La huida del tiempo

Hace ya tiempo, en las letrinas de una vieja estación de ferrocarril de un remoto pueblo de La Mancha castellana, me entretuve durante un buen rato leyendo la puerta de los retretes cubierta de graffitis, grabados con navajas y restos de excrementos. Los insultos habituales, ya se pueden ustedes imaginar: las consignas políticas pasadas de moda; las apreciaciones sexuales acerca de la madre de algún bastardo; varias propuestas subidas de tono con los correspondientes números de teléfono… Entre todos los mensajes me llamó poderosamente la atención un número seguido de la siguiente súplica: “Me siento muy solo. No me importa si eres un asesino, por favor, llámame”. Tras cumplir con la urgentísima tarea que me había impulsado a entrar en aquellas letrinas, tentado estuve de llamar por teléfono al autor del mensaje, aunque solo fuera para hacerle el favor de asestarle un par de puñaladas en las ingles, pero finalmente decidí reemprender viaje hacia lo más profundo del Mediterráneo en busca de mi propio asesino.
La vida, además de breve, absurda y cara, es una sucesión de compañías. Eso decían al menos los poetas románticos del diecinueve y los numerosísimos cantantes folkies estadounidenses que tanto se promocionaron durante el breve reinado de Kennedy I, el Sátiro. Pero en las ciudades que nos está tocando habitar, un porcentaje cada vez más elevado de la población vive sola, come sola, habla sola, discute sola con la televisión y sueña con los angelitos sola. En España, el 20% de los hogares son ya unipersonales según la última encuesta de población activa. Hay más de tres millones y medio de singles españoles; en 1991 no llegaban a 590.000. De todos los hogares creados en los últimos tres años, el 45% está formado por una sola persona. Es una tendencia creciente –en 2012 uno de cada cuatro hogares será unipersonal, según el Instituto de Política Familiar– y global, ya que en la Europa Occidental este tipo de hogares llegan al 30% y en el mundo han pasado de 153,5 millones a 202,6 millones en apenas seis años.
Las revistas, los periódicos, los programas de televisión y las páginas más visitadas de la red constatan una y otra vez que en las grandes ciudades como Londres, París, Barcelona, Castro Urdiales o Nueva York lo que más crece es la cantidad de individuos que viven solos. La soledad es el privilegio y el negocio de la civilización occidental. En otras culturas, desde las chozas de Abisinia hasta el archipiélago de Jojo, se vive en la calle, todos juntos, revueltos, mezclados…

Hay toda una aureola mística alrededor de la soledad, debido a la penosa influencia que las telenovelas, la mala literatura y las estúpidas canciones de amor han tenido sobre amplios sectores de la población, pero la soledad auténtica, la impuesta, no es más que una minuciosa sucesión de fracasos. Las putas lo saben. No es que sean las únicas pero, bueno, según ellas, la mayoría de sus clientes puestos a lamentarse no se lamentan de otra cosa que de soledad. Basta tirarse una breve charleta con cualquiera de estas desventuradas profesionales para percibir que su negocio crece en la misma medida en que crece la soledad del individuo contemporáneo y, para ser sinceros, su negocio, en nuestro disparatado país, está creciendo a un ritmo tan desmesurado que seguro que acabaremos ocupando el primer puesto en el ranking mundial de más putas por metro cuadrado…
Hace ya tiempo, en otra época, la soledad se combatía conversando con quienes compartían la vivienda familiar, con el vecino, el portero, las visitas o con el sereno cuando, de madrugada, uno, mal que bien, regresaba al hogar tambaleándose de farola en farola. Todo eso pertenece al pasado. Mucho me temo que quienes más partido están sacando de nuestro aislamiento – los constructores, los gobiernos y por supuesto, las multinacionales que nos venden lavadoras, ordenadores, microondas, videoconsolas, reproductores de música, televisores, transistores y sexo virtual, mucho, mucho sexo virtual – nos están construyendo ciudades para la soledad; para cincuenta metros cuadrados, como mucho, de televisión, internet, silencio, luz eléctrica, ropa esparcida, comida a domicilio y soledad, mucha, mucha soledad…
Tal vez por eso, a veces, en mitad de la noche, todavía me despierto, ligeramente inquieto, preguntándome si el autor de aquél mensaje, leído en las letrinas de una vieja estación de ferrocarril de un remoto pueblo de La Mancha castellana, habrá tenido suerte y habrá encontrado, por fin, a su asesino.

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