EMILIA FUENTES, FUNDADORA DE CONSERVAS EMILIA

P.– Recibir un premio a una trayectoria empuja a mirar al pasado… ¿Usted suele hacerlo?
R–. Nunca he tenido tiempo. Mi vida ha sido tan ajetreada que no dormía pensando en lo que iba a hacer al día siguiente. Quería abrir paso, bien firme. Hasta hace tres años, que empecé a mirar atrás porque soy la primera sorprendida de haber llegado hasta aquí. Ahora, en la cama me digo: ¡Hijos míos! –besándose los brazos– ¿Cómo os he podido machacar tanto? y los pies… tenía juanetes en todos los dedos. El doctor quería operarlos de uno en uno pero no le dejé porque yo no le tengo ningún miedo al dolor y a mí nadie me va a ver con cachavas. Ando derecha y llevo tacones, algo duele, pero no importa porque Emilia ante la adversidad se crece. Soy una montaña.

P.– ¿De quién se acuerda en esos malos momentos?
R.–En este Dios no creo pero sí en algo muchísimo más grande que debe haber. Leo revistas como Muy Interesante y no me pierdo el programa de televisión Redes porque creo en la ciencia, que adelanta una barbaridad… Antes decían que el mundo tenía tres dimensiones y ahora han descubierto que hay siete, que no hay un planeta sino millones y que ni siquiera somos un grano de arena en el desierto. El que hizo todo eso debe ser muy grande y no tener ni cuerpo… Mas bien pienso que es una energía primaria que se esparció por el universo en una explosión y todos estamos pringaos de ella y la llevamos dentro.

P.– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión?
R–. Ahora mismo tengo la carne de gallina –se remanga– y me suben escalofríos por la espalda, que son esa energía positiva. Gracias a ‘eso’ no me he embrutecido y soy muy humana; quiero a todo el mundo y doy mucho cariño a mis clientas, que vienen a la tienda con depresión y les digo: ¡me cago en diez, no hay que llorar antes de que le peguen a uno! Luego me dan un beso y se marchan con las pilas cargadas. A mi madre la metieron presa cuando yo tenía cuatro añitos y comíamos en las basuras, dormíamos en los portales y los hermanos pequeños esperábamos a los mayores debajo de las escaleras. Por eso, cuando hacen daño a los animales –se emociona– me tiro a defenderlos como una fiera porque me siento reflejada en ellos.
P.– Hábleme de su madre, ‘La Chila’
R–. Pues la metieron presa y luego descubrimos que la habían denunciado sus propios camaradas, porque la debían dinero. Era jefa de Unión Frutera y repartía fruta, alubias y lo que hubiera… a las tiendas de Santoña, que eran tercermundistas. Tenía un almacén y los soldados le compraban. Había colas, porque mi madre era capaz de vender hielo en el polo, era terrible… Hospiciana, no sabía ni leer ni escribir; de cuentas nada, todo en la cabeza… Cuando cambió el asunto, comenzó a vender bocadillos a los soldados que traían presos al Dueso en barcos, prensados como sardinas. Recuerdo que en el paseo marítimo pedían agua –ni siquiera comida– y yo no entendía nada pero les llevaba una calderetuca. Después, una camioneta los llevaba al penal y, al amanecer, todos los niños que estábamos en los portales, porque teníamos a nuestros padres presos, escuchábamos el ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Si las dunas del pueblo se levantaran, bien hondo, de ahí saldrían huesos… Y mira, eso nunca se ha dicho.

P.– A ella ¿de qué le acusaron?
R.– La trincaron por preparar bocadillos de chicharros a los presos. Los amarraba con cuerdas y, agachada, para que no la vieran, los tiraba a las camionetas. Aunque a la cárcel no la metieron por eso; la denunciaron por beber vino del cáliz y vender castañas en el confesionario. Sin juzgarla ni nada. Mi padre, hombre de dios, era muy bueno, iba a la mar en un motoruco pero no se valía ni para él. Si no, la hubiera ayudado. Mi madre ganaba mucho y no pasaba por casa más que para fregar y lavar la ropa. No me extraña que se durmiera en la furgoneta cuando iba a buscar el género.

