La Liga de las regiones
La próxima temporada jugarán en la Primera División de la Liga española cuatro equipos de Madrid (Real, Atlético, Getafe y Leganés) y otros cuatro del País Vasco (Athletic, Real, Eibar y Alavés). Cataluña y la Comunidad Valenciana contarán con tres cada una. En cambio, la España interior (sin la isla de Madrid, claro) no tendrá ninguno.
El fútbol es un espejo de lo que está ocurriendo en el país. La riqueza se concentra en muy pocos lugares, y no porque Cifuentes, Carmena o, en su día, Esperanza Aguirre sean muy buenos gobernantes, sino por una inercia inevitable que está llevando el dinero de todo el territorio a las grandes urbes, como antes se llevó la población. Los demás hemos pasado a ser meros convidados de piedra.
El proceso no ha empezado ayer, pero antes era menos perceptible. Cuando Madrid tenía dos equipos de fútbol en Primera y Barcelona otros tantos, parecía justificado por la población. Ahora que Madrid concentra la quinta parte de la Liga ya no es un asunto meramente estadístico ni deportivo: es un reflejo evidente de la polarización económica que sufrimos.
La globalización ha forzado a trasladar a Madrid o Barcelona las pocas sedes españolas de multinacionales que aún estaban domiciliadas en otras regiones. La crisis de las cajas hizo el resto del trabajo, dejando sin autonomía financiera a todas las comunidades que no juegan esa Premier League, y el resto lo consiguió Esperanza Aguirre con su política de dumping fiscal, que destrozó el marco tributario. Ella, a la que se le llenaba la boca hablando del mercado interior único, se valió de una treta legal para anular en la práctica el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Como no podía suprimirlo, porque la competencia es del Ministerio de Hacienda, pero sí rebajar los tipos, estableció una exención del 99% que dejaba fuera de juego a todas las demás comunidades. Sabía que el primero que rompiera la baraja no tendría muchos problemas, puesto que podía recuperar holgadamente esa recaudación al capturar los grandes contribuyentes de otras comunidades, atraídos por tan sustancial ventaja, pero cuando otros se quisieron subir al mismo tren, ya era tarde. Y lo peor fue para los que no entraron en ese juego, porque se encontraron con una recaudación muy disminuida y, lo que es peor, crearon entre sus contribuyentes la sensación, real, de que son sometidos a un expolio, al compararse con las autonomías liberales.
Las grandes rentas se fueron a Madrid mientras los gobernantes del Estado, que debieran haber impedido ese fraude de ley que rompía la unidad fiscal del país, miraban para otro lado. La capital de España actuaba como una enorme aspiradora, concentrando mucha más renta que cuando aquellos señoritos del campo decidieron abandonar la vida provinciana y controlar sus latifundios rurales desde la corte. Aquello resulta un problema menor si se compara con lo que está ocurriendo ahora, aunque nadie parezca interesado en aflorar y detener este fenómeno soterrado, quizá para no dar argumentos a las quejas de los nacionalistas.
Ningún partido político ha incluido en sus programas acabar con la discriminación fiscal que representa el Impuesto de Sucesiones, que debiera ser para todos o para ninguno. Solo Ciudadanos se había opuesto con dureza a la excepción del cupo vasco (¿y por qué no al sistema foral navarro?) y ha preferido olvidarse de ello al votar a favor de los Presupuestos de 2017, en los que Mariano Rajoy añadía a nuestros vecinos nada menos que 3.500 millones de atrasos y mejoras, mientras que no ha encontrado la forma de arañar 44 millones para pagar las dos anualidades que prometió y que debe para Valdecilla.
No es un problema de autoridades regionales más o menos exigentes, porque la realidad es que casi todos nos estamos descolgando de esa Liga copada por Madrid, el País Vasco y pocos más. Con un poco de suerte, y de tiempo, nuestro futuro estará en Segunda División, pero ni Cantabria ni todo el resto del país que se va quedando vacío de grandes contribuyentes se merecen que el Gobierno del Estado empuje a favor de corriente, comprándose una legislatura a precio de oro con nuestro dinero, para disponer de los votos del PNV o de los canarios. Y, antes o después, veremos cómo se intenta sofocar el fuego de Cataluña tirando de talonario, si a estas alturas aún sirve como apagafuegos. Quizá hayan olvidado que la política y los impuestos tienen un papel redistribuidor. Los ricos no necesitan ayuda.
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