Inventario

Los protagonistas cambian de papel

Las segundas partes de las películas rara vez se parecen a las primeras, aunque repitan los protagonistas. Es lo que le va a ocurrir a George Bush en este mandato, que no tendrá nada que ver con el primero. Pero también le va a ocurrir al cardenal Ratzinger, que, casi con toda seguridad, no se comportará como Papa tal como esperan sus admiradores y temen sus detractores. El poder cambia a las personas y el tiempo acaba por limar muchas aristas. El nuevo Papa tiene demasiados frentes en China y Africa, donde el catolicismo está en plena expansión, y en Latinoamérica donde el protestantismo le come terreno deprisa, como para centrarse exclusivamente en los problemas doctrinales, lo que hacía en su anterior cargo. Así que es probable que descubramos un talante muy distinto –y bastante más conciliador– del que han dibujado sus primeros perfiles biográficos.
Bush, por su parte, va a comprobar cómo gobernar con las arcas vacías es muy diferente a hacerlo con todas las reservas que heredó de los demócratas. Menos dinero es menos poder y ni siquiera Estados Unidos tiene una capacidad de endeudamiento ilimitada. Quienes supusieron que después de las guerras de Afganistán e Irak, el reelegido presidente estadounidense empezaría con su nuevo eje del mal (Irán, Corea del Norte y Siria), se equivocan mucho. Ni hay tropas ni hay dinero para ello. Basta ver que ahora prefiere considerar como una pequeña travesura las pruebas atómicas de los norcoreanos. Y, después de haber conocido hasta qué punto puede enredarse un conflicto en un país islámico, no le va a quedar ninguna gana de más operaciones de liberación en otros países árabes, especialmente en Irán, un territorio aún más complejo que Irak.
Es curioso que en esta legislatura no sepamos nada de las teorías de los neocons, los elementos más conservadores del Gobierno Bush que tanto protagonismo tuvieron en la pasada. Y es más llamativo aún, cuán efusivamente se ha acercado el presidente a la Vieja Europa, que ha debido rejuvenecer de repente. A excepción de su rabieta personal con Zapatero, por la retirada de las tropas, el mandatario norteamericano parece completamente olvidado de sus enfrentamientos con Chirac o con Schroeder, a los que ha saludado con una cordialidad que hace dos años hubiese resultado impensable.
Todo es igual y, sin embargo, todo tan distinto que no parecen los mismos protagonistas. La diferencia está en las circunstancias. La guerra ha consumido mucho dinero y muchos votos (a Blair, ni siquiera una tercera victoria histórica le está salvando de las críticas de su partido por la pérdida de escaños). Y lo que es peor, los votantes norteamericanos o los británicos no tienen la sensación de que haya aportado nada a la mejora del mundo. Si al menos hubiese bajado el petróleo, como pronosticaban los expertos, los electores hubiesen encontrado una razón para embarcarse en esta aventura, pero el precio se ha multiplicado.
EE UU ha pasado en dos años de ser el Imperio, con mayúscula y sin contrapoder alguno, tal como escribían sus hagiógrafos, a ser un país con problemas. Entonces aún no había iniciado la guerra de Irak y parecía poder resolver de un plumazo todo cuando intentara. Ahora, ya somos conscientes de que no. Todos aquellos que se quejaban de la lenidad de Europa, sin un ejército con el cuál imponerse (¿a quién?) y deshacer entuertos por el mundo, ahora permanecen callados. Es verdad que Europa demostró su debilidad. Pero todos los demás también han quedado en evidencia. En el aniversario del fin de la guerra de Vietnam hemos vuelto a comprobar que golpear avisperos sigue siendo un mal negocio. Incluso para el primo de Zumosol.

