Liebres con pedigrí

Lo mismo que hay quesos o vinos con denominación de origen, hay un certificado de liebre autóctona de Cantabria que la distingue de la ibérica y la del piornal, las otras dos especies que habitan en la Península. Más grande y pesada que el resto, la liebre europea (tipo al que pertenece la cántabra) debiera poblar todo el espacio geográfico que media desde el este de Galicia hasta Cataluña, pero la intensificación agrícola, la red viaria, las enfermedades y la acción de los cazadores han ido terminando con ella.
Rescatar su línea genética para impedir que desaparezca y, en consecuencia, que las sociedades de cazadores acaben soltando liebres importadas, con otra genética, fue la meta que se fijaron, hace ya cuatro años, los fundadores de la granja cinegética La Encina, ubicada en Santa María de Cayón. Un reto muy difícil, porque es un animal salvaje, con escasa adaptación a la vida en cautividad y porque no existe nada parecido en Cantabria ni en el resto de España, a excepción de un pequeño criadero en Alsasua (Navarra) que no trabaja con liebres autóctonas sino traídas de Francia.
A diferencia de otras comunidades como el País Vasco, donde la Administración promueve los programas de repoblación, comprando las liebres a la granja de Alsasua y soltándolas en zonas vedadas, en Cantabria son los propios cotos los que adquieren las crías para reintroducirlas en sus montes. Uno de los cuatro socios de la granja cántabra, Ivan González, apunta que ambos modelos persiguen un mismo fin, aunque los cazadores se involucran más en Cantabria, al tener que desembolsar su dinero.
El Gobierno regional les allana el camino mediante una convocatoria anual de subvenciones que gestiona la Federación Cántabra de Caza, tras determinar la viabilidad del programa. La única condición es que el coto paralice la caza de esta especie durante un año para consolidar la repoblación, algo que no suele ser un impedimento para los aficionados, los más interesados en poner freno a su declive: “Matar al animal es lo de menos. El cazador prefiere salir a pasar el día con sus familiares y con los perros, como antaño”, apunta González.
Lentamente, los resultados de esta iniciativa se van notando. Después de dieciocho años, en el coto de Galizano han vuelto a ver liebres. Y no sólo allí, también en Arredondo, donde se han soltado un centenar de ejemplares en colaboración con la Fundación Naturaleza y Hombre; Val de San Vicente comenzó con treinta y ya ha alcanzado las cien; en Cayón debe haber al menos 70; en Ajo 30 y en otros muchos municipios, como Villaescusa, Villacarriedo, Santillana del Mar, San Roque, Penagos, Solórzano, Valderredible o Ruiloba.

De la caza a la cría

Tanto Iván González como su socio Enrique Revuelta eran aficionados a la caza de la sorda y la liebre, respectivamente, antes de poner en marcha la granja con la ayuda de sus parejas, Mª del Mar Agüero y Camino Buenaga. En realidad, sólo pretendían demostrarse a sí mismos que eran capaces de criar liebres, pese a las dificultades que entraña. Pero, con el tiempo, han ido descubriendo una vía de negocio en la repoblación de los cotos.
Desde 1997 tenían alguna pareja reproductora y una pequeña cabaña para hacer pruebas, pero hasta 2003 no construyeron unas instalaciones para iniciar su andadura profesional. La nave que levantaron, cuatro veces más grande que la anterior, les costó unos 128.000 euros (el 35% subvencionados con fondos del programa de desarrollo rural Prodercan) aunque la compra de terrenos y otros gastos hizo que su inversión fuese de casi el doble.
A estas alturas todavía no pueden dedicarse en exclusiva a la cría de liebres, por lo que se turnan en la granja, pero el negocio empieza a mostrar un horizonte despejado. Lejos quejan ya unos inicios muy duros: “Cada vez que se moría una liebre nos llevábamos un gran disgusto”, señala Ivan González, que admite que el suyo ha sido un camino lleno de obstáculos: “Al tratarse de una especie salvaje, hay parejas que crían bien y otras que no tanto”, explica.
Nerviosas y agresivas, las liebres son muy vulnerables y pueden morir víctimas de un repentino accidente o de un infarto. Este carácter obliga a los criadores a no cambiar sus hábitos. Por ejemplo, han de entrar en el recinto a las mismas horas y nunca por la noche, cuando registran su mayor actividad, para no causarles estrés: “Hoy se ha desnucado una liebre sólo por entrar a barrer”, cuenta Iván González. Siendo así, es fácil de entender los fracasos de los estudios institucionales, que requieren manipularlas –obtener sangre, pelo o colocarlas un radiotransmisor– para comprobar su adaptación a la vida en libertad.
La liebre entra en celo en el solsticio de invierno y, aunque desde finales de enero ya se puede ver algún gazapo, no suelen parir hasta los últimos días de febrero, por lo que la temporada de cría se limita desde este mes hasta septiembre.
El tiempo de gestación de la liebre es de 40 días y nace en pequeñas camadas, de cuatro crías como máximo. Cada macho ha de emparejarse con una sola hembra porque ésta vuelve a quedar preñada antes de parir. Este curioso detalle biológico, que determina todo el proceso reproductivo, hace que la liebre, nuevamente fecundada con espermatozoides retenidos del primer apareamiento, desarrolle simultáneamente dos embarazos diferidos en el tiempo.
Todos estos factores complican su capacidad reproductora y repercuten sobre su precio, que es de 80 euros, frente a los 10 o 12 que puede costar un conejo.

Adaptación al monte

Los gazapos permanecen junto a sus padres hasta que alcanzan el tamaño suficiente para ser destetados, transcurridos unos veinte días de su nacimiento. Después, pasan a otra jaula donde un veterinario se encarga de desparasitarlos. Cuando cuentan un mes y medio de vida son trasladados a cercados de aclimatación donde permanecen otro mes más, antes de ser soltados en el monte.
Más de mil árboles autóctonos pueblan los dos campos de aclimatación –uno de unos 10.000 m2 y el otro, en la finca primitiva, de 2.000– para que las liebres se acostumbren a su nueva vida: “Encuentran lo mismo que en el monte y su felicidad se nota de un día para otro, por eso intentamos que estén el menor tiempo posible en la jaula”, comenta María del Mar Agüero.
Sólo resta capturarlos con la ayuda de redes y trasladarlos hasta el lugar de suelta. Seis meses después de la repoblación, un biólogo de la Federación Cántabra de Caza se encargará de comprobar si se han adaptado y enviará la información a la Consejería de Agricultura y Biodiversidad, que previamente ha tenido que autorizar a perrear fuera de veda. Los propios cazadores también emplean estos perros de rastreo (lebreles) que agarran (huelen) la liebre y cantan (ladran), en la terminología de caza, para hacer un seguimiento de los resultados.
Con 180 parejas reproductoras en la nueva nave y 35 jaulas con gazapos en la original, la granja alcanzaría su pleno rendimiento. Actualmente cuenta con unas 120 parejas, con una media de cuatro gazapos cada una, porque prefieren quedarse con lo mejor: “Nos interesa más la calidad que la cantidad, para que los ejemplares se adapten y su mortandad no sea tan alta durante los primeros días”.
Cientos de horas en el monte, observando el comportamiento de las liebres y años de cría les han enseñado todo lo que saben. Ser los únicos implica no tener otros en quien fijarse.

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