Los hitos de la historia económica de España (5)
En la última parte del siglo XVII se produjo en España la ruina económica más absoluta que uno se pueda imaginar, en uno de los hundimientos más espectaculares de la Historia. Los españoles de la época eran plenamente conscientes de que, tras haber estado en lo más alto, se iban irremediablemente a pique. Es verdad que tampoco a nadie se le ocurrió nada práctico para solucionarlo, lo cual podríamos atribuirlo a la propia perplejidad derivada de la caída; el caso es que España tocó fondo y no es ninguna metáfora.
Por supuesto que en aquel desastre hubo muchas más causas que las meramente económicas, pero la economía tuvo mucho que ver. Ya se presentía en capítulos anteriores, con la aparición de bancarrotas ocasionales y las dificultades cada vez mayores para asentar una actividad productiva y exportadora. El único capitalismo de la época era el extranjero.
España vivía un descenso de población insólito, uno de los mayores que recoge la Historia y eso sólo podía estar originado por una fuerte crisis interna. Este hecho, a su vez, tenía la facultad de agravar los problemas. En primer lugar, había menos hombres para las guerras y España difícilmente podía defender un imperio sin españoles. Basta seguir la curva de soldados movilizados en la época de los Austrias para comprobar que, lo que inicialmente fue un camino ascendente, se convirtió en una caída al abismo. A principios del siglo XVI, las tropas oscilaban entre 5.000 y 8.000 hombres. Carlos I las multiplicó hasta llegar a los 40.000 y Felipe II consiguió mantener movilizadas a 80.000 personas. Pero a finales del siglo XVII apenas quedaban 10.000; es decir, que ni había hombres ni había dinero.
Una de las claves de la decadencia fue, pues, la evolución de la población. Aunque se tiende a creer que las cifras se han podido exagerar, se estima que España pasó de diez millones de habitantes a sólo siete, y esta evolución resultó más perjudicial aún porque en todo el resto de Europa la población crecía.
Las causas fueron muchas. Como cabe esperar, la primera fue una fortísima mortandad infantil, ya que la mitad de los nacidos no llegaban a alcanzar los tres años de edad debido a las malas condiciones de salubridad y a las tres grandes epidemias de cólera que padeció el país entre 1599 y 1685. Se calcula que, por sí solas, acabaron con la vida de un millón y medio de personas, una cifra estremecedora.
Como factores secundarios aparecen la expulsión de los moriscos, unos 300.000, aunque esta salida quedó relativamente compensada con la inmigración de franceses e irlandeses. Además, emigraron a América otros 400.000 compatriotas y optaron por hacerse religiosas otras 200.000 personas. Si a estos se añaden los muertos en las guerras, puede llegar a entenderse la insólita despoblación que se produjo en España.
La plata
El mal funcionamiento de la economía venía de antiguo, pero entonces adquirió tintes de auténtica catástrofe. La estructura económica de España por sí sola era bastante determinante, porque no había recursos naturales ni había burguesía empresarial y la población estaba más entusiasmada con las hazañas bélicas que con los asuntos mercantiles. A estos factores se añadía el descenso irremediable de las llegadas de plata, el único recurso que sostenía todo el entramado económico nacional.
La plata, que había dado tantas satisfacciones como disgustos –inflación, desinterés por el trabajo productivo, etc.–, desapareció como por arte de magia. En la segunda década del siglo hubo una auténtica riada de plata, en la tercera bajó a la mitad, en la cuarta a la tercera parte, y en los años 50 se quedó en una ridícula décima parte. Aquello era acogido con extrañeza, pero sin alarmas, porque ¿cómo se iba a acabar la plata en el mayor imperio del mundo?
Es tentador buscarle la explicación más sencilla, que de tanto abusar de ellos, los filones de plata se agotaron sin más; pero ahora se sabe que algunos se acabaron, pero que aparecieron otras vetas. Quizá pueda ayudar a entenderlo el hecho de que desapareciese antes la mano de obra indígena –la plata no salía sola de la tierra– y el servicio minero obligatorio.
