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El futuro mapamundi

Los saqueos en Gran Bretaña, la supresión de ayuntamientos y puentes festivos en Italia, la drástica pérdida de derechos sociales en Grecia y Portugal, el hundimiento de la renta de islandeses e irlandeses o la pérdida de la máxima solvencia de Estados Unidos son los síntomas de que el mundo atraviesa algo más que una crisis coyuntural. Esa misma reflexión se hizo en 2007, cuando cayó Lehman Brothers y Wall Street demostró todos sus chanchullos y debilidades, pero entonces se hablaba de la crisis del modelo capitalista. La incertidumbre hoy no está en el patrón, sino en quién lo vestirá mejor. Es posible que los occidentales ya no seamos los más guapos ni los más ricos ni los más listos y que no podamos asumir que la misma película se pueda hacer con otros protagonistas y, mucho menos, con otro director. ¿Y si en el nuevo capitalismo Europa e, incluso, Estados Unidos, no tienen un papel principal? La pregunta es inquietante, porque en nuestro marco cultural no cabe semejante eventualidad, pero no por eso es menos pertinente.
En el año 2000 surgían grandes debates sobre las consecuencias de la globalización del Planeta. Por entonces, el asunto sólo parecía preocupar a algunas tribus de la izquierda, que protagonizaban algaradas en cada encuentro de los líderes mundiales. Pero la inmensa mayoría estaba convencida de que era una proceso que engrandecía a todos o, al menos, lo aceptaba con la resignación de que no sirve de nada oponerse a lo que resulta imposible cambiar. Y la globalización no tenía marcha atrás.
El avance en el transporte y en las telecomunicaciones había conseguido que cualquier producto, daba igual donde se fabricase, llegase en condiciones muy competitivas a cualquier punto del Globo y que, con un ordenador o un teléfono, cualquiera pudiese trabajar desde el otro extremo del Planeta con la misma eficacia que estando in situ. En virtud de estos cambios, medio mundo del que apenas conocíamos nada, y que aparentemente estaba anclado en la Edad Media, empezaba a llamar a nuestra puerta con productos más baratos. Al principio nos resultó estimulante y asistimos complacidos a sus esfuerzos por ofrecernos réplicas baratas y de baja calidad. Seguíamos convencidos de sacarles un par de siglos de distancia. Lo que no supusimos es que, al universalizarse la maquinaria y el aprendizaje, en sólo una década podían llegar a hacer exactamente lo mismo que hacemos nosotros y más barato.
Europa empezaba a tener serias dudas sobre su papel económico en el mundo. No obstante, Occidente quedaba aún al socaire de Estados Unidos. Cuando Bush inició la guerra contra Irak, en realidad casi nadie pensó que allí se encontrase la causa del 11-S, sino que era una demostración de poder frente a futuros desafíos. Basta releer los periódicos conservadores españoles de la época para observar el sentimiento de vasallaje hacia el líder norteamericano que surge en el derecha europea ante lo que sus ideólogos periodísticos denominan, con extraño orgullo, el Imperio. Ninguno ha hecho actos de contrición, pero el tiempo demostró a los nostálgicos de tal Imperio que el asunto hacía aguas. Ni los iraquíes se plegaban al instante, ni tampoco los afganos, ni el mundo volvía al estado de dependencia de los norteamericanos –en disputa con la URSS– que se vivió tras la Segunda Guerra Mundial. Es cierto que ahora nadie compite con Estados Unidos por esa corona, pero tampoco está en disposición de mantenerla. China, que se ha encaramado como la potencia alternativa, tiene otras prioridades.
Algunos empresarios españoles que visitan China se encuentran en los despachos con un detalle que les hace pensar. En sus mapamundis, Europa no está en el centro, sino en los extremos. Después de cinco siglos de mantener la representación gráfica que hizo Mercator, los países no han cambiado de posición, pero los mapas sí. Y ahora, en el centro de su mapamundi está China. Es una alegoría que no podemos dejar de tener en cuenta. Sus 1.300 millones de habitantes son el doble de los que tienen juntas, Europa y Estados Unidos y en una sociedad moderna el número de consumidores es tan decisivo como los tamaños de los ejércitos en el pasado. El que tiene más efectivos, tiene más poder, ya sea para negociar o para producir. Sólo había que organizarlo y el Partido Comunista chino ha demostrado ser muy aplicado en esta tarea. Pero aún queda la India, que con 1.160 millones de habitantes es la otra gran amenaza para nuestras economías.
Hasta ahora hemos preferido pensar que cada uno de estos gigantes era una oportunidad de negocio más que una amenaza. Ahora ya no estamos tan seguros, por la única razón de que sabemos que no somos más productivos, ni existe tanta diferencia de formación, ni el capital fabril que hemos acumulado en Occidente supone una barrera inaccesible para los países pobres. Es verdad que no tenían fábricas modernas, pero se las hemos montado entre todos.
Alguien dijo que Asia será la fábrica del mundo; América surtirá de tecnología; el Pacífico, el espacio de relax y África seguirá siendo el continente frustrado. Un mundo en el que a Europa no le queda más papel que el de museo, un referente de las viejas glorias de la Humanidad. Probablemente sea así o quizá en una generación volvamos a asistir a un nuevo cambio de papeles, porque todo ocurre muy rápido, pero lo que es seguro es que nuestro papel está por reinventar. La tarea desborda a Zapatero o a Rajoy, porque España sólo es uno de los muchos países damnificados por esta vuelta de la tortilla. El problema es que la sartén todavía está en manos de Alemania y con Ángela Merkel sosteniéndola, ni ella misma sabe de qué lado ha de ponerla. Cómo se echan de menos los grandes líderes de los 90 para orientar a Europa hacia algún sitio que no sea el sálvese hoy quien pueda y mañana ya veremos.

