Cómo luchar contra la inflación (José Villaverde)

Aunque, para algunos, la Economía (así escrita, con mayúsculas) intenta ser una ciencia dura y, para otros, no pasa de ser, en el mejor de los casos, un arte, lo cierto, o eso me parece a mí, es que se encuentra a caballo entre ambas formas de entendimiento. Y ahora, precisamente ahora, con las elevadas tasas de inflación que estamos sufriendo, es cuando mejor puede mostrar que no es una cosa ni la otra, sino un poco de ambas.

La fuerte inflación que, desde hace unos meses, padecen la inmensa mayoría de las economías occidentales preocupa hondamente a los gobiernos porque, empobreciendo a la población, podría ser el germen de importantes conflictos sociales. De ahí el empeño en intentar atajarla o controlarla cuanto antes. El problema es que esto no es fácil y que requiere un poco de ciencia económica, un poco de arte económico, y un poco de suerte.

Dejando este último elemento de lado, pues sobre él no tenemos ninguna influencia, lo primero que hay que hacer para luchar contra la inflación (como contra cualquier enfermedad) es conocer sus causas. Y ¿cuáles son estas? De acuerdo con numerosos expertos con los que, en esencia, coincido, hay cuatro que pueden considerarse como fundamentales.

La primera de ellas, y a la que no hemos prestado demasiada atención pues hasta hace poco estábamos preocupados por la posible aparición de fenómenos deflacionarios, es la laxitud de las políticas monetaria y fiscal durante, aproximadamente, una década. No hay duda de que esta laxitud ha facilitado la recuperación económica de la crisis de 2008 y ha permitido sortear relativamente bien la de la pandemia, pero también es cierto que ha aumentado de forma muy notable la liquidez del sistema, propiciando el estallido de tensiones inflacionistas hasta ahora larvadas.

La segunda causa (y el orden no representa una mayor o menor importancia) es el choque de oferta manifestado vía encarecimiento de los suministros energéticos, productos alimenticios, semiconductores, materias primas, etc., etc., motivado no sólo por la guerra en Ucrania sino, también, por los confinamientos aplicados para controlar la pandemia, que han dado lugar a una disrupción muy grave del tráfico mundial (sobre todo del marítimo).

Una tercera causa del desbocamiento actual de los precios se encuentra en el comportamiento expansivo de la demanda privada (la pública lo ha hecho a través del gasto fiscal). La circunstancia de que la demanda se viera muy constreñida durante los dos años más duros de la pandemia ha permitido una importante acumulación de ahorro que, en los últimos meses, ha empezado a utilizarse tanto en la adquisición de bienes como de servicios (recuerden, en nuestro país, los movimientos masivos de turistas durante la pasada Semana Santa). En definitiva, la demanda embalsada durante la pandemia ha empezado a desembalsarse y, en consecuencia, a tensionar los precios de muchos bienes y servicios.

Y la cuarta causa, cuya relevancia actual es todavía motivo de debate, tiene que ver con lo que se conoce como efectos de segunda ronda: el traslado de la inflación inicial a los salarios y los costes y, posteriormente, de nuevo a los precios, poniendo así en funcionamiento la muy temida espiral inflacionista. Algunos países, como Estados Unidos, en los que la inflación subyacente es bastante elevada, podrían haber caído ya en esta trampa, y otros, como los europeos, podrían estar muy cerca de hacerlo. El FMI cree, sin embargo, que no es el caso, pero en España, por ejemplo, ocurre que dos terceras partes de las rúbricas que conforman el IPC muestran ya la presencia de estos efectos.

Conocidas las causas fundamentales de la inflación actual, ¿cuáles son los posibles remedios? La respuesta a esta cuestión no es, tal y como avancé antes, fácil, pues requiere tantas dosis de ciencia como de arte económicos. La solución más tradicional, pero que también puede ser la más dañina si no se hace con tino, es la aplicación de una política monetaria dura que, en esencia, se manifieste en dos frentes: en el aumento del tipo de interés de referencia del banco central y en la reducción o supresión de sus programas de compra de deuda.

