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La FIB

Por supuesto que la FIB no les suena a nada que no sea baloncesto. Pero no es la Federación Internacional de Basket, sino la Felicidad Interior Bruta. No aparece en los manuales de economía pero quizá sea hora de hacerla un hueco. Nos ha abierto los ojos el primer ministro de Bután, que está empeñado en cambiar los rankings internacionales de desarrollo, seguramente porque, en los del PIB, su país está de los últimos. Si le quitamos ese componente pícaro de encontrar un atajo para saltarse la cola, el butanés no deja de tener razón. A los políticos se les elige para tratar de mejorar la felicidad colectiva. Un país puede estar en pleno éxtasis económico, como Estados Unidos en los años 60, y en una incómoda situación de conflicto consigo mismo, en aquel caso como consecuencia de la Guerra del Vietnam, de la lucha de la comunidad negra por conquistar sus derechos y del cambio de valores.
El PIB no garantiza la felicidad y ya hay suficientes estudios como para comprobar que la dicha no aumenta significativamente a partir de una renta media de 20.000 dólares, aunque a nadie le conviene detener la maquinaria del crecimiento económico, porque, si deja que le adelanten otros, en poco tiempo ni siquiera tendrá la posibilidad de agarrarse de urgencia al vagón de cola.
Lo que sí es seguro es que dos países con la misma renta pueden tener dos situaciones de ánimo muy distintas. En España bastó con que Zapatero remodelase el Gobierno para producir una subida del tono vital, al menos en los nuevos ministros y en quienes votan al PSOE, aunque no haya durado mucho. Puede que Rubalcaba sea su Lancelot que, lanza en ristre, llega para salvar un reino acosado por los problemas económicos y puede que sólo cambie la cara con que nos dan las malas noticias, pero lo importante es que, como saben muy bien los presidentes de los clubes de fútbol, cambiando el entrenador se crea una expectativa y ese es un bálsamo milagroso, que si no pone el contador del descontento a cero, al menos lo baja muchos grados.
Los entrenadores ya saben más de la mente humana que de fútbol y en la política también funciona mejor la psicología que la economía, entre otras cosas, porque nadie vota programas económicos. De hecho, a día de hoy, Mariano Rajoy sigue cuidándose mucho de explicitar una sola de sus recetas. Quizá, incluso, sean las mismas que están en marcha, pero eso no le importa a nadie porque lo visualizable es el cambio de banquillo.
Los teóricos de la economía harían bien en buscar en la sociología y en psicología las herramientas para analizar por qué es tan difícil cambiar las tendencias económicas, se haga lo que se haga; cómo se mejora la felicidad colectiva y dónde están los intangibles que crean negocio, que a veces se encuentran donde nadie los imagina. El jefe de planificación urbana de Londres lo ha dicho muy claro: El motor de la City no son los miles de oficinas de esforzados brókers que dan órdenes de compraventa por tres teléfonos a la vez, sino los discretos espacios donde cotillean los banqueros. Allí se urden las grandes operaciones. El resto viene detrás.
En Santander, que es algo más modesto que la City financiera de Londres, nunca se ha llegado a entender que los auténticos centros de negocio eran algunas cafeterías, donde cada mañana se cruzaban los empresarios, los bancarios y los meros especuladores, además de algunos políticos y los jefes de servicio de la Administración, que al final abren más puertas que los propios políticos. Del intercambio de información entre unos y otros surgían inversiones, negocios cruzados y oportunidades. Hemos hecho grandes polígonos pero hemos acabado con las cafeterías, a las que nunca se les asignará otro papel en el PIB que la modesta venta de refrigerios. Sin embargo, en el FIB hubiesen entrado por la puerta grande, la de aportar una pizca de felicidad en forma de relaciones sociales, el mejor café que se sirve en el país y negocios. Esa economía intangible es la que está por descubrir y, a fuerza de despreciarla, quizá hayamos acabado con ella el día en que alguien descubra el modo de asignarle un valor para calibrar su importancia.

