CARMEN GOMEZ MARCOS, jefa de taller de calderería
PREGUNTA.– ¿Le resulta más fácil moldear el hierro o al equipo?
RESPUESTA.– Es mucho más sencillo el trabajo del taller, porque, a dominar unas máquinas y a ejecutar unos trabajos, como todo en la vida, se aprende. Llevar a la gente es mucho más difícil, porque cada uno es de una forma y hay edades muy variadas, desde los oficiales que empezaron de aprendices con 13 o 14 años y que están a punto de jubilarse, hasta gente joven formada en nuevas tecnologías, con ganas de aprender cosas nuevas.
P.– ¿Cuántas personas están a su cargo?
R.– Aproximadamente veinte. No es lo mismo trabajar en una gran empresa, en la que eres poco más que un número, que en una pequeñita, donde muchas veces la relación profesional y personal van juntas. En ésta, todos conocemos la vida del resto, sabemos cuándo estamos bien o mal, cuándo tenemos problemas… Para lidiar con todo eso hay que tener un poquito de mano derecha y otro poquito de mano izquierda.
P.– ¿Se encuentra más a gusto trabajando con hombres o con mujeres?
R.– Por supuestísimo que con hombres. ¡Con diferencia! (ríe). Después de haber pasado por una gran empresa, como Equipos Nucleares, donde éramos muchas más chicas, puedo decir que donde hay muchas mujeres juntas hay un exceso de competencia mala a todos los niveles, personal y profesional. Además, es a lo que estoy acostumbrada, porque desde que estaba estudiando hasta que comencé en este mundo he trabajado sobre todo con hombres. Las únicas compañeras que he tenido han sido secretarias y señoras del servicio de limpieza.
P.– Entonces se podría decir que lleva toda la vida rodeada de hombres…
R.– Toda la vida. Pero, llega un momento en que no te ven como una mujer sino como un compañero más y eso es fantástico. He ido a muchas comidas y cenas siendo la única chica entre todos ellos. Me hacía gracia escuchar hace unos días que, en la última cumbre del G-20, habían hecho una cena para las esposas de los mandatarios y otra para los propios gobernantes, entre los que estaba, claro, la canciller Merkel. Pues bien, yo soy como la Angela Merkel del convenio del metal en Cantabria.
P.– ¿Y ser mujer le ha beneficiado para este trabajo?
R.– Todas las personas estamos capacitadas, independientemente del sexo, para hacer una serie de cosas. Y no porque seas hombre vas a ser mejor trazador o porque seas mujer vas a ser mejor administrativa. Además, el avance de los medios técnicos hace que ahora sea mucho más fácil para una mujer trabajar en una calderería que hace años, cuando había que tirar de porras y no había grúas ni otras máquinas.
P.– ¿Nunca ha utilizado sus armas de mujer para negociar en el mundo laboral?
R.– Eso sí. Es un poco de juego sucio, entre comillas, pero se debe a las pocas mujeres que hay en puestos técnicos –aunque empiezan a verse, sobre todo en prevención y seguridad laboral– y menos que había cuando comencé. Hasta donde yo sé, soy la primera chica en talleres de este tipo, obviando grandes empresas como Equipos Nucleares, donde siempre las ha habido, aunque en clara minoría con respecto al personal masculino. En estas empresas hay que tratar con proveedores y clientes y, hasta hace poco, el 99% de los comerciales también eran hombres, así que he aprovechado un poquito la circunstancia de ser mujer. Ellos agradecen muchísimo ver a una mujer en este mundo.
De las botas a los zapatos de tacón
P.– Cuando se quita el buzo y las botas ¿Le gusta ponerte un vestido y subirse en unos zapatos de tacón?
R.– Por supuesto, son dos mundos completamente distintos. De hecho, hay mucha gente que me conoce vestida con ropa de trabajo y cuando me ve “vestida de mujer”, como yo digo, no me reconoce. Y, al revés, porque la transformación es increíble.
P.– Además, es usted muy femenina…
R.– Extremadamente femenina, por lo menos lo intento. Fuera del taller voy impecablemente maquillada, porque empecé a hacerlo a escondidas de mi madre, cuando tenía doce años y a esa edad me puse mis primeros tacones. Siempre voy de traje o vestida para la ocasión, ya sea de cóctel o de noche. Sin embargo, si me ves en la acería o dentro de unos días, que tenemos que ir al parque de chatarra de GSW, voy con traje ignífugo, casco, botas de seguridad, gafas, el pelo recogido y tapadito, sin una gota de maquillaje y sin joyas, porque está totalmente prohibido –es muy peligroso– y, además, tienes al servicio de prevención de la fábrica siempre encima, sobre todo en mi caso, porque soy la responsable de los que van a ejecutar la obra. Pero otro día puedes verme haciendo un pase de modelos, como el año pasado, cuando la firma de tallas grandes para la que desfilo participó en la Semana de la Moda de Santander.
