El turrón que viajó al Norte

En muchas casas la Navidad comienza cuando entra por la puerta el turrón de Monerris. Las dos tiendas que la firma alicantina posee en la calle Amós de Escalante y en la Plaza del Cuadro, de Santander, ya han reforzado su plantilla para atender a los clientes que todos los años acuden a esta cita: “Cuando era un crío no entendía por qué se formaban aquellas colas para comprar el turrón de mis padres. Hasta que un día probé el que daban en una comida del colegio y comprendí la diferencia”, dice Alfredo Mira para justificar el éxito cosechado por la empresa fundada por su bisabuelo.
Este amante de la lectura y de la música, lleva en el negocio desde que cumplió su mayoría de edad y conoce la historia del turrón como la de su propia familia, que van muy unidas. Los apellidos Mira Monerris de la casa ya suenan a turrón, porque son de Jijona y aparecen en otras marcas. Lo extraño parece encontrarlos en Santander, pero están vinculados a la capital cántabra desde finales del siglo XIX y hoy sus turrones son objeto de alabanza por expertos gastronómicos como Martín Berasategui, que cree que “es imposible hacerlo mejor”.
“Los turrones industriales son buenos, porque están optimizados, pero no tienen nada que ver”, advierte Alfredo Mira cuando los compara con los productos artesanales de la familia. Una de las claves está en la calidad de la almendra. Monerris está adscrita al Consejo Regulador de Jijona, que rige la denominación de origen, y por ello ha de utilizar obligatoriamente la almendra marcona española, mientras que las industrias recurren a variedades como la californiana, que cuestan la mitad. Algunas fábricas han optado por salirse del Consejo precisamente por este motivo, y así pueden entrar a precios muy baratos en los lineales de los supermercados.
Alfredo Mira achaca a la irrupción de las grandes superficies el que la imagen del turrón se haya devaluado en los últimos lustros, ya que el sector no ha sabido luchar conjuntamente contra sus exigencias: “No hemos tenido una mínima unión para rechazar unas determinadas condiciones de venta del producto, lo que ha reducido los márgenes comerciales y ha provocado el cierre de algunas fábricas”, lamenta.
El artesano piensa que en el turrón se ha cumplido una máxima de los negocios que dice que la primera generación los crea, la segunda los mantiene y la tercera los hunde. Una afirmación que nunca es generalizable, aunque sí puede constatarse que los herederos de quienes fundaron las fábricas turroneras de finales del siglo XIX no están logrando preservar las compañías.

El ‘viaje del turrón’

El sistema de vida de los antiguos artesanos alicantinos trajo a la familia Monerris hasta Cantabria. Para hacerse una idea cabal de cómo acabaron aquí, Alfredo recomienda conocer la orografía de Jijona, una zona de montaña con una agricultura de secano de tan escasos rendimientos que obligaba a los labradores a buscarse un complemento para subsistir: “Aquellas personas hicieron de la necesidad virtud y, en vez de amilanarse, sacaron partido de lo que tenían a mano: el romero, la miel y, sobre todo, la almendra”, apunta.
Aunque son muchos los que atribuyen el origen del turrón a la cultura árabe, en todas las orillas del Mediterráneo (Italia,Turquía, Grecia, Israel o el Norte de África) se elaboran dulces parecidos con almendra o con otros frutos secos, como los pistachos: “El turrón no es español ni alicantino pero el mérito de mis antepasados estuvo en mejorar la presentación y salir por los caminos a venderlo. Y como las materias primas eran buenas, hicieron un producto de calidad y fueron honestos, que es lo que hoy en día falla, se labraron un prestigio y una fama mundial”, dice.
A partir del siglo XVIII, cuando los habitantes de la Corona de Aragón pudieron viajar a las tierras del Nuevo Mundo, el turrón se introdujo en Hispanoamérica. Tanto que Jijona, un pueblo con apenas 7.000 habitantes, acabó siendo conocido en medio planeta.
Quien popularizó el turrón en Cantabria fue su bisabuelo, Francisco Monerris, un agricultor que decidió probar suerte en la Santander de finales del siglo XIX, donde una notable burguesía crecía al calor del Puerto. Llegó con su hermano Enrique pero después se quedó solo al frente de su negocio estacional, con ciertas semejanzas a los viajes que los pasiegos hacían en verano a Francia para vender helados y completar así sus menguadas rentas ganaderas.
Su bisnieto le define como un “personaje pintoresco” tanto por su apariencia física ya que “era muy alto y venía vestido a la antigua usanza alicantina, con un blusón negro y un sombrerito”, como por su simpatía y sus dotes de buen comerciante. Eso le convirtió en una persona muy popular en la ciudad pese a que solo permanecía en ella los meses de noviembre y diciembre. El resto del año residía en Alicante, como todos sus colegas, que hacían en invierno el ‘viaje del turrón’, aprovechando el parón en sus labores agrícolas para salir a vender por el resto del país los dulces que fabricaban sus familias. Para ello, instalaban un pequeño puesto en el portal de algún edificio céntrico, cuyos propietarios accedían al alquiler. En cuanto vendían toda la mercancía se volvían al pueblo de origen para celebrar las fiestas de Navidad con su familia. Hasta 1995, los Monerris vendieron el helado y el turrón en el portal número 8 de la calle Amós de Escalante, donde ahora está una de sus tiendas, pero su turrón también se vendió en otros portales, como el de la antigua Ferretería Ubierna o en la desaparecida calle La Blanca.
El negocio dio sus primeros pasos en 1893 y desde entonces nunca se ha interrumpido, salvo en los años posteriores a la Guerra Civil, cuando la penuria económica hizo que escasearan demasiado tanto la materia prima como los posibles compradores.
A Francisco Monerris le sucedió en su negocio santanderino su yerno, Alfredo Mira Forcada, al que su nieto define como “un hombre honrado y trabajador”. Tras él, continuó con el negocio familiar Alfredo Mira Monerris, padre del actual Alfredo Mira Iborra, la cuarta generación de una dinastía de Alfredos, que lleva el turrón en los genes, porque otra rama de la familia hizo lo mismo en Valladolid.
Sus padres fueron los primeros en acabar con los viajes y fijar su residencia de forma permanente en Santander. El actual titular del negocio, aunque nació en Jijona y mantiene vínculos personales y de negocio con Alicante, vive en Santander desde los 12 años y ha echado raíces aquí. “Mis hijos ya son montañeses y me siento cántabro y alicantino a partes iguales”, precisa.

