Inventario

Los ricos del ladrillo

La revista Forbes, que tiene la costumbre de husmear en las fortunas ajenas, ha informado a todo el mundo de la aparición de una nueva especie en España, los ricos del ladrillo. De repente, diez españoles, algunos de ellos perfectamente desconocidos para el gran público, se han incorporado a la lista de los más adinerados del mundo, en la que tradicionalmente se escalaba poco a poco. Estos han llegado de golpe, con tanto descaro que varios de ellos han superado a la velocidad del rayo al rico oficial de toda la vida, Emilio Botín, tan rezagado ahora que, de repente, la suya parece apenas una fortunita.
En otros países hay ricos de todo tipo: comerciantes, industriales, brokers… En España hay monocultivo de promotores inmobiliarios, una actividad que, como se ve, es la vía más rápida para llegar a la estratosfera de los pudientes. Pero no basta sólo con construir. Son necesarios al menos dos pasos más. El primero, sacar la empresa a bolsa, lo que garantiza el pelotazo cualitativo para estar entre los ricos y, el segundo, hacer un par de fusiones, eso sí, adquiriendo siempre una empresa de mayor tamaño que la tuya, porque el endeudamiento es intrascendente y sólo refleja el tamaño de la ambición.
Estas dos fórmulas tan sencillas explican que en un solo año hayamos pasado de tener diez de las 700 mayores fortunas del mundo a exactamente el doble. Una eclosión que sólo se produjo con las privatizaciones mejicanas de comienzos de los noventa y con las de Rusia de finales de la década, dos ejemplos poco recomendables. Aquí no ha sido necesario privatizar nada, pero eso no quiere decir que estas fortunas sean totalmente ajenas a las decisiones administrativas, porque proceden de un sector tan intervenido como es el suelo. ¿Por qué casi siempre son más rentables aquellas actividades sometidas a regulaciones públicas muy estrictas, como los derechos de edificar sobre un determinado terreno, que aquellas totalmente liberalizadas, como la fabricación de coches, en las que cualquier industrial puede decidir los que hace, cómo los hace y dónde los hace? La prueba está en que entre los más ricos de España hay muy pocos industriales en comparación con los empresarios vinculados a la construcción.
Las autoridades deberían reflexionar sobre ello y sobre los márgenes que demuestra tener un negocio, como el de la vivienda, donde once grandes empresarios han acumulado una fortuna de 19.000 millones de euros (más de tres billones de pesetas). Y, si tuviesen alguna intención de llegar más al fondo del asunto, que no la tienen, analizar por qué el reparto de las rentas empieza a dibujar aquella economía de casino que Nicolás Redondo padre reprochaba al entonces ministro Solchaga. Es curioso que gobernando el PSOE en sólo un año los salarios hayan perdido un punto en su contribución a la renta nacional, en favor de las rentas del capital. Algo que puede atribuirse a los rendimientos de una bolsa que avanzaba al galope pero, también, a la aparición de una cultura especulativa que ha salpicado a casi todos, basta con que tengan una vivienda.

Bush, el ecologista

Incapaz de encontrar una salida para Irak, que como suponía cualquier europeo es más incontrolable aún sin Sadam; con el rebrote de la guerra en Afganistán, un país donde la saturación de bombas inteligentes contra los talibanes sólo ha conseguido reproducirlos, y con la victoria en Palestina de los más radicales, que han acabado por hacer bueno al anterior enemigo, Yaser Arafat, George Bush se dedica ahora a las misiones medioambientales y humanitarias. Un cambio tan delirante que sólo puede creerse de alguien a quien todo lo demás le ha salido mal y necesita encontrar un motivo para pasar a la historia con al menos una página limpia.
El presidente del Imperio, como por aquí le denominaban muchos hagiógrafos ahora desaparecidos cuando se embarcó en la guerra contra el terrorismo, estaba tan concentrado en esos frentes fallidos que ahora descubre el desorden general que se ha producido a su alrededor. Chávez, con su oratoria del siglo XIX le ha incendiado todo el subcontinente sur, y los chinos con sus contratos para asegurarse el suministro de materias primas a largo plazo, han entrado a saco en su granero latinoamericano. Y todo esto, en un momento de despiste.
En la administración norteamericana alguien debe quedar con el suficiente sentido común como para percibir el problema y le ha organizado a su presidente un viaje por las que antaño fueron sus tierras del sur, para tratar de empatar, al menos, una partida que le estaban ganando de calle los Chávez, Lula, Morales o Kirtchner (Castro ya está amortizado). Y allí se ha ido Bush en misión evangelizadora para hacer bandera de los biocombustibles y de la lucha contra la pobreza. ¿Se imaginaba alguien al propietario de una empresa petrolera, que está secundado en la Casa Blanca por otro magnate petrolero (Cheney) y una alta ejecutiva del petróleo (Rice) tratando de crear una OPEP latinoamericana de los combustibles alternativos? Suena tan estrambótico que apenas resulta creíble si no fuese porque hay un trasfondo, el tratar de perjudicar el negocio petrolero de Venezuela.
Pero las intenciones de Bush, que nunca quiso firmar los pactos para reducir el CO2 y siempre se ha negado a admitir las teorías del calentamiento global, no sólo resultan poco creíbles, también son poco factibles. Por supuesto que es fácil ganarse el apoyo de Brasil al proyecto, porque el Gobierno de Lula estaría encantado de poder exportar su etanol a EE UU sin la penalización actual de 54 centavos por galón, que aplica el país norteamericano para proteger a sus fabricantes, que lo obtienen del maíz, frente al etanol brasileño de caña de azúcar, mucho más barato.
Brasil es el primer productor mundial de etanol y podría beneficiarse claramente de la nueva política de Bush, pero el presidente norteamericano difícilmente podrá sacar su plan adelante y no por la oposición de los fabricantes norteamericanos de biocombustibles, sino porque no puede enfrentarse a otro lobby mucho más poderoso, el cerealero, donde consigue el grueso de sus votos, que no podrían seguir vendiendo el maíz para combustible si desaparecen las subvenciones.
El resultado es que el viaje al Sur no va a pasar de ser una excursión.

