La década prodigiosa

Si Santander se hubiese saltado la década de 1960 o la de 1970 hoy apenas lo notaríamos. Quizá, incluso, lo hubiésemos agradecido porque hubiese mejorado la configuración urbana de la ciudad. Pero si no hubiesen existido los años 10 y los 20 del siglo pasado, Santander ni siquiera sería parecida. Casi todo lo que hoy es orgullo de la ciudad hay que agradecérselo a una circunstancia tan aparentemente trivial como que el rey Alfonso XIII aceptase un día la invitación para veranear en la capital montañesa, en lugar de hacerlo en San Sebastián y, a partir de la construcción del Palacio de la Magdalena a expensas de la ciudadanía, acudiese a ella durante dieciocho años seguidos.
En poco más de década y media, la presencia veraniega de la Corona propició tantos cambios y de tal importancia cualitativa que siguen siendo la referencia de la ciudad. Una pequeña población de provincias vinculada al comercio marítimo y la pesca, se convirtió en el lugar de moda y la vanguardia del lujo, en competencia con Biarritz o la Costa Azul. A consecuencia de ello surgieron las calles y edificios que hoy, casi un siglo después, siguen siendo los principales reclamos de cara al turismo.
La llegada del rey arrastró a toda la Corte, que no dudó en contratar los arquitectos más conocidos para levantar en Santander sus palacetes de verano, en auténtica competencia, aunque en muchos casos su gusto por el pintoresquismo no aportase gran cosa a la arquitectura.

Las escalas previas

Antes de contar con el Palacio de la Magdalena, el rey ya hacía una breve escala cada verano, ya que por entonces las vacaciones veraniegas se repartían entre Santander, San Sebastián y la isla británica de Wight, donde su esposa Victoria Eugenia pasó los veranos de su niñez. Durante su estancia en Santander, el rey pernoctaba en su yate, el ‘Giralda’, y aprovechaba los días para recorrer en su automóvil la región –fue el primer gran valedor de los Picos de Europa– y visitar los palacios y suntuosas residencias de los nobles locales de la época. La repercusión que esta actividad regia tenía en todo el país, a través de las crónicas y fotografías que los reporteros enviados a la región publicaban en las revistas ilustradas de Madrid, era comparable al efecto causado por las actuales revistas del corazón, y muchos notables del reino optaron también por secundar la costumbre real en sus veraneos. En 1912 Santander era ya el lugar de moda no sólo para los españoles más pudientes, sino que el interés por conocerla alcanzaba a las clases adineradas de Francia e Inglaterra.

Nace El Sardinero

La llegada de la Corte dio lugar a la ordenación urbanística de todo El Sardinero como una zona residencial de lujo y propició, indirectamente, la creación de un entramado hostelero a la altura de los visitantes, entre los que destaca el Hotel Real. Un esfuerzo que en este caso partió de la propia ciudad, consciente de que el Palacio de la Magdalena era una iniciativa importante, pero insuficiente, habida cuenta de la nutrida clase alta que acompañaba a los reyes en sus veraneos, a la que obligatoriamente se añadía un ministro de jornada que debía despachar diariamente con el monarca.
El propio rey, intranquilo por la posibilidad de que la Corte prefiriese la vida más mundana de San Sebastián ante la escasez de locales de diversión de Santander, lo puso de manifiesto ante algunos notables locales, y él mismo transmitió varias ideas para crear estas infraestructuras, a semejanza de las que se habían puesto en servicio en la capital guipuzcoana poco antes: el Hotel María Cristina, el Gran Kursal o el Hipódromo de Lasarte. Tanto el Hotel Real, como la tercera renovación del Casino ya existente para dar lugar al Gran Casino, el campo de polo de La Magdalena o el hipódromo de Bellavista fueron producto de su insistencia. En el caso del Hotel Real, tras fracasar una iniciativa del naviero Angel Pérez Eizaguirre, fue el propio Alfonso XIII el que encargó a Emilio Botín (abuelo del actual presidente del SCH) que encabezase un nuevo proyecto, al que él se sumó como accionista para asegurar el tirón popular de la emisión de acciones, y el monarca en persona eligió la finca donde debía construirse, con bastante acierto, dado que de haberse optado por cualquiera de las otras dos opciones que se barajaban en El Sardinero, no hubiese propiciado la urbanización de la zona del Alto de Miranda, como originó, ni la unión de la ciudad con la zona residencial de El Sardinero. El monarca no logró, en cambio, que se levantase un segundo gran hotel, que entendía imprescindible a la vista del creciente interés de las élites políticas y económicas por Santander y que debía repetir en la capital cántabra el binomio madrileño Ritz-Palace.
La presencia real también propició la creación del Club Marítimo, para organizar las pruebas de balandros a las que era muy aficionado, y del Club de Golf de Pedreña.
La mayoría de estos hoteles e instituciones han logrado sobrevivir con enorme dignidad, a pesar de haber transcurrido casi un siglo desde entonces, y aún hoy cumplen un papel insustituible. La calidad del comercio santanderino, por otra parte, aún es producto de la moda cortesana de entonces de “ir de tiendas al centro”.