P.– Después, el matriarcado pasó de ‘La Chila’ a ‘La Chiluca’…
R.– Pues sí y me encanta que me llamen así porque estoy muy orgullosa de mi madre, que era un mundo aparte. Murió a los 97 años y no dejó de trabajar nunca, a los 95 seguía vendiendo lotería y dio un segundo premio. Yo llevo sus genes, aunque era hospiciana porque a mi abuela Simona se le morían los hijos y la sacó del hospicio cuando tenía meses. Vino a buscarla a Santander en carro porque entonces no existía el tren.
P.– Su vida tampoco ha sido un camino de rosas. Fue una niña de la guerra, una superviviente…
R.– Yo de mi vida no quiero hacer ni una Ama Rosa ni una Historia para no dormir pero me gustaría escribir mis memorias y encontrar la persona adecuada para hacerlo. Se lo debo a mis hermanos y a mi madre que, cuando salió de presa, de siete hijos encontró vivos a dos.

De la fábrica al chiringuito

P.– Pocos pueden presumir de levantar una empresa empezando desde tan abajo
R.– Ha sido una trayectoria muy larga. A los diez años ya estaba descabezando bocartes porque hacía falta mano de obra. A las chavalas nos ponían en bancos porque no llegábamos a la mesa y, aunque pagaban muy poco, nos hacía ilusión aportar a casa… y a las madres más. Sólo nos querían en primavera, porque no sabíamos elaborar. Por eso, cogía trabajos que nadie quería como el zarrapastro, que era barrer y baldear la fábrica, o sacar la pesca de la tina para que las mujeres la empacaran en latas. Al llevar los cestos me fijaba en cómo lo hacían porque no quería estar allí siempre, no sólo porque te enfangabas hasta arriba y hasta los pelos chorreaban muera (salmuera) sino para que no me mandaran a casa. Fue duro, pero a los catorce ya era especialista y lo tenía chupao.

P.– Ahora que es jefa ¿cómo recuerda el otro lado?
R.– En la fábrica había de todo, la que iba tres o cuatro veces al servicio y la que echaba balones fuera para perder tiempo. Yo daba el callo porque tenía la sensación de que, cuanto mejor le fuera al jefe, mejor nos iría a nosotras, y si le iba mal y ganaba poco, en lugar de darnos cuatro nos daría tres. Esa fue mi filosofía mientras estuve en la fábrica. Trabajaba hasta el sábado y los domingos hacía la colada de la semana, planchaba y nos íbamos a bañar a los niños y a comer unas tortillas de patata con pimientos verdes fritos ¡que sabían a gloria! debajo de los pinos del paseo marítimo.
P–. Hasta 1990 no fundó la conservera pero hace 40 años que cambió la fábrica por un merendero…
R–. Tenía unos 29 años. Por entonces, empezábamos a ver turismo barato y se me ocurrió poner un asador con una caseta y una televisión para dar bebidas y ganar más que en la fábrica. Por probar que no quede, ¡nada tengo nada pierdo! y como no me importa trabajar… es más, me encanta y estoy en mi salsa, lo hago con todo el amor del mundo y soy feliz.

P.– ¿Lo fue allí?
R.– Trabajé como una mula pero me fue bien. Se montaron tres chiringuitos –el de Briones, el de Ángeles de La Casuca y el mío– y había para todos. Con doce años, metí en la barra a mi hijo Juan y, por la noche, servía las mesas con el pequeño, Nicolás, agarrado al delantal. Cuando mataron a Carrero Blanco nos mandaron a la plaza de toros y allí empecé a dar raciones de anchoas y barril siciliano. Toda Santoña estaba llena de fabriquines de italianos que venían a por el mejor bocarte del norte de España. Les debemos mucho y, por eso, voy a luchar para que les hagan un monumento.Trabajaba con mi cuñada y algunas amigas, que son mis raíces y aún están en activo.

Mujer y empresaria

P.– Siempre rodeada de mujeres tanto en la fábrica como en sus negocios…
R.– Te voy a decir una cosa, ahora estamos muy contentos con las mujeres pero hemos sufrido lo nuestro cuando teníamos más de 60 en nómina. Algunas decían que Emilia exigía mucho y se me plantaban a mitad de tarea. Han tenido que venir las vacas flacas para que estemos fenomenal. Y es que ahora, como la elaboración es cara, aunque hagan poco, lo hacen bien. ¡Ya se sabe que mucho y bien la paloma no vuela!.