Los minutos de la basura

Desde marzo, hay muchos departamentos del Gobierno regional donde no se hace nada. Literalmente. Primero por las elecciones, más tarde por el larguísimo interinaje en el cambio de gobierno y ahora porque seguimos a la espera de que alguien anuncie los proyectos concretos del nuevo ejecutivo. Diego había pedido noventa días para reorientar la región y medioresolver los problemas de Cantabria, pero ese tiempo se va a pasar y seguimos donde estábamos. Y lo que es peor, cada vez es más evidente que no se tomarán medidas hasta que pasen las elecciones del 20 de noviembre, para evitar que tengan un coste electoral.
La situación no espera, pero el Partido Popular parece haber decidido en Madrid que sí. Sólo así cabe entender que Cospedal, después de haber puesto el grito en el cielo por la dramática situación económica que dijo haberse encontrado al llegar al gobierno de su comunidad, Castilla-La Mancha, decidiese coger vacaciones, algo a lo que normalmente nadie se atreve tras su toma de posesión, ni siquiera en una situación de bonanza, aunque solo sea por el qué dirán.
Cospedal ha debido pensar que mejor coger fuerzas, porque va a simultanear su cargo de presidenta de su comunidad autónoma con el de secretaria general de su partido y con el de diputada, lo que le exige estar en muchos sitios a la vez. Que presidir una autonomía se haya convertido en un trabajo a tiempo parcial no parece muy respetuoso con la ciudadanía –votantes y no votantes–, que entre otras cosas pagan el sueldo completo, pero hacerlo después de haber enfatizado sobre la ruina que ha recibido de manos de los socialistas parece mucho menos congruente.
En Cantabria se producen algunas situaciones parecidas. La nueva vicepresidenta regional se ha hecho cargo también de la sanidad y el bienestar social, con lo que por sí sola va a gestionar la mitad del presupuesto regional y en unas materias extraordinariamente sensibles. Además, sigue siendo la vicesecretaria general del PP cántabro, aunque, en su caso, tiene la suerte de que ambas ocupaciones las desarrolla en Santander. Lo que parece excesivo es que, con tales responsabilidades y en un periodo tan complejo para alguien que acaba de llegar al cargo como los primeros meses de gestión, haya aceptado ser, al mismo tiempo, la jefa de la campaña de su partido para las nacionales del 20-N.
Cualquiera que haya vivido una campaña electoral sabe la intensidad que exige y la próxima no va a ser precisamente de trámite. El PP se juega más que nunca, la posibilidad de desalojar al PSOE de su último baluarte, el gobierno nacional, y en esas condiciones la señora Buruaga tendrá que hacer milagros para atender la organización de los mítines, coordinar las visitas de los primeros espadas nacionales de su partido y dirigir a sus agentes en todas las mesas electorales mientras gestiona el sistema sanitario regional, busca financiación para evitar que se paren las obras de Valdecilla, rebaña partidas para poder seguir reconociendo y pagando las prestaciones de dependencia y elabora los presupuestos de su departamento para 2012, además de dar solución a algunos otros “líos” heredados, que denunciaba Diego en su discurso de investidura.
Demasiados frentes para cualquiera y más para quien acaba de llegar al despacho. Por eso, el encargo electoral refuerza la sensación de que la maquinaria política del nuevo Gobierno no arrancará hasta diciembre.
Por fin, entonces, sabremos cuáles van a ser las medidas drásticas que va a tomar el Gabinete de Ignacio Diego. Pero si la situación es tan desesperanzadora como ha insistido en todas sus manifestaciones públicas, costará mucho justificar esta demora en poner manos a la obra, después de un año prácticamente perdido, lo que quizá no se hubiese notado en tiempos de bonanza, pero sí cuando coincide con el peor momento que han atravesado nuestras empresas desde que comenzó la crisis.
No basta solo con hacer auditorías. El grueso de la deuda regional es, más o menos, el que ya sabíamos, incluido el de las empresas públicas y el de la financiación estructurada. Y aunque siguiésemos sin conocerlo al detalle, eso no impide empezar a tomar medidas porque no hace falta escarbar mucho para saber cuáles son los problemas de fondo: descontrol en el gasto público e insuficiencia de ingresos. En el gasto llevamos años de recortes, pero aún son insuficientes y seguimos sin afrontar el problema de los recursos, porque nadie se atreve a plantear un aumento de los impuestos, esperando a que la reactivación de la economía solucione el problema por sí sola. Ese juego ya no da más de sí y todo el mundo es consciente de ello, pero aquí seguimos y seguiremos como los que esperaban a Godot.
Cada vez está más claro que lo que tenga que pasar no pasará antes del 20-N. Toca esperar y mientras tanto vivimos un tiempo raro, porque los minutos de la basura suelen llegar al final de los partidos, cuando no queda nada por resolver. Nosotros los tenemos de apertura. Así de extrañas son las estrategias en la política.

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