P.– ¿Me está diciendo que combina el trabajo en el taller con el de modelo?
R.– He hecho mis pinitos en la pasarela y otras cositas, en plan hobby, como trabajar en la radio. Empecé haciendo una pequeña colaboración en la emisora de la Ser en Torrelavega, estuve un tiempo de locutora en los 40 Principales y fui ‘Maja de Cantabria’, aunque tuve que renunciar al título porque la final nacional me coincidía con la Selectividad. Era muy jovencita, tenía 17 años. Y desde hace unos años hacia acá soy modelo de tallas grandes. Sé que choca que me dedique al mundo del metal, viva entre hombres y sin embargo me haya presentado a un concurso de belleza porque son cosas que no tienen nada que ver, pero yo soy así.
P.–¿Eso hace que se sienta una Carmen dentro del trabajo y otra fuera?
R.–Pues no, realmente no. Solo son diferentes facetas de mí misma, algunas llaman mucho la atención pero, al fin y al cabo, lo que somos y hacemos es lo que nos conforma, la educación que recibes, las personas con las que te vas tropezando… Todo eso va forjando tu carácter y no puedes decir que haya dos Cármenes. Es la misma pero en diferentes facetas.
20 años de trayectoria
P.– Usted fue la primera mujer que entró a la fundición de Global Steel Wire. ¿Cómo recuerda esa experiencia?
R.–Entré físicamente a trabajar allí porque contrataron al taller en el que yo estaba empleada en ese momento y se montó una muy gorda. Pero entonces, hace doce años, no había trabajado jamás una mujer ni en la acería ni en el tren de laminación. Yo llegué como responsable de equipo y tuve que hacer de todo, desde apretar tornillos y ayudar a trazar tuberías hasta puntear los casquillos de una especie de tolva que montamos en una parte del tren de laminación.
P.– ¿Y qué tal le aceptaron sus compañeros?
R.– Imagínese. El primer día, todo el mundo me miraba diciendo: “¡Esta niña ¿qué hace aquí?”. Pues esa niña estaba trabajando. Pero no había ni aseos, ni vestuarios, ni nada adecuado para el personal femenino. De grasa hasta los ojos, hipercansada y sin ningún sitio a donde poder entrar, ni tan siquiera a lavarme, me metí en los vestuarios masculinos, por lo menos para lavarme la cara y las manos antes de subirme al coche y poder llegar a casa para ducharme. ¡La que se montó, Dios Bendito! Ya era impensable que una chica estuviera allí trabajando como para que encima que se atreviera a entrar en el vestuario de los hombres. El problema se solventó cuando el director de la fábrica me dejó una llavecita de su aseo personal. Ahora se lo cuento a las chicas que trabajan allí y se parten de la risa.
P.– ¿Nunca se ha sentido desanimada por circunstancias como esa?
R.– Siempre lo he llevado bien. Yo soy una persona de natural optimista y durante todos estos años de trayectoria profesional me ha pasado casi de todo, pero el 90% han sido cosas buenas.
P.– ¿Cuántos años han pasado desde que comenzó?
R.– Veinte años hará en noviembre. Estudié maestría industrial por la rama de Delineación y cuando estaba acabando llegó a la escuela el director de un taller y preguntó por alguien que fuera del último año y ‘el mejor’. El profesor que coordinaba las prácticas contestó que tenía a un delineante, que era lo mejor había pasado por la Escuela en muchos años, pero con un problema y es que era una chica. Le dió igual. Así que allí me fui, en noviembre del 89, con mis 21 añitos, mi faldita y mis tacones a aquel taller de calderería de inoxidable, que años después fue a la quiebra, aunque parte de los trabajadores formaron una cooperativa para seguir por su cuenta haciendo máquinas para la fabricación de quesos.
P.– Supongo que los inicios también fueron duros…
R.– A la oficina técnica llegué muy pardilla y me presentaron al que era mi jefe, un hombre muy válido y brillante, antiguo delineante de Nueva Montaña Quijano, y al jefe de taller, que medía cerca de dos metros y tenía una voz muy profunda. Cuando me echó la vista encima dijo una barbaridad y añadió: “Esta niña no dura aquí ni una semana”. Y no solo estoy aquí, veinte años después, sino que mi labor es la de ese señor que dijo que no aguantaba allí una semana. Con ellos estuve cuatro años y me adoraban. Desde que me llamó ‘La Niña’, con ‘La Niña’ me quedé, y casi te diría que dentro de este mundillo lo sigo siendo.