P.– ¿Ese es su lema?
R.– Mi lema es reinvertirlo todo en la empresa porque si se avería una máquina no merece la pena arreglarla, es mejor comprar otra nueva y más moderna. ¡No te has fijado en la fábrica, que parece una boutique! Así nos ha ido bien y a mis hijos nunca les han faltado ni bicicletas ni vacaciones. A mis nueras, que se casaron jóvenes, les dije: ¡Aquí dinero no hay pero herramienta para trabajar toda la que quieras! Y olé bandera. Desde que hicimos el merendero, somos tres familias trabajando codo con codo y nos repartimos un jornal guapo, que nos da para vivir dignamente porque nos lo merecemos, pero el resto no se toca. Ya se sabe que tanto tienes tanto gastas y al son que tienes vives y después… la fábrica se queda obsoleta.

P.– ¿Qué le aconsejaría a una mujer que quiera ser empresaria?
R.– Que tuviera bien claro lo que quiere hacer y lo realizara poco a poco, porque siempre vas a estar empeñada pero siempre evolucionando. Una vez, una mujer que hacía tarros en un garaje me pidió consejo para montar una empresa y le dije que legalizara el negocio y consiguiera un espacio en el polígono. Lo hizo pero después se dedicó a decir que Emilia lo traía todo de Argentina y que envenenaba a medio Santoña. Hay que saber que el tiempo lo pone todo en su sitio y ahora, cuando preguntan por una buena anchoa, todos dicen: ¡La mejor, la de la Emilia!.

75 años sin parar

P.– ¿Los años hacen mella o sigue siendo la misma?
R.– Sigo siendo la misma Chiluca de siempre y no se me han subido los cascos a la cabeza. Estoy feliz con mis amigas, cuando nos abrazamos y recordamos la infancia, con mis clientes, que entran por la puerta y al salir ya son amigos, y me siento muy realizada. Muchos dirán que eso no es vida pero yo me lo paso muy bien.

P.– Parece satisfecha ¿No cambiaría ni añadiría algo a su vida?
R–. Na-da de na-da, porque he tenido una vida de trabajo muy rica y he aprendido muchísimo detrás de la barra y sirviendo mesas a gente de todas las clases, hasta psicología. Y hacer más… tampoco, porque no hemos parao. Ahora vamos a hacer precocinados porque la anchoa se ha puesto muy mal desde que comenzaron a pescar en invierno y no se respetó la veda. Ya le expliqué yo a la ministra de Agricultura y Pesca que el problema es que se matan las anchoas preñadas y millones de embriones más pequeños que la punta de un alfiler, han ido a parar los vertederos.

P.– Lo que sí tendrá es algún sueño sin cumplir…
R.– Me hubiera gustado montar un hotel en Santoña, que no había ninguno.

P.– Ya ha cumplido 75 años ¿Es que no piensa parar?
R.– No. Me levanto a las diez, desayuno, llamo por teléfono para que me vengan a buscar, doy un paseo por la nave, charlo con mi hijo y mi nuera y, a la una y media, voy a la tienda madre, donde empezamos a elaborar la anchoa con etiqueta, hasta las cuatro. Después, doy de comer a los gatos de la vecindad, porque los han dejado tiraos al construir pisos y cuando subo a casa son las cinco y media. Luego regreso a la tienda, en verano hasta las once. Como y ceno en el merendero y me lo preparo yo, para que ellos sigan su rumbo.

P.– Además del trabajo y de los animales ¿Qué le entretiene?
R.– Tengo la costumbre de celebrar muchos santos y cumpleaños, que incluso me invento, sólo para ver a la familia. Y es que, entre el merendero, la tienda y la nave, unos van y otros vienen y no tenemos tiempo. Por eso, aprovechamos las comidas de los sábados para hacer reuniones. No es ni por comer ni por beber sino por la so-bre-me-sa, porque hablamos de esto y lo otro y hacemos piña.
P.– ¿Cómo le gustaría que le recordaran en el pueblo?
R.– Creo que lo mismo mi madre que mis hijos o yo vamos a dejar un buen recuerdo, porque hemos contribuido a que la anchoa se dé a conocer y a que Santoña se escriba en letras bien grandes en la sección de delicatessen de las mejores tiendas del país. Y, en lo personal, haciendo bien a la gente de mi generación en la clandestinidad, a quienes la vida no sonrió tanto.

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