El foro verde

En los últimos años hemos asistido a un imparable proceso de criminalización de conductas que antes eran meramente reprobables, rechazables o incluso sancionables administrativamente, y que ahora son penalmente punibles. Vale. Es una opción legítima que resulta mucho más eficaz cuando, además, va acompañada por acciones pedagógicas y sociales, como sucede con la conducción temeraria y los esfuerzos que se dirigen a su prevención.
Pero en materia penal medioambiental, el asunto se nos ha ido de las manos, una vez más, poseídos por un ánimo presuntamente conservacionista que resulta de lo más dudoso, técnica, jurídica y moralmente hablando.
Del esperpéntico y extinto artículo 347 bis al impresionante capítulo III del Título XVI del vigente código penal de la democracia, pasando por el aberrante artículo 335 en la versión del año 1995, afortunadamente modificado ocho años después, la regulación penal de la protección ambiental es un penoso ejemplo a evitar.
El vigente artículo 325 regula el tipo penal básico del delito por contaminación, antes denominado delito ‘ecológico’ (denominación ésta que sí que tenía delito).
Se trata de una norma penal en blanco, que en definitiva persigue a quien genere un riesgo, no la producción de un daño efectivo. Es un delito de los denominados de peligro que, para discernir si estamos en el ámbito penal o en el administrativo-sancionador, establece como único criterio el potencial “perjuicio grave de los sistemas naturales”. Vayan ustedes a saber qué quiere decir eso. No dice algo evidente, algo que nos permita discernir con claridad hasta dónde llegamos administrativamente y dónde empieza el ilícito penal.
Lo que sí se está mostrando de manera manifiesta es que al amparo del citado artículo 325 y de sus correlativos faunísticos, se están procesando penalmente a personas evidentemente inocentes. Personas que han de pasar por la pena de banquillo, sin razón objetiva alguna para ello.
Supongo que en el país que vio nacer al dominico Tomás de Torquemada no podía pasar desapercibida la ocasión que brindan estos preceptos para dar paso a las acusaciones más pintorescas. ¿Se acuerdan ustedes de ese pastor procesado por recoger unas hojas de té? ¿O aquel otro que se comió un lagarto?
Desconozco los orígenes sociológicos y psicológicos de esta pasión criminalizadora pero me temo que no se trata sólo de aplicar la supuesta capacidad disuasoria del derecho penal, sino que también subyace algo de la inocente estulticia que lleva a que algunos piensen que por prohibir una conducta ya se ha solucionado el problema.
El derecho penal tiene una vis atractiva que resulta insuperable para el legislador de nuestra Feliz Gobernación (por favor, lean el libro Escuela de Mandarines, del sublime murciano universal e incomparable jurista, don Miguel Espinosa), que no deja de resultar inquietante en materia medioambiental. Pero aún resulta mucho más preocupante el cómo se aplica ese derecho penal por parte de algún representante del Estado. Y no me refiero a los Tribunales, precisamente, que tienen el mazo romo de absolver personas inocentes.
Afortunadamente… sólo se trata de algo penoso.

Martín J. Silván
Director de
Industria, Innovación y M. Ambiente de la Cámara de Comercio de Cantabria

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