Editorial

El presidente cántabro, que no se deja impresionar por estos datos, sigue insistiendo en que el panorama es absolutamente distinto desde 2014 y, a fuerza de oírselo de una manera tan machacona, uno quiere concederle el beneficio de la duda. La economía es un gran cajón donde cualquiera puede meter la mano y sacar los datos que más le complacen, pero la mayoría de los que caen cada día sobre todos nosotros son como un mazazo y al propio Diego le faltan manos para actuar como apagafuegos, ante unas circunstancias que se empeñan en complicarle el final de legislatura, el momento en el que supuestamente iba a llegar el alivio.
Como en los juegos de los platos chinos, el presidente se encuentra con que todo lo que hay a su alrededor se mueve en equilibrio inestable y el día que no se ve obligado a echar más paladas de dinero a Nestor Martin para que llegue viva a las elecciones y no encontrarse con su propia GFB, es para certificar la defunción de una fábrica histórica, como la vidriera de Vioño, o para intentar zafarse del incómodo proceso judicial derivado de su explicación sobre la estancia ‘gratis total’ en un balneario asturiano. Y para completar el cuadro, el intento de reabrir la planta de asfalto de Igollo deja como imputados a dos altos cargos de su partido. Si esto no es un mes negro, debe venir Dios a verlo.
Dado que en cuatro años su famoso plan Invercantabria sólo ha atraído a las empresas a las que el propio Gobierno les ha garantizado el beneficio, al menos quedaba la esperanza de que las industrias de toda la vida nos sacasen del hoyo, pero también se bambolean de una forma más que preocupante. La última en flojear ha sido Altadis, que ha presentado un ERE de extinción de 27 empleos y ha dejado claro que, aunque la fábrica de Entrambasaguas se ha beneficiado anteriormente de los cierres de otras plantas europeas del grupo, ninguna es eterna. La buena salud nos está matando, porque Altadis ha perdido un 53% de sus ventas de cigarrillos desde que Elena Salgado puso en vigor las medidas antitabaco en 2009.

Desgraciadamente, tan solo son los últimos episodios. En lo que va de legislatura, Teka ha cerrado la mitad de su fábrica de Santander, casualmente la que podía tener más desarrollo tecnológico; Sniace lleva dos años parada y acumula papeletas para no volver a abrir nunca más; Saint Gobain Glass ha apagado el horno para siempre; GFB y Standard se vendieron y afortunadamente parecen tener expectivas; Cementos Alfa pasa por una situación muy apurada; hay un gran grupo de automoción que busca comprador; E.On se acaba de vender con unas enormes minusvalías: Solvay tiene un dilema con su planta de cloro, porque adaptarla a la legislación europea es muy caro y se le acaba el plazo; la nueva fábrica de biocombustibles de Alvarez se enfrenta a un cambio de regulación con el que no es posible la rentabilidad y algo parecido le ocurre a Ferroatlántica.
Si caen nuestros bastiones, no cabe extrañarse de que las medianas y pequeñas empresas estén al límite. Desde 2007 a hoy han desaparecido casi el 40% de las que figuraban en nuestro ranking y ninguna otra ha venido a sustituirlas. No se trata de un proceso biológico de renovación del tejido industrial por el que unas mueren y otras nacen. Las que surgen son irrelevantes en comparación con las que cierran y el mercado que dejan las desaparecidas no ha servido para hacer más grandes a las supervivientes, porque la suma de ventas en cada sector es cada vez menor. Nos hemos hecho todos más pequeños sin que a estas alturas quede ya ningún sector al margen. Solo el público sigue igual, lo que da mucho que pensar.

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