Los hitos de la historia económica de España (16)

Hay quien opina que la democracia en España no ha tenido suerte porque siempre ha coincidido con alguna crisis económica internacional. Ejemplos de esa hipótesis son la etapa democrática de 1868, que hubo de enfrentarse con la crisis económica más grave de la segunda mitad del siglo XIX; la Segunda República coincidió con la Gran Depresión y la recién estrenada democracia tras la muerte de Franco con la crisis del petróleo de 1973 que, en poco tiempo, provocó un espectacular encarecimiento de un producto que, hasta entonces, nunca había escaseado y que, por su carácter de bien básico para nuestro abastecimiento energético, tenía consecuencias dramáticas para la mayor parte de las economías occidentales, incluida la española.
Los albores de la democracia española también coincidieron con otro factor al que no se ha dado tanta relevancia como al petróleo árabe pero que también es importante: la ruptura de los Acuerdos de Breton Woods, a los que se había llegado tras la II Guerra Mundial y que, desde entonces, habían regido el sistema económico internacional. Prescindir de ellos llevó a un desconcierto monetario global.
Fuera por un factor o por el otro, en España nos la tuvimos que ver con una desmedida escalada de la inflación que se convirtió en el problema número uno para la economía del país.

La inflación
Curiosamente, en un primer momento no se hizo nada o, al menos, nada efectivo para reaccionar, quizá por la evidente decadencia del Régimen. Sin embargo, España seguía creciendo por encima de la media europea ya que, pese a todo, la inercia del boom de los años 60 tiraba de la economía nacional.
Los verdaderos problemas comenzaron a notarse en 1976, cuando la inflación superó el 16%. Pero lo que constituía una auténtica novedad en el campo teórico de la economía eran las cifras de desempleo, más de un millón y medio de trabajadores, la más alta en la historia reciente de España.
Los capitales empezaron a emigrar ante el clima general de incertidumbre, lo que colaboró a agravar los problemas. Es de sobra conocido que el dinero no tiene afición por el patriotismo y los poderes públicos, más centrados en la política que en la economía, no supieron definir una estrategia para evitar esta hemorragia. Estaban tan empeñados en diagnosticar el verdadero mal de la crisis que no cayeron en la cuenta de que ésta no tenía un solo origen. La explicación teórica tradicional la atribuía a las recesiones o, en términos bíblicos, a una época de vacas flacas, similar a la vivida en los años 30, acompañada de paro y que acabaría en deflación. Puede que esa fuese la teoría. La realidad es que la inflación estaba disparada y, además, era inexplicable. Y falta de comprensión y de solución formaban un fatal binomio.
A la situación que caracteriza el escenario económico español de los años setenta se le acabó denominando estanflación, término poco original pero descriptivo, porque alude a la suma de estancamiento más inflación. Elevar el precio del dinero para disminuir su volumen en el mercado y endurecer los créditos fue una medida escasamente operativa y la dificultad para obtener dinero sólo sirvió para desanimar a los inversores.
No sólo no se creaba empleo, sino que en España se produjeron unas doscientas mil suspensiones de pagos, en su mayoría de pequeñas empresas, con la pérdida de casi dos millones de puestos de trabajo en una década. Ni que decir tiene que, en lo social, la situación económica se tradujo en numerosas huelgas y movilizaciones, ya que al malestar se unió la novedad de poder expresarlo libremente.

El petróleo
Desde el punto de vista energético, aspecto fundamental de la crisis, España tenía una alta dependencia del exterior. En 1977 importábamos el 66% de la energía necesaria sin que existiera ninguna medida interna que lo contrarrestara, de forma que cuando el precio del crudo se multiplicó por nueve al pasar de 1,63 a 14 dólares en un solo año, el país sufrió el consiguiente desequilibrio.
Las relaciones comerciales de España con el resto de naciones tampoco eran muy equilibradas porque las exportaciones solo cubrían el 45% de las importaciones y no existían recursos suficientes para mantener los intercambios. Así que, en cuatro años de crisis –de 1973 a 1977– la deuda acumulada pasó a ser de catorce mil millones de dólares, el triple de las reservas de oro y divisas que tenía el Banco de España.
La inflación estaba a niveles sudamericanos, porque en el año 1976 rondaba el 20% y en 1977 había subido ya al 44%. En otros países desarrollados de la OCDE, la inflación también era alta –en torno al 10%– pero, en ningún caso, como en España.
Cuando más sombrías eran las perspectivas, el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, consiguió un acuerdo que pocos meses antes hubiese parecido impensable, los Pactos de La Moncloa, en los que incluso los partidos menos afines, como el PSOE o el PCE y los sindicatos, llegaban a un compromiso de responsabilidad con el Ejecutivo para buscar una solución a una situación económica que seguía empeorando cada día. La preocupación traspasaba las ideologías y el Gobierno sintió la necesidad de hacer algo para atajarlo echando mano a una política de concentración nacional que, en realidad, fue el auténtico significado de los Pactos.
Desde 1973 hasta el inicio de la recesión internacional se habían probado varios paquetes de medidas económicas, pero todos los intentos fracasaron hasta que, a la novena, fue la vencida: los Pactos. El encargado de redactarlos fue el entonces ministro de Economía, Enrique Fuentes Quintana, que había participado activamente en el Plan de Estabilización y que había hecho suya la frase de la República: “O la democracia acaba con la crisis o la crisis acaba con la democracia”. Los Pactos de La Moncloa fijaron un programa económico previo a que se redactara y aprobara la Constitución al año siguiente.

Los Pactos
El Gobierno de Suárez se había reunido con los sindicatos durante el verano para convencerles de la necesidad de moderar los salarios para acabar con una inflación que no tenía visos de parar por sí misma. En otoño, Fuentes Quintana ya tenía preparado un documento base y el texto final fue acordado con todos los partidos políticos parlamentarios. El 25 de octubre se firmaron los Pactos de la Moncloa, con dos partes diferenciadas, una de medidas urgentes contra la inflación y el desequilibrio exterior y otra con reformas para repartir los costes de la crisis.
Las medidas de saneamiento más inmediatas iban destinadas a frenar la expansión de la masa monetaria y reducir el déficit público, al tiempo que se establecía un cambio más realista de la peseta para corregir el desequilibrio exterior. También se obligaba a incrementar los salarios de acuerdo con la inflación prevista y no pasada, con el fin de que, en 1978, no aumentasen más del 22% respecto al año anterior, para cortar una espiral de precios y salarios cada vez más acusada.
Los efectos positivos fueron inmediatos ya que la inflación anual terminó en el 26% y un año más tarde bajó al 16%. Las reservas de divisas se doblaron y las cuentas de las empresas empezaron a mejorar. Los Pactos de La Moncloa no sólo salvaron la economía, sino que también salvaron la democracia.

Suscríbete a Cantabria Económica
Ver más

Artículos relacionados

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Botón volver arriba
Escucha ahora