El lujo como motor económico

Si el economista Werner Sombart trató de demostrar que la artesanía francesa de objetos de lujo para los palacios de Versalles puso las primeras piedras de la civilización industrial, de la avalancha de lujo que invadió repentinamente los veranos santanderinos puede decirse algo parecido. Sus inquietudes y necesidades también despertaron una actividad desconocida tanto en la mejora de las infraestructuras urbanas, como en la dotación de instituciones benéficas, culturales y deportivas.
Un espíritu de emulación entre los miembros de la nobleza y la burguesía acaudalada propició que en Cantabria surgiesen decenas de palacetes de verano, y la presencia simultánea de una generación de ilustrados de espíritu krausista y librepensador llevó a crear el hospital más avanzado de España, la Casa de Salud Valdecilla, con una filosofía de la sanidad completamente innovadora, lo que permitió reclutar a los médicos con más inquietudes, sin dejarse seducir por nombres ni arredrar por los muchos complejos de una pequeña ciudad de provincias de la época.

Industria y cultura

Producto de la presencia de la corte o de la simple evolución económica, lo cierto es que también fueron años exuberantes para la industria y los servicios. En un plazo muy breve, comenzó a prestarse el servicio de telefonía, se creó Electra de Viesgo y se levantaron la Vidriera de Vioño, la fábrica de cables de Standard en Maliaño, los depósitos de CAMPSA, la cooperativa lechera SAM, el Depósito Franco de Santander, la Electrometalúrgica de Astillero, la fábrica de RCA en Hinojedo, Productos Dolomíticos, Brasso, la Cros de Maliaño o los Laboratorios Cantabria y se adjudicó la construcción del Santander-Mediterráneo, aunque el resultado final de este proyecto sea el que todos conocemos.
En esos años de presencia real se levantaron también los edificios del Banco de España y de Correos y se erigió la Naval de Reinosa, la fábrica que iba a restablecer el orgullo nacional herido tras el desastre del 98 en Cuba, cuando los cañones españoles demostraron ser incapaces de acercarse, siquiera, a los barcos norteamericanos. Reinosa fue elegida por el Ministerio de la Guerra por tener las condiciones idóneas para conseguir el mejor temple en el acero, aunque la fábrica nunca tuvo en los cañones su principal fuente de negocio.
La ebullición cultural fue pareja a este desarrollo social y económico. Por entonces se inauguraron la Biblioteca Menéndez Pelayo, los museos Municipal de Santander y de Prehistoria, la Sala Narbón, el Teatro Pereda, el Gran Cinema y se inició el Teatro María Lisarda Coliseum. Si a esto se une la polémica internacional sobre la autenticidad de las cuevas de Altamira y la presencia en Cantabria de Alberto I de Mónaco como avalista, resulta fácil entender la sensación local de protagonizar toda una época.

Dos mundos en uno

La eclosión industrial y cultural, junto a la apertura de Valdecilla, cambió por completo la tipología de la ciudad y de la provincia, aunque no deben sacarse conclusiones erróneas: Entre el Santander estival de los felices veinte y el Santander provinciano y tristón del invierno, recogido en el casco urbano y que consideraba casi una aventura acercarse a El Sardinero, mediaba todo un abismo.
No obstante, la presencia de ese mundo extraño, lleno de automóviles de lujo, institutrices inglesas, diseñadores de jardines franceses y costumbres desconcertantes había provocado en quince años un avance en todos los aspectos probablemente superior al del medio siglo precedente y todo ello mientras el mundo vivía la conmoción de la Primera Gran Guerra.
El historiador José Luis Casado Soto sostiene que “probablemente muchas de esas obras e iniciativas se hubieran llevado a cabo de todos modos, aún sin la periódica presencia de la familia reinante, pero de lo que no cabe la menor duda es que de con ella no sólo se multiplicaron las ideas y actuaciones, sino que las mismas adquirieron una envergadura y nivel de calidad muy poco probable en otras circunstancias”.

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