Algunas teorías sostienen, como explicación más elaborada del asunto, que se dejaron de explotar algunos filones por dificultad técnica e intervino otro fenómeno muy distinto: La mayor parte de la plata que llegaba a España no era un regalo de los conquistadores, como es fácil suponer, sino que era el pago de unos artículos que los residentes en América no tenían allí y que compraban a la metrópoli.
El negocio teóricamente era fabuloso y, de hecho, lo fue al principio para los productores y mercaderes españoles, pero la fuerte competencia en calidad y precios que hacían otros países europeos acabó retrasando el desarrollo económico nacional y su sustitución como proveedores por otros más evolucionados. A esto ha de añadírsele el concurso de piratas ingleses y holandeses, nuestros grandes rivales por entonces, y el hecho de que los propios americanos se iniciaran en algunas producciones en vez de importar. Y, claro, si no compraban no soltaban la plata: España se quedó sin clientes. Habíamos abierto un mercado y luego nos quedamos sin él.
El arbitrismo
España se sintió en la necesidad de iniciar las reformas económica siempre demoradas y dio la sensación de que en el país se empezaba a abrir camino un nuevo sentido práctico. Ese cambio de mentalidad coincidió con la regencia de Mariana de Austria, hasta que el futuro Carlos II alcanzó la mayoría de edad. Fue la época también de los panfletistas, que pululaban por todos lados y pretendían haber encontrado todo tipo de soluciones para los males de la patria, algunas de ellas instantáneas.
En ese ambiente, y tras una larga serie de intrigas muy de la época, llegó al poder Juan José de Austria, quien demostró ser un hombre moderno, con visión pragmática de gobierno, preocupación social y dispuesto a hacer reformas económicas. Para empezar, quiso crear un nuevo sistema de impuestos, que hiciese gravitar las cargas fiscales sobre quienes podían pagarlas, o sea los más ricos. También creó la Junta de Comercio y Moneda, en 1679, para estimular el desarrollo económico y se compilaron memoriales sobre todo los problemas del país y la forma de ponerlos remedio.
Las teorías se quedaron en el papel y, a la hora de la verdad, hubo que recurrir una vez más a la moneda de cobre y asistir a la consiguiente inflación galopante. El Estado, lleno de deudas, no tenía con qué afrontar su política de reformas y aquello degeneró en una de las etapas más desconocidas de la historia de España, con intrigas permanentes para lograr la sucesión del reino, una vez que quedó claro que el rey no iba a tener descendencia ni con la ayuda de hechiceros.
Devaluación
En 1680 se produjo la última crisis económica del siglo. Los precios pagados en moneda de cobre se situaron un 275% por encima de los pagados en moneda de plata, por increíble que parezca, de manera que no hubo más remedio que devaluar por enésima vez más la moneda de cobre, si puede llamarse devaluación a reducir el valor de una cosa que ya no valía nada. Quizá por eso, la única utilidad que la gente encontró para estas monedas fue venderlas como chatarra para fundir campanas.
Esto supuso una vuelta a los metales preciosos, lo que es solo un decir, porque el oro y la plata brillaban por su ausencia. Y, por si no fuera bastante, ese mismo año de 1680 hubo un epidemia de peste que se llevó por delante a 200.000 personas.
Visto el asunto desde el lado positivo, las cosas empezaron a mejorar a partir de entonces, ya que no podían ir a peor, de tal modo que, aunque inapreciables en su momento, sí se produjo un aumento de los tráficos en el puerto de Barcelona y una mayor vitalidad en las clases burguesas.
El que quedase menos gente también contribuyó a alcanzar un cierto equilibrio entre los habitantes y los recursos naturales, de manera que el hambre dejó de ser una calamidad perpetua.