Me opongo a que se haga y a que no

El Gobierno de Miguel Ángel Revilla se ha cuidado mucho de presentar las alegaciones a los trazados propuestos para el tren rápido a Bilbao, a sabiendas de que tanto si apuesta porque el tendido discurra por el sur de Peñacabarga como si lo hace por el norte, se levantarán en armas grupos de vecinos, aparecerán coordinadoras y se quebrará a convivencia en tantos pueblos como se vean afectados por el trazado. Ya ocurrió con la Autovía, así que nada nuevo.

¿Por qué se producen en Cantabria estos levantamientos populares contra iniciativas que todos los partidos reclaman con tanto énfasis? Simplemente, porque un cosa es reclamar el derecho a tener las mejores comunicaciones y otra cosa que la autovía o la línea del AVE pase por delante de tu casa. Y en una comunidad como Cantabria, donde las casas salpican todos los paisajes, especialmente en los valles, cualquier trazado pasa por delante de muchas casas. Así que se producen dos costes políticos enfrentados e inevitables: Si no se hace una obra, la presión desde los medios de comunicación y desde los partidos políticos de oposición puede acabar con un Gobierno. Si se hace, la de los perjudicados por las expropiaciones o las incomodidades, pueden acabar dando el mismo resultado.

Los grandes proyectos que todo el mundo demanda se convierten en grandes problemas a la hora de encajarlos en el territorio

Los vaivenes de la opinión pública son perfectamente constatables en cualquier hemeroteca. El ejemplo más representativo es la antigua lonja de Santander, un edificio arquitectónicamente notable que fue derribado porque la presión ciudadana y de los periódicos exigiendo su derribo acabó por doblegar a la Autoridad Portuaria, que quería preservarlo para otros usos civiles. Desde el día siguiente a la aprobación del derribo, todas las cartas de ciudadanos, los manifiestos de colectivos culturales y comentarios de los periódicos fueron exactamente en la dirección contraria: proceder al derribo era una ignominia. No era tan casual, porque las mismas fuerzas soterradas que habían impulsado el movimiento en pro de la desaparición de la Lonja alentaron luego el movimiento opuesto, porque en ambos casos el objetivo era desgastar al Gobierno.

No siempre hay un interés político detrás. Muchas de las batallas contra los aerogeneradores, los tendidos eléctricos o los planes de urbanismo tienen detrás grupos ecologistas que no buscan un cambio de gobierno ni un chantaje económico, pero que a veces son muy minoritarios. Tanto que sus integrantes se pueden contar con los dedos de la mano, aunque consiguen que se sumen a sus acciones decenas más que hacen mucho, mucho ruido. Pero su principal arma no es la calle sino los tribunales. Dado que en España cualquier procedimiento administrativo complejo es susceptible de infinitos errores, no resulta tan difícil tumbarlo en los tribunales. Cabe recordar que un particular de Santander, enfadado por las expropiaciones que le hicieron para la construcción de la S-20 hasta el Sardinero consiguió echar abajo la recalificación de suelo para la construcción de El Corte Inglés y una gran urbanización en el solar de la antigua fábrica de loza de Ibero Tanagra, lo que demoró durante años ambos proyectos y tuvo unos costes multimillonarios.

Lo curioso es que el ecologismo ha tenido ese mismo movimiento pendular que citábamos con las grandes obras: en los años 70, la revista El Viejo Topo, en torno a la cual se reunían los promotores iniciales de estos movimientos, era el adalid de un cambio tecnológico –por entonces más romántico que real–, la sustitución del petróleo por las energías renovables y especialmente por aerogeneradores. Cuando los molinos se convirtieron en una opción real, por sus avances técnicos, se pasaron al movimiento contrario, y para evitar la contradicción encontraron la forma de justificarse: aerogeneradores sí, pero no aquí. Lo que ocurre es que, cuando ningún sitio les parece oportuno, el ‘aquí no’ se convierte en ‘molinos no’.

Es cierto que hay que ser muy selectivos con los parques, porque habiendo muchos más proyectos que territorio susceptible de ser explotado, hay que escoger los que menos problemas ambientales causen, pero todo el mundo prefiere que el desgaste que supone la elección lo sufra el Gobierno de turno.

También es cierto que la hipocresía se extiende a muchas otras capas sociales. Por ejemplo, Madrid, que presume de ser la tierra del liberalismo y se ofrece permanentemente como ejemplo, no ha autorizado un solo parque eólico en su comunidad, a pesar de que consume tanta energía como toda Andalucía. Tampoco ha autorizado ningún ciclo combinado, lo que deja muy en entredicho la teoría de que las comunidades deben tender a un cierto autoabastecimiento, o de que resulta abusivo e insolidario pretender disponer de energía pero negarse a producirla. Por cierto, a la presidenta de la Comunidad de Madrid nada de esto le penaliza electoralmente.

Es evidente, por tanto, que en política resulta mucho más rentable ponerse de perfil, por mucho que exijamos lo contrario. Nada ocurre si el Embalse del Ebro o cualquier otro pantano no se aprovecha para energía solar, pero en el mismo momento en que alguien llega a la conclusión de que sería un magnífico emplazamiento para un parque de paneles flotantes sin molestar a nadie, surge un movimiento vecinal o ecologista que opina lo contrario. Eso ocurre en todas partes, y no solo en España, pero en Cantabria, donde todo afecta a todos, llega hasta unos límites insospechados. Por tanto, quizá sea el momento de pensar si lo que no tenemos es por culpa de los demás o nosotros mismos somos responsables en parte.

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