La tentación que hundió a las constructoras

Ni todas las constructoras con problemas han tenido la misma evolución ni todas han tropezado en la misma piedra, pero sí es cierto que bastantes de ellas quisieron optimizar la liquidez que conseguían al atrasar los pagos a los proveedores y subcontratistas y lo que durante algún tiempo parecía la fórmula del éxito, al cambiar el ciclo en el mercado inmobiliario se ha convertido en la fórmula del fracaso.
Cuanto más grande es una constructora más evolucionado está su negocio financiero. Como en las empresas de distribución comercial, muchas de ellas se dieron cuenta en los años de bonanza económica de que su principal materia prima no era el cemento ni los ladrillos, sino el dinero. Aquellos que sabían trabajarlo bien podían conseguir mucho más rendimiento al colocar ese dinero que le abonan los promotores y que tardaban en pagar a los proveedores con la actividad de construcción propiamente dicha, donde los márgenes son limitados y, a veces, nulos. Algunas de las obras que Cenavi se adjudicó para promotoras ajenas al grupo apenas dejaban un 5%, un margen muy escaso en una actividad con tantas incertidumbres como es una obra.

Dónde buscar los márgenes

El beneficio luego ha de tratar de obtenerse de otras maneras: consiguiendo del adjudicatario modificaciones o ampliaciones del encargo que encarecen el presupuesto inicial o convirtiendo la construcción en un negocio financiero. No es muy difícil. La constructora cobra las certificaciones de obra a la promotora privada o al organismo público que se la encarga y procura demorar todo lo posible la liquidación a sus subcontratistas o proveedores. En el caso de Construcciones Quintana, pagaba a 210 días, de forma que cuando ha suspendido pagos, a comienzos de febrero, tenía que empezar a abonar lo que sus contratistas o proveedores le habían facturado en junio del año pasado. Así, algunos de ellos, que han trabajado para la compañía de forma casi ininterrumpida desde entonces, se encuentran ahora con la muy desagradable sorpresa de que no saben si cobrarán estos siete meses, es decir, más de la mitad de lo que debían haber facturado el año pasado y que ellos sí que han abonado a sus plantillas o a sus proveedores.

Grandes apalancamientos

Gracias a esos retrasos en los pagos, las constructoras manejaban grandes volúmenes de liquidez, ya que las cantidades que se mueven en las obras son muy significativas. Esas puntas de tesorería no producían importantes rendimientos bancarios en tiempos de bajos tipos de interés pero sí podían dar notables plusvalías invertidas en un negocio colateral y mucho más rentable, hasta ahora, que la propia construcción: la promoción.
Una liquidez ocasional de 1,2 millones de euros podía servir para adquirir suelo por valor de seis millones, ya que no era difícil encontrar un banco dispuesto a facilitar un préstamo con este apalancamiento, aunque el terreno sólo tuviese la expectativa de ser urbanizable y ni siquiera fuese urbano.
Las constructoras se lanzaban a la promoción sin tener en cuenta que estaban trabajando con dinero ajeno, como el dueño de un bar que cada noche echa mano al cajón, como si todo lo que hay dentro fuese el rendimiento del día, y olvida que de ahí tendrá que pagar al suministrador de los refrescos o el recibo de la luz.

A la espera de recalificaciones

Mientras el precio del suelo subía como la espuma y las viviendas se vendían antes de concluirse, este tipo de prácticas tenían un riesgo limitado. En el peor de los casos, los proveedores –que actuaban como involuntarios financiadores del negocio– siempre podrían cobrar con los activos de la empresa, pero las circunstancias han cambiado mucho en pocos meses. Esos activos (suelo y viviendas) han perdido valor o, directamente, han dejado de tenerlo, y la constructora no es capaz de encontrar circulante en los bancos para pagar los enormes atrasos acumulados con proveedores y contratistas.
Todas las puertas que antes se abrían, ahora se han cerrado a cal y canto y ni siquiera la garantía de unos terrenos ablandan a las entidades financieras a la hora de obtener un préstamo que les saque coyunturalmente del apuro.
En estas circunstancias, los constructores presionan a la Administración para que apresure los planes urbanísticos de los que dependen las recalificaciones y que de esta forma adquiera valor ese suelo acumulado por la empresa, pero ni siquiera este urbanismo a la carta podrá resolver todos los problemas porque tampoco los solares despiertan ya interés en el mercado.

También las Administraciones

Ni el Gobierno regional ni los ayuntamientos son, obviamente, responsables directos del problema de estas constructoras, pero sí tienen alguna responsabilidad indirecta, por haber permitido –y colaborado a provocar, en el caso de los ayuntamientos– un aplazamiento de los pagos cuyos riesgos se comprueban ahora.
Suponer que el mercado se regula a sí mismo y que los contratistas tienen capacidad de negociar de tú a tú con la constructora los plazos de pago es muy poco realista, pero las administraciones –que incurrían ellas mismas en esta práctica– no calcularon que pudiera tener tan fatales consecuencias o creyeron que, dentro de un sector donde los márgenes aparentemente son grandes, quienes cobraban tarde se resarcían por la vía de engordar un poco más las facturas, en previsión.
Tampoco el sector privado supuso que los problemas iban a ser de este calibre. Las constructoras, deslumbradas por un espejismo financiero que les permitía hacer otros negocios muy jugosos con sólo aplazar los pagos han acumulado unos riesgos disparatados para su estructura de capital y para la de sus proveedores, algunos muy modestos, a pesar de lo cual han tenido que adelantar muchos meses de su trabajo.
Como ha ocurrido con la crisis económica, lo evidente sólo se ve a posteriori. Con la cadena de riesgo que han creado en la construcción los retrasos en los cobros, casi nadie va a librarse de los efectos que tendrán las suspensiones de pagos. Ahora es fácil explicarse por qué ninguna otra actividad aceptaría empezar a cobrar a los 210 días, con una excepción, la de quienes son proveedores de las grandes superficies comerciales que no tienen alternativa. Afortunadamente para ellos, los hipermercados y supermercados no juegan también a la especulación.

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