La capital del mundo, herida

Herida, que no muerta. Así ha quedado Nueva York tras el insólito atentado que acabó con sus dos torres de Hércules, las Twin Towers, símbolo del poder económico. Y herido ha quedado el orgullo de EE UU al comprobar que nadie puede sentirse invulnerable en un mundo globalizado, por más que el enemigo sea lejano o primario.
La luminosidad de Nueva York, la recreación espectacular de un mundo vertical y la pulcritud de los brokers que cada día mueven la economía del mundo desde la aparente placidez de la Bahía de Hudson quedó envuelta en una nube de terror, polvo y sangre tras los atentados del 11 de septiembre.
Es posible que nada sea igual a partir de ahora, pero también es difícil que sea diferente. Simplemente, los estadounidenses y, en general, el mundo occidental, seremos un poco más conscientes de la debilidad colectiva que supone el que un conflicto étnico-religioso en un lugar remoto del planeta pueda arrastrar como un castillo de naipes la seguridad, las bolsas y la economía de todo Occidente. Con la crisis financiera de Tailandia aprendimos que el vuelo de un mariposa en una economía minúscula del Extremo Oriente puede llegar a producir una tormenta generalizada. Se repitió en México, en Japón y, recientemente, en Argentina. Todo afecta a todos, incluido lo que pueda ocurrir en uno de los países más pobres, inhóspitos e ignorados del mundo, como es Afganistán o en los pedregales palestinos. De esta forma, las tragedias históricas de algunos pueblos no pueden dejar a nadie indiferente, porque antes o después acaban por tener un efecto de contagio o, lo que es peor, de desquite.
Estados Unidos ha vivido la peor de sus pesadillas al ser atacada allí donde se creía menos vulnerable, dentro de su propio territorio y en los centros del poder económico y militar. Pero a pesar de la humillación que ha sufrido, ha sabido emplearse a fondo en la terapia colectiva, algo que probablemente Europa no hubiese conseguido con la misma rapidez. Las reconstrucciones del paisaje, de la economía y del orgullo nacional se han convertido en un sólo objetivo, ayudado por muchas banderas (un icono omnipresente a lo largo de toda la tragedia) y de la escasa información sobre la crueldad de los daños personales.
Nueva York, una ciudad empeñada desde hace más de un siglo en un desafío de desenvoltura y modernidad, es un hervidero de razas y talento, capaz de reinventarse a sí misma antes de que cualquier otra urbe intente arrebatarle la capitalidad mundial. Es posible, incluso, que encuentre un nuevo modelo urbanístico para el siglo XXI, que reemplace al de los rascacielos, el que creó para el siglo XX, pero lo que es seguro es que, sea lo que sea, nacerá allí. La ski line del contorno neoyorkino será distinta, pero igualmente espectacular. Las dos torres eran las barras atravesadas en el símbolo del dólar y no cabe la menor duda de que pronto tendrán un sucesor espectacular. Quienes no serán reemplazados son aquellos que quedaron entre los escombros ni habrá forma de restañar esa ingenuidad entrañable de los norteamericanos que creían de buena fe que todo el planeta les estaba agradecido por empujar del mundo.

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