Los hitos de la historia económica de España (14)

Lo más destacado de la posguerra civil española fue el largo tránsito desde una economía de supervivencia y autarquía, completamente aislada del mundo, hacia una economía ortodoxa y capitalista que, por fin, propició el desarrollismo de los años 60.
España hay que reconocer que tuvo poca suerte. Nada más terminar la Guerra Civil comenzó la II Guerra Mundial y esta vez el país no pudo aprovechar la neutralidad, como había hecho en la anterior conflagración mundial porque la situación internacional era muy distinta y la ayuda que habían prestado Italia y Alemania al bando nacional había sido tan grande y evidente que parecía inevitable tener que pagarla.
Sorprende, por tanto, que España no llegara a intervenir a favor del bando nazi-fascista aunque, bien mirado, nuestro país difícilmente podía constituir una ayuda para nadie, tal y como había quedado después de la guerra.

La autarquía
Naturalmente, la guerra significó un retraso para la reconstrucción económica española y la primera solución fue crear un organismo, la Comisaría de Regiones Devastadas, para atender los problemas más urgentes, entre ellos, la reconstrucción de trescientas poblaciones que habían quedado completamente arrasadas por la contienda.
Cuando los vencedores se hicieron cargo de todo el territorio nacional se dieron cuenta de que la victoria era bastante más ruinosa de lo que cabía esperar. Los precios comenzaron a subir y, como resultado lógico de la desmovilización de las tropas, se produjo una sobreabundancia de mano de obra, en un momento en que las empresas carecían de las materias primas y de los capitales que hubieran permitido absorberla.
Los alimentos de primera necesidad como el pan, el aceite y el azúcar escaseaban. El Banco de España se había quedado sin reservas y, al verse obligado a emitido papel moneda sin el respaldo suficiente, había aumentado el peligro inflacionista.
A todo ello se unía el que España tenía un régimen dictatorial y los triunfadores de la II Guerra Mundial defendían los sistemas democráticos. Así, las conferencias de San Francisco y Postdam, en 1945, excluyeron al estado español de los nuevos organismos internacionales y, al año siguiente, la ONU lo declaró “un peligro para la paz”, recomendando la ruptura de relaciones diplomáticas y comerciales con nuestro país.
Como resultado de todo ello, España quedó prácticamente aislada. La frontera con Francia por los Pirineos se cerró y los suministros de algunos productos, como el carburante, se cortaron por completo. Dice el refrán que a perro flaco todo se le vuelven pulgas y, para aumentar los problemas, la sequía acentuó la escasez de energía eléctrica y provocó la paralización de muchas industrias.
Fuera de España creían que el régimen de Franco no iba a aguantar mucho tiempo. Pero, como se ha vuelto a comprobar en Cuba, los bloqueos no suelen dar el resultado buscado y el franquismo no sólo aguantó sino que salió fortalecido, aunque la población tuviese que discurrir cómo salir adelante sin recurrir al exterior, echando mano del ingenio para tratar de encontrar sucedáneos de lo que antes se importaba.
Pero el mundo seguía dando vueltas y el comienzo de la llamada Guerra Fría entre la Unión Soviética y EE UU tuvo un efecto colateral para España: el acceso al bloque occidental. Primero, fue admitida en la Unesco en 1952. Al año siguiente, firmó el Pacto de Alianza y Ayuda Mutua con los EE UU, una especie de salvoconducto hacia la ONU, donde acabó entrando con el voto de los soviéticos. Vivir para ver.

La expansión
Costó mucho salir de la situación de miseria en la que cayó postrada la España de los años cuarenta. De hecho, hasta una década después no se alcanzó un nivel económico comparable en términos de PIB al de 1935. Habían pasado nada menos que veinte años para volver al punto de partida y hasta bien entrados los 50 la iniciativa privada no comenzó a crecer y a aumentar el dinero en circulación.
Comienza entonces un proceso doble y simultáneo de inflación y expansión, ya que suben los precios y los salarios. Al final de la década, hacían falta catorce pesetas para comprar lo que en 1935 valía una y, a la vez, también era más fácil adquirir esas catorce pesetas.
La inflación vigente desalentaba cualquier perspectiva de ahorro y facilitaba el gasto, así que la mayoría de los españoles gastaban lo que ganaban –que no era mucho– una actitud lógica si pensamos en las penurias anteriores. Empezaban a proliferar las diversiones, la música ligera y, sobre todo, los deportes y, en concreto, el fútbol, convertido ya en un auténtico espectáculo de masas. La impresión global que arrojan los cincuenta es de una especie de alegría de vivir sin mucha sustancia ni grandes inquietudes.
Pero el sistema no estaba preparado para ello y en 1957, a pesar del efecto psicológico que produjo la entrada de las primeras divisas con la llegada de aquellos turistas tan estrafalarios para las costumbres españolas de la época, se hizo patente la necesidad de corregir esta situación de inflación que podía acabar como el rosario de la aurora. Aquel mismo año, Europa comenzó a construir el Mercado Común y los nuevos teóricos de la economía española, cada vez menos vinculados al franquismo, pedían un ejercicio de sentido común para estabilizar los precios y la moneda en nuestro país.
En 1959 se puso en marcha el Plan de Estabilización para suprimir los proteccionismos que habían creado una economía totalmente artificial, aumentar la productividad, frenar los precios y fomentar el ahorro. España andaba por los 300 dólares per capita, lo que le convertía en el país más pobre de Europa, junto con Portugal y, lo que es peor, caminaba hacia una situación de colapso. El coste de la vida se había incrementado en un 40% durante los dos últimos años, las reservas habían bajado una cuarta parte y el déficit comercial alcanzaba la cifra récord de 387 millones de dólares. Entre 1957 y 1958, España estuvo al borde mismo de la bancarrota y de la suspensión de pagos pese a que el régimen inauguraba los pantanos de Entrepeñas y Buendía.

El Plan del 59
Un cambio de Gobierno propició la solución. Franco abandonó sus canteras tradicionales de ministros y formó un equipo de evidente extracción tecnocrática, que se dedicó a poner algo de orden neocapitalista y ortodoxo en aquel desbarajuste autárquico que había llevado a la asfixia absoluta, por falta de intercambios comerciales con el exterior y de competitividad interna. Las medidas que se pusieron en marcha fueron dirigidas a unificar el sistema de cambio, elevar los tipos de descuento y controlar el gasto.
El objetivo del Plan de Estabilización fue sanear, liberalizar y racionalizar con dos objetivos urgentes: rescatar la peseta y contener la inflación. Para ello, se devaluó la moneda fijando una paridad con el dólar de 60 pesetas, en lugar de las 42 anteriores, lo que provocó una inmediata entrada de divisas, con 400 millones dólares en créditos provenientes del FMI, la OECE y la banca y el gobierno de los EE UU.
Con el dinero y la apertura llegaron las empresas multinacionales y al año siguiente ya se notaban los efectos. Por fin había superávit en la balanza de pagos, aumentaba la circulación del dinero y las reservas, y la inflación se reducía hasta un 2,4%. Pero el éxito tuvo unos costes: se redujo bruscamente el consumo y la inversión interna, aumentó el paro y los salarios fueron congelados durante cuatro años.
La recesión económica provocó una caída de la renta real de los españoles o, más bien, de los que se quedaron, porque más de un millón de trabajadores se tuvieron que ir de su patria y de su casa para ganarse el sustento en el extranjero. Un coste muy alto a cambio de crear una economía moderna y comparable a la del resto de Occidente, después de un estrafalario intento de autoabastecerse de todo, algo que en la historia económica moderna apenas tiene más ejemplos que el de Albania.

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