Editorial

Si hubiese llevado más tiempo en la política sabría que en esta pequeña región la garantía de perpetuidad en un cargo está en no hacer, porque eso no molesta a nadie. Por ejemplo, si alguien propusiese dar algún tipo de uso al Pirulí de Peñacabarga, aparecerían en los periódicos docenas de cartas de lectores airados por la idea, convencidos de que es antiecológica, desafortunada, descabellada o producto de algún chanchullo. En cambio, nadie siente el más mínimo escozor por el hecho de que esté cerrado desde hace más de veinte años o que la antigua fábrica de Tabacalera, en el centro de Santander, lleve cinco a la espera de destino, o que el edificio de Tabacalera de la calle Antonio López también esté sin uso o tantos otros, mientras las administraciones públicas pagan docenas de alquileres por media ciudad.

Hay un caso paradigmático, como es el frustrado acondicionamiento de un local como oficina provisional de Tributos, un organismo que tendrá que desalojar del Edificio Triguero porque el Ayuntamiento de Santander no permite atender al público por encima de una segunda planta. Algo que resulta insólito, ya que el propio Ayuntamiento tiene oficinas en la misma situación en el Edificio Ribalaygua y en su día puso un gran empeño en que la sede del Gobierno se mantuviese en el centro de Santander, para evitar la desertización que amenaza al casco urbano en materia de actividades económicas. Pues bien, mientras llega una solución definitiva, el Gobierno no ha pensado ni por un momento en volver a utilizar las oficinas de su sede de Puertochico, que llevan cerradas un año y estarán cerradas hasta que al Ayuntamiento le de la gana de autorizar el Edificio Moneo, que no será antes de que el Gobierno le apruebe el nuevo Plan de Urbanismo.
Así acumulamos un tropel de edificios públicos, patrimoniales o alquilados a los que pronto se añadirá el Edificio de Piedra, en el Paseo de Pereda, pero tampoco eso crea un especial malestar en una sociedad que siempre ha sido partidaria de acumular activos, aunque no se les saque partido alguno. Si Mendizábal pudiese levantar la cabeza comprobaría asombrado que la Administración pública ha tomado el relevo de la Iglesia en el latifundismo de manos muertas. Pero en este caso no hay partido político alguno –ni siquiera aquellos que se proclaman ultraliberales– que ponga el grito en el cielo ante tan inútil como costosa acumulación de inmuebles, así que no cabe esperar una nueva desamortización, esta vez para hacer una limpieza en el sector público.

Cuando el Banco Santander ha vendido todo su patrimonio de oficinas, incluida la Ciudad Financiera que acababa de construir en Madrid, ha abierto las puertas de una nueva época. El Banco tiene negocios más rentables en los que emplear ese dinero. Nuestras administraciones, en cambio, son herederas del racionalismo francés que exigía edificios civiles munificentes en los que el Estado demostrase su poder ante la ciudadanía y han dado un paso más, el de la acumulación. Si cada dependencia del Gobierno regional, del nacional o del Ayuntamiento repartidas por las calles pusiese un mástil con una bandera, como se ha pedido en ocasiones, la ciudad parecería permanentemente en fiestas. Una demostración tan desmesurada daría que pensar sobre cómo se gestionan los impuestos. Y a la vista de que hay alguna ley de la naturaleza que fuerza a que cualquier espacio público, por holgado que sea, tienda necesariamente a llenarse de funcionarios y quedarse pequeño, lo mejor sería desprenderse lo más rápidamente posible de todo lo que sobra y hacer una reingeniería a fondo de lo que aparentemente es necesario. No haría falta construir edificios públicos en años.

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