El tren gratuito

Javier Solana sostiene que en este mundo moderno hay mucha gente que viaja gratis en el tren del progreso. Entre los que no han pagado el billete están esos jóvenes españoles que según la última encuesta, son pesimistas sobre su futuro. Están convencidos de que vivirán peor de lo que viven ahora, lo cual sucede casi siempre, porque cuando uno se desprende de la etiqueta de estudiante para ponerse la de currante descubre que hasta ese momento vivía en un mundo feliz donde los únicos problemas eran los exámenes y los granos. A lo sumo, algún desaire amoroso. Ni había hipotecas, ni obligaciones familiares ni búsqueda desesperada de un empleo, ni achaques ni jefes ni casi nada.
Su peaje por viajar en el tren del primer mundo lo pagarán a partir de ahora, pero seguro que seguirá siendo menor del que pagan los viajeros que han decidido subirse en marcha, porque por muchos riesgos que asuman, siempre será mejor que verlo pasar por televisión desde algún andén perdido de África o de la Suramérica profunda.
Para ellos sí que será una conquista: saltan tres escalones de una vez y, con toda seguridad, van a vivir mejor que su generación anterior. En cambio, los nuestros, con ese gesto displicente de sentirse estafados, acabarán echando pestes de quienes no hemos sabido garantizarles una vida cómoda, incapaces de asumir cualquier fracaso individual o colectivo. En una sociedad en la que incluso se ofrecen seguros de sol para resarcirse de la lluvia en vacaciones, no es fácil encontrar a quien recuerde que no siempre hubo buenos tiempos y de que lo que sube tiene la posibilidad de bajar.
En una civilización igualitaria todos tenemos la expectativa de viajar a velocidad de crucero, aunque simplemente nos dejemos llevar. Que empujen otros. Incluso, estamos convencidos de que van a ser los inmigrantes los que salven nuestras pensiones, sin tener en cuenta que lo que hoy cotizan ellos mañana lo van a cobrar ellos, porque adquieren exactamente los mismos derechos.
Hasta llegar a la sociedad de masas, los avances tecnológicos tardaban décadas en llegar a las capas populares, de menos poder adquisitivo. Ahora, el éxito de un producto no está en seducir a los ejecutivos de Wall Street, sino en llegar a las favelas lo más rápidamente posible. Y esa universalización del progreso, convertida en conquista social puede que sea sólo un espejismo temporal. Un mundo produce las ideas, otro fabrica los productos y otro encuentra la forma de que alguien se los subvencione. No será por mucho tiempo.

Consejos discutibles

El poco edificante caso de los gastos del presidente del Consejo Económico y Social ha puesto en entredicho el papel del Gobierno, de los sindicatos y los empresarios, que indirectamente se han visto salpicados por no haber frenado a tiempo unos hechos que conocían. Un enfoque que obvia que quienes realmente tiene que fiscalizar esos gastos son quienes están obligados a auditarlos y esos los dieron por buenos. Es llamativo que una administración que tienen tantos mecanismos de control acabe por resultar tan endeble en la fiscalización de algunos gastos. Y es curioso también que, a pesar de la presunción de escasa moralidad que se atribuye a los políticos en la gestión de los dineros públicos, acaben por resultar más fiables que algunos profesores universitarios –de los que se supone mucha mayor pulcritud en los gastos– cuando ocupan un cargo como este, de donde se deduce que el problema no está asociado a un colectivo humano concreto, sino a la ineficacia de los controles sobre quien gestiona para que no acabe por considerar suyo lo que simplemente gobierna, tanto da que se trate de una consejería como de un organismo público o, incluso, de una empresa.
El ‘no me pongan donde haya’ está más extendido socialmente de lo que cualquiera pueda imaginar, empezando por las comisiones de algunos directivos de fútbol por los fichajes y traspasos que hace su club y acabando por los contratos públicos. Y como el ciudadano de a pie no puede contrastar por sí mismo cómo se gasta el dinero que paga en impuestos o el que maneja su club, tiene que haber mecanismos eficaces que actúen en su nombre. Hemos creado muchos, pero también en ellos funciona la condición humana y más de un alguacil podría ser alguacilado. No es un problema nuevo. En un curso de la UIMP de los años 80 participaba el entonces presidente del Tribunal de Cuentas, el organismo fiscalizador de los gastos del Estado, autonomías y ayuntamientos que, aprovechando la circunstancia se aposentó con la familia. Dos semanas más tarde, y a la vista de que no mostraba ninguna disposición a marcharse, tuvo que ser advertido de que no podría continuar ocupando ni un día más las habitaciones del Palacio de la Magdalena.
Los consejos económicos y sociales fiscalizan desde otro punto de vista, el de los resultados sobre la ciudadanía de las políticas que se aplican, pero también debe ser congruente. El CES de Cantabria, a pesar de lo que pueda suponerse por estos hechos, es uno de los que mejor funciona del país y se justifica razonablemente, aunque el Gobierno no estime más allá de un tercio de las sugerencias que realiza sobre las nuevas leyes o a que parte de sus análisis ahora resulten redundantes con los que hace el Instituto Cántabro de Estadística. Pero todo su trabajo podría resultar perfectamente inútil, como ocurre en otras comunidades cercanas, si en lugar de conseguir el consenso en sus informes, funcionase por bloques enfrentados. En ese caso, su papel probablemente sería tan poco relevante como el del Consejo Asesor de Radiotelevisión o el del Consejo Asesor de la Universidad de Cantabria, que empezaron con mucho empuje y han acabado por desaparecer del panorama público. Ya no sabemos de sus propuestas –si las hacen–, de si siguen controlando los presupuestos de los organismos que vigilan o si cumplen los otros papeles asignados, como el de entroncar la Universidad con la sociedad. ¿De verdad se notaría en algo su desaparición?

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