Editorial

Es cierto que, si Cantabria renuncia a esta reclamación, corre el riesgo de quedar fuera de la red de progreso que van a tejer las vías de alta velocidad, pero la política está llena de opciones y hay que valorar si llegar dos horas antes a Madrid compensa esos 500.000 millones de pesetas o sería preferible anteponer una docena o dos de proyectos que también tienen una enorme trascendencia para la región, ahora que ya está asegurada la alternativas de volar a Madrid por el precio de un billete de autobús, o que el viaje en tren va a quedar reducido a cuatro horas y cuarto en cuanto entre en funcionamiento el TAV Madrid-Valladolid.
Por mucho que insistan los defensores de la alta velocidad, es difícil que resulte más relevante para el ciudadano que opciones que han resultado infinitamente más baratas, como las conexiones aéreas con media Europa y con buena parte de España –pronto– a precios ridículos, algo que ni siquiera estaba en nuestra lista de aspiraciones, o que en el aeropuerto de Parayas haya casi medio centenar de aterrizajes y despegues cada día. La calidad de un tren no se mide sólo por la velocidad, sino también por la frecuencia y de poco servirá tener el AVE si no hace más servicios diarios de los que ahora presta Renfe. Incluso la posibilidad de circular a 300 km/h es poco verosímil, porque ni todas las circunstancias orográficas son salvables ni será fácil evitar que pare en Torrelavega o Reinosa.

El hecho de que Cantabria esté al final de una línea y que haya quedado relegada, por las dificultades específicas y por las dudas que a todos se nos plantean –lo reconozcamos o no– de que una región con poco más de 500.000 habitantes genere viajeros suficientes para justificar semejante inversión, nos dará tiempo para pensar. Y quizá podamos valorar si no hay alternativas con un mayor retorno social y económico. La política del “si otro lo tiene, yo me lo pido” que han seguido las autonomías en muchas materias, sólo ha servido para multiplicar innecesariamente las inversiones y todos sabemos que no se justifican en España diecisiete hospitales especializados en transplantes de corazón o que cada distrito universitario implante todas las carreras, aunque esas afrentas al sentido común sólo se perciban desde el territorio ajeno.
Ningún país tendrá una red de alta velocidad tan extensa como la que está construyendo España y eso no quiere decir que todos los demás sean más pobres o menos espabilados. Quizá tengan otras prioridades. Y puede que para los cántabros lo más relevante sea tener la alta velocidad, pero conectada con la Y vasca y con toda la red europea, convirtiendo Santander en un punto intermedio de una futura línea norteña. Lo malo es que nadie se atreve a abrir un debate público, porque eso demostraría la debilidad de muchas de las certezas que manejan los técnicos y los políticos. Y no nos engañemos, al político le resulta más rentable dejarse llevar por la opinión pública que tratar de cambiarla, aunque con el tiempo el resultado se demuestre tan caro, incómodo y lento como el reconstruir Valdecilla en lugar de levantar un hospital nuevo en otro emplazamiento.

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