Los hitos de la historia económica de España (3)

En 1559 Felipe II regresa a España tras conseguir militarmente la hegemonía en Europa. Es el momento en que llegan a la Península las ideas del Renacimiento y el comienzo de esa etapa que tradicionalmente se ha llamado el Siglo de Oro, la del esplendor de España, aunque en economía, en realidad, fue una larga crisis.
En aquella época se produjo una recuperación de la gran nobleza, unos pocos nobles cuyos ingresos eran muy elevados. Tales rendimientos procedían de unas propiedades muy extensas, cuyo valor aumentó considerablemente. El poder estaba en la tierra y por eso su principal preocupación fue incrementar sus fincas para formar grandes latifundios. Queda constancia de nobles que percibían en concepto de rentas entre 100.000 y 200.000 ducados, ingresos que no dedicaban a actividades productivas, sino a la acumulación de más tierras o al despilfarro.

Amor al trabajo
No era aquella una buena época para los negocios ni había quien los hiciera. Ya no quedaban judíos –los únicos que por tradición podían haber realizado esta actividad– y la inflación galopante desanimaba a quien tuviera la tentación de hacerse empresario. La afluencia de la plata americana había provocado subidas de precios que hacían imposible tratar de competir con las manufacturas extranjeras, por lo que no valía la pena ni siquiera intentarlo.
Desde el principio del siglo, se mantenía un comercio bastante activo con América, a pesar de que otros países trataban de hacerse con este botín comercial; pero en la época de Felipe II la presencia del capital internacional en España se hizo habitual y muchas de las transacciones, aunque realizadas por españoles, acaban por engordar las bolsas de los comerciantes y banqueros de fuera de nuestras fronteras.
No podría entenderse lo que estaba pasando en nuestro país sin dejar claro previamente que en la España del Siglo de Oro trabajar no estaba de moda y dedicarse a los negocios estaba considerado una cosa de bastante mal gusto. Lo que importaba eran las hazañas, las heroicidades, el honor y la virtud. La escala de valores llegó a tales extremos que hubo comerciantes que llegaron a liquidar sus negocios para comprarse tierras y un título o una carta de hidalguía, con tal de poder presumir.
No obstante, el común de las gentes, siete u ocho millones de personas, se limitaban a trabajar en la tierra, en talleres, a enrolarse en el ejército o irse a América. Y no pocos vivían de las limosnas o de la picaresca. Los rendimientos de quienes trabajaban, los campesinos, nunca llegaban a triplicar la simiente, así que no resultaba fácil pagar rentas, censos y diezmos. Su situación era mucho peor cuando la cosecha se perdía y, por tanto, la gente se marchó del campo a la ciudad sistemáticamente durante todo el Siglo de Oro.

La ciudad
En la ciudad, las cosas sólo estaban algo mejor. Allí funcionaban los gremios, que determinaban todos los pasos profesionales, de aprendiz a oficial y a maestro. La organización se ocupaba de fijar la producción, la calidad y el precio; en realidad, todo lo que se podía regular, se regulaba. Por tanto, no había competencia alguna ni nadie, por mucho que destacase en el oficio, podría llegar a hacerse rico trabajando. Además, los gremios eran cotos cerrados, y los parados, que eran legión, no podían establecerse por su cuenta ni ser directamente contratados por un taller porque sólo el gremio podía determinar quién entraba y cuándo. Así que las personas que vivían de la caridad formaban auténticos batallones. Una caridad que estaba bastante organizada, bien por los nobles o bien por la Iglesia, para atender a un colectivo tan numeroso.
¿Y el rey que hacía mientras tanto? Pues del rey se han hecho los mayores elogios y las mayores críticas. No fue un tipo genial, pero comprendió el momento en el que le tocó vivir. Su rasgo más característico era la indecisión; maduraba las ideas sin prisas, consultaba una y otra vez y se eternizaba en casi todo. Mientras que su padre fue de batalla en batalla, él se instaló en Madrid, donde estableció la capital y desde allí lo dirigía todo, absolutamente todo, aunque eso sí, sin prisas.
Uno de los capítulos del viejo programa imperial de los Habsburgo respondía a la divisa pax inter christianos, bellum contra paganos, pero en ese momento tropezaba con el obstáculo de la crisis económica. Las guerras contra Francia había que pagarlas y los empréstitos que pidió Carlos V había que reembolsarlos. No obstante, Felipe decidió seguir adelante y luchar contra los piratas africanos y contra los turcos, los susodichos paganos. En el Mediterráneo la guerra se había hecho ya una costumbre, se luchaba en verano y se descansaba en invierno, pero el rey optó por abordar el asunto con una cierta planificación. Decidió que era necesario un rearme –lo mismo hicieron los turcos– y en el lapso de diez años la flota pasó de 60 galeras a 350, en una auténtica carrera armamentística. Pronto quedó claro que ganaría el que tuviera más dinero, y como las remesas de plata de América entre 1560 y 1565 fueron excelentes, la balanza se inclinó hacia nuestro lado. Las galeras se consumieron en sucesivas batallas, la más famosa de las cuáles fue la de Lepanto.

La crisis
La crisis económica se recrudecía, debido a la inflación y a las continuas exigencias fiscales para hacer frente a tanto gasto público, cuando surgió el problema de los Países Bajos, donde en 1572 se produjo una nueva insurrección. Como la economía española no daba para más, se optó por el diálogo, y al final la falta de dinero forzó a España a abandonar el país.
El desenlace era verdaderamente paradójico, ya que España, dueña de los mayores filones de plata del mundo, no podía pagar a nadie. Cada dos por tres había hambrunas y la administración económica no era capaz de empujar hacia ningún lado. En Salamanca se decidieron a estudiar ese fenómeno tan sorprendente y desconocido –lo que hoy llamamos inflación– y es que de poco sirve tener dinero si no hay productos en circulación y los pocos que pueden adquirirse cada día se encarecen más. Los escasos productos a la venta tenían los precios más altos de Europa. Todo procedía de fuera (hasta los palillos de dientes eran de importación) y la plata se esfumaba casi sin desembarcarla. El principal exportador, no hace falta decirlo, era el Estado, con sus continuos empréstitos y sus pagas a los ejércitos que tenía distribuidos por toda Europa.
Hasta 1560, los comerciantes españoles pudieron competir en el negocio de las Indias, pero una vez que se autorizaron las sacas de dinero, la economía quedó invadida por el capital extranjero. Para ponerlo todo peor, la ruta de la lana quedó cortada, la feria de Medina del Campo se hundió y lo mismo pasó en la de Burgos. Sólo se mantenía alguna exportación por Alicante hacia Italia y, desde luego, la plata, que iba incesante desde Barcelona hasta Génova.
Una serie de quiebras originó en 1575 el peor momento económico del Siglo de Oro. Allí se juntaron la crisis económica del país con la de la Hacienda pública y aunque no se llegó a declarar la quiebra oficial, la situación fue de tal. El Estado tuvo que llegar a un acuerdo con los acreedores, por medio del cual se concedieron los juros, derechos a percibir durante un plazo determinadas rentas estatales a cambio de la condonación de la deuda. El problema se fue solucionando de esa forma y gracias a una agilización de los préstamos con los llamados asientos, que permitían colocar el dinero en cualquier parte del imperio directamente. Pero nada de eso hubiese servido de no haber vuelto a crecer de forma espectacular los envíos de plata a partir de 1578.

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