P.–¿Y cómo pasó de la oficina técnica al tajo?
R.– Primero estuve a punto de trabajar en un taller de similares características en Valladolid, pero cuando estaba a punto de firmar recibí una llamada de Equipos Nucleares. Nos presentamos catorce personas para una sola plaza en la sala de delineación y la saqué yo. Allí comencé a contactar con talleres de calderería y acabé trabajando en uno de ellos, al acabar mi jornada cada día, hasta las nueve de la noche, y los sábados. Una Semana Santa nos encargaron un trabajo importante y como el personal no tenía muy claro por dónde empezar le dije a mi jefe que me prestara unas llaves de la oficina para preparar unos detalles que les permitieran ponerse a puntear y soldar. Me pasé todas las vacaciones currando como una campeona y al llegar el lunes lo tenía todo listo. Pero, como entre semana trabajaba en otro sitio, cuando llegué el sábado siguiente aquello era un lío de vigas y chapas. Medio en bromas, mi jefe me dijo: “Vas a tener que ponerte el buzo y ayudarles a arreglar este caos”. Así que salí a buscar uno que tenía en el coche y le contesté: “¿Por dónde empiezo? A partir de entonces, es habitual que yo esté físicamente en el taller.
P.– ¿Y cómo acabó finalmente en Meyremo, este taller de Gajano?
R.–Yo empecé con la figura de calcador, que todavía existe. Siempre digo que soy “la última de la vieja escuela” porque todavía he tenido que dibujar en tablero, con tecnígrafo. No es que ahora no sepan dibujar, pero con el CAD es más sencillo. Después fui pasando por talleres como delineante proyectista hasta que un buen día me llamó el que hoy es mi jefe, cuando se jubiló el anterior jefe de taller, y aquí sigo, y estoy encantada. En este mundo nos conocemos todos, hay colaboraciones entre talleres y a mis jefes los conozco desde hace muchos años.
P.– ¿Ha echado raíces en el pueblo?
R.– Nací en Santander, aunque he vivido en Torrelavega durante 22 años. Pero es cierto que ya llevo media vida en Marina de Cudeyo. Vivo en Rubayo y me siento del pueblo porque me han adoptado muy bien y me considero de aquí.
Como ‘Flashdance’
P.– ¿El día a día de su trabajo le exige mucho esfuerzo físico?
R.– En este empleo normalmente no tengo que hacerlo, pero en otros anteriores sí. Aquí les explico lo que tienen que hacer, les saco los planos, decido a qué tareas dar prioridad… y puedo pasarme un día entero en la oficina para hacer pedidos, despiezar o preparar el trabajo para después distribuirlo entre la gente del taller. Sin embargo, también he estado tirada encima de las chapas, trazando y graneteando, porque es uno de mis cometidos. Soy trazadora, hago desarrollos de calderería y he estado en fábricas soldando y apretando tornillos de día y de noche.
P.– ¿Qué es lo que peor lleva?
R.– Las paradas en fábrica, porque tienes que estar allí muchísimas horas ya que todo el trabajo se condensa en muy pocos días, para no tener que detener la producción. Hacer mucho en poco tiempo genera estrés y es duro tener que estar tantas horas de pie y malcomer, porque hay ocasiones en las que solo puedes tomar un bocadillo y seguir. Lo más duro no es el trabajo en sí, sino esas jornadas interminables.
P.– Cuando acaba ¿hace como Jeniffer Beales en Flashdance, que cambia el traje de soldadora por el maillot?
R.– Cuando veo la película me cabreo un poco porque no es muy buena soldadora, hace un poco el paripé (ríe), pero queda bonito. Lo cierto es que estuve practicando ballet hasta los 26 años y bailes de salón… Y tengo hasta cuarto de solfeo y canto. Los karaokes me vuelven loca…
P.– SI pudiera ¿se dedicaría a otra cosa?
R.– Yo soy feliz y me considero una persona privilegiada por varios motivos: por trabajar, siendo mujer, en un mundo que era puramente masculino y porque el trabajo me apasiona, aunque tenga buenos y malos días, como todo el mundo. De hecho, si me tocara la Primitiva o el Euromillón montaría el mejor taller de calderería de Cantabria. Me dicen que estoy loca, porque con una panzada de millones qué necesidad tendría de volver a trabajar. No se lo que haría, si me viera en el caso, pero los tiros podrían ir por ahí.