Atados a la vivienda

Por primera vez desde Altamira, los españoles han de dedicar más esfuerzos a la vivienda que a comer. A pesar de todas las quejas sobre los precios de las verduras o del pescado, lo cierto es que comer sólo supone el 18,1% del gasto que realiza el español medio, muy por debajo del que le exige la compra del piso, en la que gasta cada mes 28,6 euros de cada cien que ingresa. En el caso de las familias más modestas, el porcentaje dedicado a la vivienda supera el 45%, lo que permite imaginar hasta qué punto han de llegar sus restricciones en todo aquello que no es la hipoteca.
Reducir el porcentaje de ingresos que se consumen en la alimentación es síntoma de una sociedad rica. Mientras las economías familiares no superaron el nivel de subsistencia –los ingresos sólo daban para comer y no todos los días– ni hubo cultura, ni ocio, ni arte, ni nada. Afortunadamente, en la sociedad desarrollada comer sólo requiere una parte, cada vez más pequeña, de los recursos familiares. Pero a cambio de esta liberación –ahora podemos gastar teóricamente en otros lujos– nos hemos encadenado a la vivienda, cambiando una dependencia por otra.
En realidad, somos protagonistas de una ficción. Es verdad que vivimos bien, pero a costa de hipotecar todos los rendimientos futuros hasta el día de la jubilación, porque cualquier pareja que desea comprarse una casa asume como algo natural que ha de trabajar (y vivir) para pagarla al menos hasta los 60 años, que se dice pronto. De este modo, no cabe sorprenderse de que la economía vaya bien. Simplemente, porque estamos consumiendo ahora rendimientos que tardaremos décadas en obtener.
Las penitencias de estas alegrías ya se vieron en 1991 cuando se pinchó la anterior burbuja inmobiliaria: Durante varios años, el consumo bajó de forma muy notoria, por el simple hecho de que el dinero ya estaba gastado por anticipado y se necesitaba un tiempo para recuperar los niveles de ahorro familiar.
Quizá sea un éxito social que la alimentación haya dejado de ser la primera partida de gasto de los españoles, pero no tiene ningún sentido que, a cambio, hayamos sido atrapados de por vida en las redes de la vivienda.

La costera de las subvenciones

Piove, porco goberno. Lo dicen en Italia y, al parecer, lo pensamos en muchos otros sitios. Ahora son los pescadores los que acusan al Gobierno de no haber impulsado el cierre del caladero de anchoa hace tiempo para evitar lo que está ocurriendo: que nos hayamos quedado sin peces. Pero cuando se negociaban los cupos de capturas con Bruselas decían exactamente lo contrario. Siempre quisieron más, aún a sabiendas de que hace tiempo que no se logra capturar todo lo permitido, por el irritante hecho de que no lo hay.
Bastaba un año con una costera menos mala para que surgieran voces de todo tipo desautorizando los estudios de los biólogos, que insistentemente han sido calificados de catastrofistas. Eran ganas de autoengañarse, porque ni siquiera hacen falta científicos para comprobar cuál es la realidad. Basta coger la serie estadística de los últimos cuarenta años para comprobar cuánto se pescaba entonces y cuánto se pesca ahora. Los dientes de sierra que se producen año a año nunca han enmascarado la rapidísima tendencia decreciente de las capturas, que evidencian un incuestionable descenso de la población de bocarte.
Ahora nos planteamos si hemos llegado a sobrepasar, incluso, el nivel de supervivencia de la especie. Es posible que, como ocurrió con el besugo, lo hayamos logrado, y que, en el futuro, como también sucede con el besugo, los únicos bocartes que comamos lleguen de otros lugares muy lejanos. Y es probable que se convierta en una delicatessen. La escasez hará que valoremos con más justicia las magníficas condiciones gastronómicas de un pez humilde, que casi nunca son reconocidas en los productos baratos.
Pero eso no va a resolver la enorme paradoja que representa tener una flota de bajura reciente, moderna y bien equipada y unas fábricas esplendorosas y no tener pescado que llevarnos a las redes ni a las líneas de envasado. Inversiones de decenas de miles de millones de pesetas que en muchos casos dejarán de tener justificación. Y, con una segunda paradoja: que primero fue necesario subvencionar esta histórica renovación del sector y ahora será necesario subvencionar su paralización, algo que los pescadores ya están exigiendo.
No podemos permitirnos el lujo de tener en tierra a los pescadores y de mantener las fábricas en regulación de empleo, pero tampoco tenemos otra solución. Las posibilidades de reorientar la actividad de unos y otros son escasas, así que las imprevisiones las vamos a pagar muy caras. Es posible que en el futuro no haya costera del bocarte. Es de imaginar que, antes o después, también acabaremos con la costera del bonito, por agotamiento de la especie. Pero ya podemos dar por seguro que habrá la costera de las subvenciones. El tiempo lo dirá.

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