La suma imposible

Todas las autonomías tienen un motivo para sentirse distintas y otro más para reclamar un mejor trato en las inversiones del Estado. Algunas porque son insulares, otras porque son pobres, son muy montañosas, son estériles, están despobladas o, por el contrario, porque son ricas y no quieren seguir pagando mucho más de lo que reciben. Quien más y quien menos ha conseguido plasmar este derecho a la diferencia en sus nuevos estatutos y las que restan, como Cantabria, indefectiblemente lo harán. Todo resultaría perfecto de no producirse un problema de adición. La agregación no cuadra y Solbes tendrá que resolver lo que él llama el ‘sodoku’ –un pasatiempos japonés que exige encajar los números– autonómico, para meter en la caja de los presupuestos unos derechos de reparto que no suman el 100%, como parecería lógico, sino el 113%. Y da igual cuál sea el dinero que tenga el Estado para inversiones, porque siempre faltará un 13%. No es una cuestión de cantidad, sino de principios.
Estar con la regla permanentemente empieza a crear demasiados quebraderos de cabeza y no es culpa de una autonomía u otra, por mucho que nos empeñemos en atribuir el problema a Cataluña. El sistema de reparto de inversiones ha funcionado hasta ahora con una notoria flexibilidad, de la que se han beneficiado especialmente Andalucía y Extremadura, las regiones que más fondos han recibido del Estado. Pero para que algunos reciban otros tienen que dar y, en este caso, el principal donante desde la Transición ha sido Cataluña, lo cual resultaba de justicia por ser la comunidad con renta per capita más alta, aunque el contribuyente catalán particular, que tiene sus propios problemas, no hubiese estado dispuesto a tantas generosidades de haber sido plenamente consciente de ello. Y hubiese tenido motivos para justificarlo, dado que no todos los catalanes disfrutan de un alto nivel de vida y resulta mucho más caro vivir en su comunidad que en Extremadura, por ejemplo, por lo que es engañoso equiparar las diferencias de rentas con diferencias en el nivel de vida o en la capacidad adquisitiva.
El sistema de buena voluntad estaba condenado a romperse el día que se aclarasen las cuentas de lo que pagaba o recibía cada región y, obviamente, los candidatos a hacerlo eran los que contribuían más, es decir los catalanes, que no encuentran motivos para financiar las autovías de otras regiones cuando ellos están obligados a usar autopistas de pago. Así que su pretensión era recibir el equivalente a lo que aportan, en torno al 18% del total de los ingresos del Estado, y así consiguieron plasmarlo en su polémico estatuto.
Como es lógico, los que reciben también tratan de blindar sus estatutos para no perder cuota en las inversiones del Estado y ahora las cuentas no cuadran, con el agravante de que España recibe cada vez menos fondos europeos netos, una segunda hucha de la que se echaba mano para dejar contentos a casi todos. Antes o después tenía que ocurrir, porque estos fondos que llegan de Bruselas están para empujar a las regiones más atrasadas hasta alcanzar unos niveles de desarrollo equiparables a la media y cuando ese objetivo se consigue solo resta agradecerlo y ceder el puesto a otro.
Solbes no tendrá más remedio que cortar por lo sano si quiere cuadrar el presupuesto. Para esto valen las garantías estatutarias.

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