La Reserva Federal norteamericana ha abierto el fuego elevando allí los tipos de interés, pero, como la situación de la economía europea es más complicada (en Estados Unidos están casi en pleno empleo mientras que en Europa no), aquí seguimos a la espera de las decisiones del BCE, aunque ya se ha avanzado que tal hecho podría producirse en junio. En todo caso, donde tendrá que demostrar el BCE su capacidad artística es tanto en el momento de la subida de tipos como en la modulación de su cuantía. En cuanto a los programas de compra de deuda, los dos bancos centrales mencionados ya han emitido señales de que todo llega a su fin, aunque, al menos en el caso europeo, el cierre del grifo debería ir acompañado de la implementación de algún otro mecanismo (más o menos equivalente a las OMT) que impida que surjan problemas de deuda soberana, de fragmentación financiera.

Puesto que podría ser catastrófico utilizar únicamente la política monetaria como instrumento para intentar controlar la inflación, no cabe ninguna duda de que la misma tendría que venir acompañada de medidas de política fiscal. Pero, en contra de lo que proponen algunos partidos políticos españoles, más relacionadas con la contención del gasto que con la reducción de los ingresos fiscales (si se hace esto último, aumentará la capacidad adquisitiva de la población y, con ello, las tensiones inflacionistas; vamos, que el tiro sale por la culata), y nunca con políticas generalistas (que afecten a todos, como sucede con los 20 céntimos de subvención generalizada al precio de los carburantes) sino centradas en los sectores y ramas que, objetivamente, se vean más perjudicados por las subidas de precios. En un país en el que sistemáticamente faltan entre cuarenta y sesenta mil millones de euros anuales de ingresos fiscales para cuadrar las cuentas públicas, y que tiene una deuda pública cercana al 120% del PIB, llevar a cabo rebajas fiscales generalizadas, aunque sean transitorias, parece suicida. Sea como fuere, lo que sí parece inevitable es el diseño de un plan de consolidación fiscal creíble y negociado que esté operativo a medio plazo, y la puesta en marcha de un cierto ajuste fiscal (contención del crecimiento del gasto, aumento de su eficiencia…) a muy corto plazo.

La lucha contra la inflación, al menos en España pero también en otros países, requeriría de una política de rentas acordada entre gobierno, partidos y agentes sociales –creíble, por lo tanto- que intente contener el crecimiento de las expectativas de inflación y, por lo tanto, la materialización de los efectos de segunda ronda. Esto es difícil por sí mismo pues requiere, en primer lugar, el reconocimiento explícito de que la inflación nos ha hecho más pobres a todos y, en segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, que todos cooperemos en la lucha contra ella. El problema aquí es que, salvo que el pacto sea consensuado política y socialmente, venga precedido de una cierta desescalada inflacionista y, de alguna manera, garantice la recuperación del poder adquisitivo cuando la situación esté controlada y la recuperación sea una realidad, será difícil que llegue a firmarse o, de hacerlo, a ser respetado por las partes.

El empobrecimiento provocado por la inflación genera siempre un conflicto de distribución de rentas que, la experiencia nos enseña, no es nada fácil de manejar. Por eso, en el medio y largo plazo, lo mejor es, salvo para los más vulnerables (que deberían tener garantizado su poder adquisitivo), vincular tanto los salarios como los beneficios a la evolución de la productividad y la competitividad.

En conclusión, me parece que, pese al optimismo del FMI al respecto, reducir significativamente la tasa de inflación en los países desarrollados no será tarea fácil pues, en relación con las tres políticas mencionadas, son muchos los elementos sobre los que no hay acuerdo. Y esto, claro está, sin considerar la aparición de potenciales choques inflacionarios adicionales, como el proveniente de China debido al confinamiento y el cierre de puertos.

José Villaverde es catedrático de Fundamentos del Análisis Económico. Universidad de Cantabria

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