía con cierto sosiego. Así ocurrió hasta comienzos de los 90, cuando la oleada de los juicios del AVE y del GAL propiciaron que la oposición y los medios de comunicación afines se lanzaran a una política de guerra total que despertó en el país un estado de constante ansiedad que aún permanece.
Cualquier circunstancia es buena para alimentarlo y prácticamente no pasa un día sin que se añada una catástrofe nueva, asunto del que un mes más tarde sólo se acuerda su promotor y un año después, prácticamente nadie.
En ese permanente deseo de causar incendios, se ha descubierto que el material autonómico es el más inflamable. Arde tan bien que cualquier pequeña circunstancia puede ser entendida como un casus belli para toda una comunidad. Y como en todas las comunidades del país se ha creado la cultura de ser víctimas de algún agravio, la ignición está garantizada. Por ejemplo, basta decir que Narbona no cumple su palabra con los agricultores levantinos de ofrecerles el agua de desaladora a 0,3 céntimos de euros por metro cúbico (5 pesetas) y se lo va a facilitar a 0,5 céntimos (8 pesetas). Una tremenda afrenta, según los periódicos que han tratado de caldear el asunto.
Probablemente el agricultor que lo lea se sienta estafado y más probablemente aún nunca llegue a saber que en realidad el Ministerio, es decir, todos nosotros, le está subvencionando el agua, porque en realidad obtener esos mil litros cuestan diez veces más en energía eléctrica. Y, por muy agraviados que se sientan, no hay justificación ninguna para que un regante valenciano exija obtener la tonelada de agua a cinco pesetas, mientras que un cántabro paga casi cien, un bilbaíno alrededor de doscientas y un mallorquín casi 300.
Los afrentados no son quienes dicen ser, sino que somos el resto, por mucho que alguien se empeñe en retorcer los argumentos. Y aunque fuese necesario tener un precio político del agua para que los cultivos del sureste del país puedan llegar al mercado europeo en condiciones competitivas, es imprescindible que el agricultor sea realmente consciente de que su agua está muy subvencionado y de que esa política es muy discutible, porque distorsiona el mercado y no sólo frente a los agricultores franceses o italianos, sino también con respecto a los productores de otras regiones españolas donde el agua es mucho más caro, como en Cantabria.

¿Salarios unificados?

La solidez del sentimiento autonómico cántabro suscitaba muchas dudas en algunos sectores conservadores cuando se aprobó el Estatuto de Autonomía hace veinticinco años. Hoy ya no es objeto de cuestión para nadie. El porcentaje de quienes no se sienten cántabros es muy pequeño, sin que la percepción regional mayoritaria menoscabe la sensación de pertenencia a España. Pero a veces lo declarado no coincide con la forma de actuar y una muestra de ello es la huelga del Sindicato Médico. Algunos de sus portavoces han llegado a señalar que el problema no es que no se les ofrezca bastante, sino que la comunidad autónoma de Madrid haya llegado más lejos en su generosidad al remunerar las guardias o lo que se conoce como carrera profesional. Y agregan que esto no pasaría si esa competencia de regular los salarios la conservase el Ministerio de Sanidad. Así no habría distingos, todos iguales.
Si seguimos este criterio, la misma tesis puede aplicarse a otros conceptos: Por qué Cantabria no va a tener las mismas deducciones fiscales que, por ejemplo, Madrid, o viceversa. O por qué no se ponen en pie de guerra los riojanos si no les subvencionan la compra de ordenadores o de lavadoras ecológicas, como en Cantabria. Todo el mundo tiene perfectas razones para sentirse agraviado: los que aún pagan Impuesto de Sucesiones, porque hay comunidades como la nuestra donde prácticamente se ha anulado; los que no reciben ayudas de Bruselas cuando las mismas actividades en otras regiones están fuertemente subvencionadas por pertenecer al Objetivo 1; los que prefieren el calendario de festivos de la comunidad de al lado, en lugar del propio e, incluso, los que quieren tener una televisión autonómica y no ¿disfrutan? de ella. Cualquier diferencia es, en sí misma, un agravio. Pero si no hubiese diferencias, no habría estado autonómico. Es el modelo que hemos elegido y, como casi siempre que hay que elegir, apostar por algo supone renunciar a otra cosa. Es una obviedad que el sistema autonómico tiene que dejar capacidad de decisión a sus gobiernos porque, en caso contrario, serían de una inutilidad manifiesta.
Lo único cuestionable es si, en algunas materias muy concretas, como la fiscal o la política salarial de los funcionarios, resulta práctico que las autonomías tengan un margen de maniobra significativo. A la vista de los problemas que eso plantea, es probable que no, porque corremos el riesgo de padecer reclamaciones salariales permanentes suscitadas por la mera emulación o el de lanzarnos a una competición fiscal engañosa, donde todo el mundo dice rebajar impuestos, aunque no sea cierto. Basta ver que en Cantabria para mantener los ingresos que se perdían con el Impuesto de Sucesiones se recurrió a aumentar subrepticiamente la fiscalidad de las compraventas de pisos, y no parece que eso sea mucho más justo. O que Madrid se jacta de rebajar el IRPF con nuevas deducciones, olvidando que cada vez que un madrileño llena el depósito de gasolina de su coche paga cien pesetas más que el resto a costa de su ‘céntimo sanitario’.
Pero lo más desconcertante de todo es que los mismos médicos que no se conforman con una subida de casi 12.000 euros al año sean los que añoren los tiempos en que todos cobraban lo mismo. Quizá no recuerden que mientras dependían del Ministerio de Sanidad sus remuneraciones sí que eran realmente precarias y que ha sido en los últimos años cuando han tenido unas mejoras salariales espectaculares a través de conceptos complementarios, como la carrera profesional. ¿Mala memoria?

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