Honradez para enfrentarse a la crisis

El artesano se siente deudor del coraje que tuvieron sus antepasados para superar las adversidades. Tampoco ahora son buenos tiempos, pero Monerris ha mantenido el nivel de ventas. Mira deja claro que no es ningún experto en economía, pero insiste en que la verdadera crisis no es económica, sino de valores: “No hay un sistema que aguante la falta de honradez. Si las personas no son honestas, no aman su trabajo y no tienen interés en hacerlo lo mejor posible, se hunde”, sostiene convencido.
Monerris buscó la forma de desestacionalizar su actividad al combinar el turrón con los helados. De hecho, como en su mercado navideño aguantan bien los envites de la competencia, el mayor esfuerzo en las últimas dos décadas ha ido dirigido a fortalecer la rama del helado, comercialmente más reñida, con la apertura de una segunda tienda, situada en la Plaza del Cuadro, y un obrador.
Los helados los fabrican en Cantabria pero los productos navideños los siguen haciendo en Alicante. Varias veces han intentado trasladar la producción a Santander, pero lo han desestimado por el alejamiento que supone de los proveedores y, sobre todo, de una mano de obra cualificada que en Jijona abunda.

Un mercado clásico

Mientras que el mercado del helado se presta más a la innovación (“no hay día que no entre a la tienda un cliente para preguntar por algún sabor nuevo”, admite Mira), el del turrón es más tradicional, tanto que no ha sido posible extenderlo más allá de las fiestas navideñas.
Aunque despachan turrón en cualquier mes, sobre todo a los turistas, han dado por perdida la batalla de convertirlo en un dulce para todo el año: “Los grandes fabricantes lo han intentado, pero sin mucha fe” y contrapone ese fracaso con el éxito que han tenido los embotelladores de cava, un producto que también estaba vinculado exclusivamente a la Navidad “y ahora se toma en cualquier momento, hasta con las comidas”, recuerda.
El polvorón, el mazapán, los turrones duros y blandos y las tortas imperiales siguen siendo los productos más vendidos, aunque la gran ilusión de Alfredo Mira es encontrar la forma de introducir otros para enganchar a las nuevas generaciones, como los mazapanes de chocolate. No es una misión sencilla ya que, en su opinión, “no basta con hacer cosas diferentes, han de tener personalidad”
El turrón blando, su producto estrella, no es granulado como los del mercado y suele soltar aceite de la almendra en la bolsa, una característica que algunos fabricantes entienden como un demérito: “Si al cliente no le gusta, le cambiamos la barra por otra más seca, pero cuando lo prueban y ven que es mantecoso y se derrite en la boca se dan cuenta de que no les hemos engañado”, aclara complacido.
Él acostumbra a explicar directamente a los clientes las ventajas de sus productos artesanales y sabe que la mayoría de ellos han convertido la visita a la tienda en una tradición anual; algunos, incluso, vienen de otras regiones para comprarlo. Las colas que se forman cada noviembre y cada diciembre ante el establecimiento le hacen pensar que “hemos sabido ser fieles a un producto auténtico y mantenerlo en su esencia”. Ese es su valor en un mundo tan mixtificado.
Patricia San Vicente

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